BAJO SOMBRÍOS RASCACIELOS. LA NUEVA YORK EXPRESIONISTA DE ALACK SINNER
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Dentro del panorama de la historieta mundial, la serie Alack Sinner constituyó una novedosa aproximación al género negro. Desde sus inicios, el dibujante Muñoz y el guionista Sampayo comprendieron que podían utilizar todas los tópicos genéricos para desde ellos elaborar un discurso humanista y comprometido con la realidad histórica del último cuarto del siglo XX. Con un estilo gráfico radical y apoyándose en una narrativa coral y sincopada, convirtieron a su protagonista, el duro, estoico y descreído Alack, en un personaje de corte trágico en constante lucha consigo mismo, en un quijote con gabardina que deambulaba sin rumbo fijo por sus historias. El crimen, la violencia, la corrupción, los intereses políticos, la tensión racial, se entreveraban con la propia desesperación existencial del detective y su desgarrada necesidad de encontrar anclajes emocionales. Este conflicto entre lo exterior y el interior se desarrollaba sobre una Nueva York que no actuaba como un mero telón de fondo inocuo, sino como un personaje más que todo lo condicionaba. La salvaje estética expresionista que Muñoz aplicó a sus viñetas convirtió a la ciudad en un escenario inquietante, de perfiles aristados, construido con poderosas manchas de tinta negra y cegadores espacios de luz blanca.
1. EL ORIGEN DE ALACK SINNER
Desde su aparición en Alterlinus en 1975, con el relato titulado “El caso Webster”, Alack Sinner se ha publicado a lo largo de las últimas cuatro décadas. El éxito de la serie permitió su difusión por todo el circuito europeo de revistas defensoras del entonces denominado “comic de autor”, una expresión que daba cuenta del «cambio de perspectiva que desde finales de la década anterior sacudía los modos de producir y leer historietas. La historieta comenzaba a dejar de ser un medio para niños o iletrados o un espacio para que hablaran los géneros su propia lengua, y podía constituirse en una producción cultural hecha en las condiciones de relativa autonomía del resto de las artes» (RUGGIANI, 2008: 2). Fueron años febriles para el tándem Muñoz-Sampayo, que, con sorpresa, vieron cómo su personaje era acogido, primero con curiosidad y más tarde con creciente interés, por un público deseoso de encontrar nuevas alternativas plásticas y narrativas al cómic más convencional.
Hasta su primer encuentro en la costa catalana la carrera de ambos autores había discurrido por senderos bien diferentes. José Muñoz inició su carrera artística a los once años. Con Humberto Cerantonio, su maestro en La Paternal, estudió dibujo, pintura y escultura. Poco después, en la Escuela Panamericana, continuó su formación con Hugo Pratt y Alberto Breccia. Con apenas quince años colaboró con Solano López en los fondos de El Eternauta,y más tarde participó en la revista Misterix, donde publicó Precinto 56, una historieta de corte policiaco que, para muchos, constituye un claro antecedente de Alack Sinner.
Fue esta una época dorada para la historieta argentina. Muñoz, junto con Pratt, Breccia, Solano Lopez y Arturo del Castillo, conformaron una generación única de historietistas que puede ser considerada, «sin exceso de exageración, como uno de los puntos clave de la creación del “comic de autor”, muy anterior a la expresión europea que se consolidaría en la década siguiente» (PONS, 2011: 32). Este brillante grupo de creadores tuvo como centro de gravedad al guionista Héctor Oesterheld. Fue él quien trajo a la historieta de aventuras, tan popular en aquellos años, «un humanismo, ¿cómo se podría decir? No “increíble”, porque era muy creíble. Un gran sueño humano. Trajo proporciones humanas, trajo ternura, trajo inteligencia, trajo espesor» (NINE, 2009: 12). Es él quien «desarrolla un patrón de aventuras más adulto, que evita el simple desarrollo de tópicos y lugares comunes para construir historias que plantean reflexiones más adultas. Rompe además con la clásica identificación del género con los escenarios exóticos de temporalidad indefinida para situar sus historias en escenarios reconocibles, incluso cotidianos, fuertemente relacionados con los sucesos de actualidad del momento» (PONS, 2011: 33). Y es justo eso lo que define al personaje y a la serie creada por Muñoz y Sampayo: un interés inusitado por entroncar la ficción con un aquí y un ahora muy determinados.
