DAN Y LOS ESPACIOS DEL HORROR |
“Londres es otra historia. (…) No una historia, sino más bien una novela picaresca enorme y anticuada, en la que cada calle era como un capítulo en el que se amontonaban personajes e incidentes propios. Cada manzana era una página, cada edificio un párrafo (…)”Robert Bloch, en “Un crimen fuera de lo corriente”
Es habitual encontrarse en textos sobre historieta, incluso en los académicos, que la historieta bebe o se aprovecha de técnicas fotográficas y cinematográficas a la hora de reconstruir espacios para sus relatos. Está comprobado que el rápido desarrollo y la gran eficacia narrativa del lenguaje cinematográfico impulsó a los artistas y novelistas del siglo XX a regular la ficción en torno a espacios ya vistos, los cuales antes eran solamente intuidos. El tratamiento del espacio narrativo como un elemento más del relato fue desarrollado sobre todo a lo largo del siglo XIX, y se suele aludir a Bécquer, a las Brontë o a la misma Shelley (que inauguró la ciencia ficción con un relato de horror), como los conversores del contexto espacial en el que se desenvolvían los personajes, confiriendo de este modo más densidad y emoción al conjunto. En realidad fueron los narradores del final del XVII, los llamados “góticos”, como Horace Walpole y Matthew G. Lewis, los que inauguraron los espacios para el miedo. Durante el siglo XIX, la ilustración y la historieta experimentaron gran auge a través de la prensa, y fue en esa prensa, a lo largo de todo el siglo, donde los llamados “caricaturistas” y los primeros historietistas definieron los puntos de vista, los encuadres, las composiciones y la estructura general narrativa mediante imágenes que luego se utilizarían en el medio historieta. Está claro que durante décadas los encuadres fueron tópicos, e inmutable el punto de vista, pero los hallazgos narrativos se fueron produciendo antes de que Méliès comenzara a trucar imágenes o de que Griffith se subiera a una grúa.
Empero, luego, el auge del cinematógrafo desplazó a todos los demás modelos de representación, superó a la fotografía, al teatro, al cartel, a la historieta, y los espacios dejaron de ser formulaciones imaginadas literarias o como las plasmadas en imágenes fijas. La realidad comenzó a ser vista, rememorada y reinterpretada a partir de las figuraciones falseadas sobre películas de celuloide…
En la historieta, los espacios narrativos fueron evolucionando hasta las vanguardias. Los conocidos Winsor McCay, Cliff Sterrett o Gustave Verbeek, incluso Alex Raymond, plantearon la historieta como un medio con espacios propios, moldeables. Otros autores menos conocidos también experimentaron en este sentido (Walter Quermann, Charles Forbell, Norman E. Jennett o Harry Grant Dart, por citar algunos), pero tras la estabilización de una industria con unos productos concretos producidos en serie, de formato ya definido para el público, muchos de los autores recurrieron a la utilización de espacios convencionales o recurrentes. puesto que la cadena de producción lo exigía. La historieta humorística, por su simplificación icónica, era la que usaba escenarios más simplificados, que incluso podían desaparecer tras una primera viñeta descriptiva. La historieta de aventuras o de acción se planteó durante los años treinta y cuarenta con el exigido respeto a los espacios reales en los que debería transcurrir la acción, y pasaría un tiempo hasta que los escenarios tras los personajes adquiriesen función simbólica.
En la historieta española de corte “realista” de los años treinta y cuarenta, los espacios por los que evolucionaban los personajes no mostraban por lo común proyecciones subjetivas, eran lo que pretendían ser: contextos funcionales. Por fortuna la historieta puede prescindir de fondos si el autor desea sólo mostrar a personajes (una argucia literaria en esencia) o deformar el escenario si quiere acentuar el drama, la tensión o el tormento de uno de los personajes participantes. Por lo que se refiere al horror, los espacios de las viñetas, al menos en la española, evitaron las topografías absurdas propias del expresionismo o la inquietud de los contextos sin lógica (recordemos a Sterrett, pero esto también ocurrió en los tebeos de la Escuela Bruguera) para retornar a los escenarios del relato gótico de terror. Los grandes renovadores del medio del desarrollo de nuestra historieta, como Apeles Mestres, Ramón Cilla, Mecáchis o Xaudaró, no dejaron herederos destacables realmente, y cuando hallamos las primeras historietas de horror españolas, como de G. Barba en Yo, [1] o las de Giner en Pulgarcito, sus ambientaciones son las de un oscuro romanticismo trufadas de elementos heredados de la imaginería dantesca, en el primer caso, o con rincones escogidos del cine negro o los horror films de los años cuarenta. Y en el caso que nos ocupa, el de la serie El Inspector Dan de la patrulla volante, sorprende la solidez de los escenarios dibujados por su autor gráfico, la fijación por el detalle presente en casi todos ellos, aferrado a una realidad tan ortodoxa en la que la presencia de seres fantásticos casi resultaba incoherente.