Luego, como muchos de sus colegas, Muñoz comenzó a trabajar para el extranjero en la producción de material de agencia sobre todo para el mercado británico. Se trata de un material triste, alienado, desposeído de identidad, que provocó la rendición del dibujante y el abandono momentáneo de la historieta. Solo el aliento de Breccia y Pratt, y su encuentro con Sampayo, en el otoño de 1974, lo impulsaron a volver de nuevo sobre el tablero para explorar caminos más personales. Carlos Sampayo, también argentino, provenía de un contexto totalmente distinto. Interesado en la literatura, el jazz y el cine, había encontrado en España un lugar donde ganarse la vida, entre otras cosas, como guionista de cine publicitario en Madrid o escribidor para la editorial Bruguera en Barcelona. Cuando se conocieron, la sintonía entre ellos fue inmediata. En apenas quince minutos de conversación se dieron cuenta de que la narrativa policial les ofrecía un potente vehículo para canalizar sus necesidades expresivas y sus aspiraciones más autorales.
2. ¡AY DE MÍ, PECADOR!
Aunque es cierto que las primeras entregas de sus “aventuras” están claramente inscritas en las fórmulas del relato criminal, la serie derivará con el tiempo hacia terrenos más personales. Las convenciones del género se tornan en una simple excusa narrativa. La presentación de Alack es prototípica: rubio, de pómulos prominentes —un cruce entre los rasgos de Steve McQueen y Charles Bronson—, individualista, solitario, ingenioso y bebedor empedernido. Es cínico y descreído, pero también honesto, trata de pasar desapercibido, pero no es ciego. Sus temas son los habituales: el crimen, la investigación, la corrupción del poder y el desencanto. La narración es lineal, transparente, con un estilo gráfico dominado por el trazo de una línea dura, realista, tirando a prattiana, «a cierto Pratt» (NINE, 2009).
Sin embargo, el personaje de Alack evoluciona, desaparece el concepto del “caso” como enigma y pasa «a ser un hombre, sencillamente, inmerso en el medio social» (FRONTONS, 1982: 18). Viet Blues (1979) constituyó un punto de inflexión. Los elementos narrativos y formales comienzan a variar enmarañando las tramas, ahondando en el mundo emotivo de su protagonista y confiriendo cada vez más importancia a los personajes secundarios, dándoles voz, permitiéndoles rumiar sus penas. Alack respira y vive, envejeciendo con sus autores y sus lectores. Como Chandler y Hammett, «Muñoz y Sampayo no hablaban de crímenes, sino de otra cosa. Hablaban de la sociedad que los rodeaba, y también de ellos, dos argentinos queriendo vivir y dibujar, descubriendo que podían hacerlo, y a su manera» (MARTÍN PÉREZ, 2006).
Efectivamente, en las entregas sucesivas Alack se encarna con la vida, con la realidad de la época, con sus autores, se convierte en un ser sufriente, desconcertado —«soy de una generación a la que le cuesta superar las cosas», confiesa al final de “Fillmore” (1975)—, golpeado física y emocionalmente, de ahí lo acertado de su nombre (alack, en sajón, quiere decir “¡ay de mí!”, y su apellido, sinner, “pecador”). Es entonces cuando «la típica estrategia de los episodios cuyos argumentos siguen un orden cronológico progresivo queda abandonada por este ir y venir de vueltas y revueltas en torno a un mundo absolutamente genuino de los autores» (COMA, 1982: 2). Lo interesante es que este cambio de rumbo coincide con un progresivo oscurecimiento de la estética de Muñoz. Sus primeras viñetas son contenidas, de composiciones diáfanas y trazo firme, la influencia del Pratt más limpio está clara, para con el tiempo transformar el espacio representativo en un «universo sucio y barroco, en una jungla de asfalto invadida por las sombras» (ORTIZ, 2009: 77). Es ahí cuando la gran tradición “blanconegrista” de la historieta, aquella que construye formas aplicando manchas desgarradas de tinta oscura sobre el papel, aflora con fuerza inusitada. Todo lo aprendido con su maestro Alberto Breccia —«el Rembrandt del cómic» (NÚÑEZ, 2012)— inunda, salvaje, las viñetas. La tensión expresiva entre el blanco del papel y la oscuridad de la tinta china alcanza, en ocasiones, una violencia inusitada. Con esta nueva apuesta plástica, la obra de Muñoz se conectaba con la dureza xilográfica del expresionismo alemán, con la obra de Milton Caniff y Will Gould, con los libros visuales de Masereel y con la iluminación dramática del film noir clásico. «Todos estos maestros, todas estas lecciones, me han conducido al país de la luz y de la sombras» (FOFI, 2008: 74).
3. UNA NUEVA YORK EXPRESIONISTA
Nueva York, como quizá ninguna otra gran ciudad, ha ofrecido un campo de acción excepcional para el noveno arte. Para la cultura contemporánea, Nueva York ha representado la ciudad en mayúsculas, un paradigma urbano fascinante y ricamente contradictorio. Sobre ella se han proyectado miradas ambivalentes. Si sus imponentes rascacielos encarnaban los desafíos superados por el avance tecnológico, también simbolizaban la brutalidad y la deshumanización consustanciales a la modernidad. Nueva York es además una ciudad desalmada, sin pasado, que se reinventa deglutiéndose a sí misma cada cierto tiempo. «En una capital global como Nueva York es imposible que la gente o los edificios tengan la oportunidad de adquirir la pátina del tiempo» (ZUKIN, 2010: 2).
Su vinculación con la historieta es antigua, y su presencia en las viñetas ha ahondado en esas amargas paradojas. Sin duda, Nueva York ha sido un espacio privilegiado de representación para el cómic. Al principio solo sirvió de modelo de inspiración para las ciudades de Superman y Batman. Eran de algún modo las dos caras de una misma moneda: «Metropolis», advertía Frank Miller, «es Nueva York a pleno sol, Gotham City es Nueva York por la noche». Will Eisner utilizó también una versión travestida de la ciudad —un poco más oscura y sucia— para situar las aventuras de The Spirit. En los sesenta, la editorial Marvel dio un giro interesante. La Nueva York de sus superhéroes ya no se ocultaba tras otros perfiles, era ella misma, sin ocultaciones. Los Cuatro Fantásticos, por ejemplo, tenían su cuartel general en uno de los rascacielos del Midtown de Manhattan, la mansión de Los Vengadores estaba situada en el 890 de la exclusiva Quinta Avenida, mientras que los solitarios Daredevil y Spiderman vivían en Hell’s Kitchen y Forest Hill, respectivamente. La ciudad aparece ahora trazada con un dibujo claro y preciso, cuidando los detalles de un paisaje urbano que buscaba a la postre, a través de la identificación de un espacio urbano concreto, acercarse a la realidad cotidiana de sus lectores.
Con Alack Sinner la ciudad cambió, rompió con esta imagen tradicional. Ni se camuflaba ni pretendía ser una representación fiel. Su Nueva York se cimentó sobre unos planteamientos plásticos que, por su originalidad, supusieron una novedad y una ruptura para el mundo de la historieta. Frente a modelos anteriores, su visión estaba construida no a partir del conocimiento directo, sino de la imaginación. Recreaban más que reproducían. Antes de empezar la serie, ni Muñoz ni Sampayo conocían todavía la gran ciudad norteamericana. Su “Gran Manzana”, por tanto, fue el fruto de la mirada de dos argentinos, proyectada desde Europa, sobre una realidad urbana que conocían solo por muy variadas referencias delicadamente sedimentadas. Su Nueva York es, sin duda, «hija de las películas, de las historietas y de los libros» (GASSER, 2009: 11). Para Sampayo no había otro marco posible, para él, Alack es «un héroe existencial que se mueve en la ciudad de Nueva York, con lo que eso significa. Nueva York representa para mí una cultura que lleva las situaciones al límite, es absolutamente fascinante profundizar en el medio urbano hasta sus últimas consecuencias. Nueva York es una metáfora de la gran ciudad, es la ciudad universal, donde ocurre todo lo urbano, por eso nuestro personaje se tenía que mover dentro de esa ciudad» (FRONTONS, 1982: 18).
Visualmente, la ciudad de Alack es un territorio propicio para los violentos picados, atravesado por los violentos claroscuros del cine más puro —Perdición, El beso del asesino o La ciudad desnuda son deudas reconocidas— y por la violencia social que impregna la obra de Scorsese. Los guiños a estas fuentes de inspiración son evidentes. Así, por ejemplo, aparecen en “Fillmore” y “Ciudad sombría” sendos homenajes a ¿Ángel o diablo? (Otto Preminger, 1945) y a Taxi Driver (1976). Muñoz se afana en un contraste gélido, polar, en el duro enfrentamiento entre las superficies entintadas y el fondo blanco inmaculado del papel. Esas zonas oscuras rasgan el espacio compositivo con soluciones gráficas en las que, con un efecto expresivo de carácter tosco y primitivo, se pueden rastrear la bien anudada influencia de los trabajos de Breccia junto a las experiencias xilográficas, entre otros, de Heckel, Meidner y Schmidt-Rottluff.
Aunque Muñoz y Sampayo, desde el primer momento, reinterpretan la ciudad, se puede constatar una evolución en su presentación. Debido al característico trazo prattiano de las primeras entregas, su visión de Nueva York es más realista, más convencional si se quiere; una línea limpia domina fondos y figuras. Poco a poco, y en paralelo a la evolución estilística general de la serie y de su necesidad de encontrar un cauce más auténtico y personal, la mancha también se apodera de la ciudad. Las líneas entonces se quiebran abriendo paso a un espacio corrosivo, anguloso, “expresionista”. Llega así Muñoz a soluciones gráficas radicales en las que, con frecuencia, lo grotesco convive con lo trágico sin empañar por ello el delicado sentido estético de sus imágenes. De modo que Nueva York deja de ser la imaginada, a convertirse en la Nueva York de Alack, una ciudad completamente con(fundida) con su personaje. En cierto modo existe una relación especular entre ambos, se necesitan para explicarse, solo cobran sentido el uno junto a la otra. Esta peculiar vinculación subraya, aún más, el carácter romántico del protagonista. Como sus antecesores literarios, Alack reúne muchas de sus características habituales. Solitario, sensible, autocrítico y con un punto de misantropía. Con el tiempo, su mirada se vuelve más introspectiva —Encuentros y reencuentros (1981-82) ilustra muy bien este cambio de tendencia—, consciente de sí misma, desconcertada y doliente. Pero existen diferencias entre este personaje noir y sus antecesores literarios. Si para los héroes del romanticismo, la naturaleza era un espejo en el que reverberaba su abrumado espíritu, para Sinner lo exterior no actúa del mismo modo. Cuando arrecia su tormenta interior, este “investigador” de nariz chata y pómulos sufrientes gusta deambular sin rumbo por las calles y callejones de su gran ciudad, pero en su caso no hay un grandioso entorno natural que le sirva de consuelo. No existe nada fuera que le permita diluirse, confundirse, sublimar su errática y persistente melancolía. Son innumerables las viñetas en las que Alack simplemente vagabundea por la ciudad-colmena. Deambula, dejándose llevar por sus pensamientos para, sin rumbo, sumergirse en muchedumbres grotescas que parecen competir con las escenas carnavalescas de Ensor y con aquellos desfiles de cuerpos sin alma que tan bien representó Munch en Tarde en la calle Karl Johan (1892). Es en esos largos paseos por las tumultuosas avenidas de la Gran Manzana cuando Alack, el caminante, meditabundo y taciturno, con la piel erizada, vuelta para dentro, revela al espectador una mochila emocional cargada con más preguntas que respuestas. La ciudad se convierte en un gran espejo de los estados de ánimo de este peregrino en tierra extraña. Las manchas negras desgarradas que envuelven sus construcciones inhumanas son las mismas que atenazan a Alack de viñeta a viñeta.
Esa estrecha imbricación entre el personaje y su entorno explica que sea muy extraño encontrar a Alack moviéndose por escenarios definidos. Lo normal son las vistas generales de una ciudad que se asemeja a Nueva York, pero que nunca termina de serlo del todo. A pesar de ello, estos espacios no producen extrañeza en los lectores, antes al contrario. Muñoz y Sampayo juegan con la ventaja de que, para unos y otros, Nueva York es un espacio icónico que forma parte de un imaginario colectivo que comparten con su público. Eso permite al dibujante recrear la ciudad con libertad sin que, por esta circunstancia, sus espacios arquitectónicos y urbanísticos dejen de sernos familiares. Sobre todo al principio de la serie, se huye de enmarcar la acción en lugares concretos e identificables. Después solo se entrevén fugazmente, sin apenas trascendencia narrativa, el edificio Chrisler y las Torres Gemelas (Encuentros y reencuentros), la catedral de San Patricio (El caso USA), el aeropuerto Kennedy (“La vida no es una historieta, baby”), el Palacio de Justicia del condado de Nueva York (Nicaragua), el embarcadero de Battery Park y la estatua de la Libertad (El caso USA) o los puentes de Brooklyn y Williamsburg (Historias privadas). Cuando Muñoz los sitúa en sus composiciones, actúan como meros elementos secundarios, brevemente apuntados, delineados como los brotes apresurados de un pincel cargado de tinta china. Algunos edificios, como el peculiar Flatirion (Historias privadas), cuando aparecen, se muestran hirientes con sus ángulos agudos penetrando orgullosos en el espacio público de la ciudad. En el conjunto de la obra solo existe un lugar que, a lo largo del tiempo, ha funcionado como contrapunto a la zozobra personal y emocional en la que vive inmerso el héroe. Si en las calles y por sucios callejones Alack pasea su desolación, únicamente en Central Park alcanza un refugio momentáneo, el parque actúa como un pulmón, un punto de reunión con su yo más íntimo. Solo aquí, entre las grandes alamedas de tilos, arces y robles, se abandona a sus sentimientos, se abre a los otros. Es allí donde pasea y hace el amor tiernamente con Enfer, la bella afroamericana, de taciturna mirada, que centra su atención en “Ciudad sombría”.«Hasta ese momento no había dejado mucho espacio para mi vida privada», confiesa Alack mientras la abraza. Su relación será breve, Enfer se dará cuenta pronto de que, más allá del parque, sus lazos son imposibles: «Me gusta mucho estar contigo… Y te amo… Pero no volveremos a vernos. (Por) tu tristeza». Cuando cuatro años más tarde se entera de que, fruto de este encuentro nocturno, ha concebido a una niña, Cheryl, los tres regresan a Central Park buscando recuperar un tiempo perdido. Alack descubre entonces allí un sentimiento ajeno, extraño para él, una potencial vía para la redención, por eso siente la necesidad de sintonizar, de vincularse con su pequeña hija mestiza a pesar de las dificultades y de su innata tendencia a vivir ensimismado. Cheryl se vuelve así su más preciado anclaje.
Aunque tamizados por su irónica y desolada mirada, los espacios urbanos de la serie son los propios del relato policial negro. El lector conoce su modesto piso y leonera de soltero, que, según Sampayo, «quizá esté ubicado en el Soho, en una transversal de Canal Street, cerca de Chinatown y Little Italy, mundos divididos por una calle, dos barrios que no obstante la cercanía no suele frecuentar» (SAMPAYO, 1983: 59), también la comisaría donde trabajó antes de convertirse en detective, así como el típico despacho donde ejerció durante un tiempo como investigador privado y el bar de Joe, donde ahuyenta en alcohol su desesperanza y desconcierto. Pero Alack Sinner, como se ha dicho, es un personaje básicamente callejero, esa es una de sus señas de identidad. Vive a pie de calle, «su pasear nomádico por la ciudad es su forma de existir» (TURNES, 2011: 170). Lo usual es que los casos no lo encuentren en su oficina, sino que lo asalten en su taxi, en los garitos, pateando las aceras. Las escenas amplían entonces su foco de atención; hay un desvío sutil del punto de vista para describir lo que sucede en el entorno. Es así que las voces, los ruidos, el ajetreo humano de la ciudad, se sitúan en primer plano, y Alack queda sumergido en este retrato social. Aflora de este modo la violencia irracional de la ciudad, sobre el protagonista se ciernen las fachadas deformadas de los edificios y la siniestra turbamulta de personajes de rasgos inquietantes y grotescos que, como él, se encuentran perdidos en su propio y solipsista monólogo interior. Se trata, tanto gráfica como narrativamente, de un planteamiento innovador; la ciudad se presenta como un «relato de la simultaneidad» (TURNES, 2011: 90), donde la línea argumental principal se ve enriquecida por esos otros acontecimientos cotidianos que estallan como brutales destellos, llegando a veces hasta ocultarla. De este modo los personajes secundarios sacan a la luz las miserias del paisaje urbano, mientras la trama queda arrinconada en una ventana. Este recurso narrativo da lugar a un motivo iconográfico recurrente en la serie. Las ventanas cobran importancia porque en los momentos que el contexto parece ahogar todo lo demás se convierten en la única abertura por la que el argumento respira y no se extingue del todo. Esta táctica es muy frecuente en Nicaragua, Viet Blues y en Historias privadas, aunque su uso se puede rastrear prácticamente desde los primeros relatos. En algunas ocasiones, su utilización recuerda vagamente algunas composiciones de Edward Hopper, en las que el espectador se ve obligado a curiosear, como un morboso voyeur, en el interior de una vivienda vecina —Ventana en la noche (1928), Habitación en Nueva York (1932) y Agosto en la ciudad (1945) serían algunos ejemplos—. Esta hopperiana manera de presentar las ventanas es mucho menos habitual en la obra de Muñoz, pero ya aparece tempranamente en “El caso Webster” y, más adelante, en “Chispas”, Encuentros y reencuentros o El caso USA. Solo en una viñeta de Nicaragua se atisba el exterior desde el interior de una vivienda, justo cuando su hija Cheryl, todavía niña, anuncia a su madre la llegada de Alack bajo una copiosa nevada. Nueva York ha quedado sepultada bajo un manto blanco de inmaculada pureza. Es una de las pocas composiciones en las que se da un respiro momentáneo a su personaje. Pero Alack, viejo y escaldado, sabe que se trata de pasajera ilusión, que en su ciudad no hay tregua ni descanso y que, más tarde que pronto, la suciedad y la mugre de la ciudad convertirán la nieve blanca en hielo duro y apelmazado.
BIBLIOGRAFÍA