Esta fórmula de representación elegida era efectiva para introducir al lector en ambientes muy concretos, plagados de sombras, sí, pero deprimidos en su dimensión fantástica, tan útil ésta para producir horror. Posiblemente los autores de aquellos cómics sólo buscaban generar suspense con los arquetipos de la novela criminal: héroes monolíticos, acompañantes desvalidas, enemigos formidables, y todos evolucionando en un entorno “real” pero que era más bien un lugar mítico, al menos para los españoles de la España de Franco, para los que las grandes urbes como Berlín, Moscú, Roma, París o Londres eran escenarios de gestas, revoluciones, competiciones, pasiones y crímenes, respectivamente.
El monstruo como presencia absoluta en espacios sin apenas elementos, si no está el ser fantástico se necesita escenario para el miedo.
En La Vanguardia, en 1983, un Giner pletórico de optimismo hacía unas declaraciones sobre los tiempos de su infancia justamente anteriores a su crecimiento como dibujante de historietas. Recordaba el final de la guerra civil, que a él le pilló en Sitges con 15 años de edad, con esta frase: “Pero es que luego vino la terrible paz”.
Aquellos años, los cuarenta españoles, fueron los años del hambre y del miedo, los de la España gris. Por entonces comenzó una era de carestía y frustración, que por fuerza se transparentó en los tebeos, y lo hizo mediante estructuras narrativas que propendían a despertar emociones de sesgo negativo. Don Berrinche instigaba a reírse de la irritación, el reporter Tribulete hacía lo propio con el fracaso, Canuto refunfuñaba por su inopia y mala suerte, y El Inspector Dan fomentaba estremecimientos de miedo. Todos eran personajes de Pulgarcito, y todos fueron hijos (o “sobrinos”) de Rafael González, aquel masón represaliado por los franquistas que se refugió en la edición de tebeos tras ver cortada su trayectoria como periodista. En el nuevo Pulgarcito de 1947, que él organizó y coordinó desde el primer número, anidó el ímpetu del desagrado, fue una caja de resonancia de risas fundamentadas en el infortunio, y fue el eje sobre el cual pivotaron el resto de lanzamientos de la editorial durante los años cincuenta.
Por supuesto, la censura pronto cortó las alas a tanto despliegue de “malos pensamientos”. En Pulgarcito y en otras cabeceras de la casa, como El Campeón o El DDT. Al poco de su andadura, por ejemplo, la suegra Tula dejó de manifestar su malignidad en el seno familiar porque la familia española era núcleo de concordia. Azufrito, un demonio jocoso creado por Vázquez se volatilizó. Carpanta dejaría de pasar hambre porque en España ya no había. La familia Churumbel evitó robar impunemente también. Y El Inspector Dan y su acompañante Stella vieron cómo se esfumaban los espectros y los monstruos de sus aventuras y ya no tendrían más la oportunidad de disfrutar de un beso apasionado.
El mundo de Dan se compone de sombras, espacios en tensión y mujeres atosigadas por villanos de penetrante mirada. Obsérvese el cuidado puesto por el dibujante, Giner, en cada detalle.
El mundo creado por Rafael González para Dan en 1947 era ése: urbes donde las sombras eran dueñas y los malvados aterraban verdaderamente, aparte de que la mayoría de los hechos parecían catalizados por la presencia de lo fantástico. Hubo unas cuantas historietas cortas ofrecidas en la primera docena de números de Pulgarcito (el ciclo llamado “El monstruo de las tinieblas”) que partían del modelo de historia de crimen y suspense inspirado en terribles crímenes, como los de Whitechapel, y en ella ya aparecían seres monstruosos, cadáveres y el elemento fantástico. Tras esta introducción, todo fue horror.
Es evidente la fascinación que pudieron despertar aquellas historietas si nos ponemos en el pellejo de un niño de finales de los cuarenta. El planteamiento era inédito, pues hasta la fecha los tebeos policíacos proponían enemigos formidables pero nunca fantásticos. La contextualización y el enfoque también eran diferentes, pues los espacios que visitaba Dan no eran los tópicos de las historietas traducidas del italiano o producidas aquí, eran retorcidamente novelescos. El mundo mostrado al lector de estos tebeos en los años cuarenta era atractivo pero disparatado. Sus guionistas, primero Rafael González, luego González Ledesma, dieron indicaciones precisas a los dibujantes sobre los lugares por los que se moverían los personajes y sobre cómo debían ser éstos y sus antagonistas. Y esas indicaciones procedían de la novela de acción y de suspense, ya por entonces implantada en nuestro país a través de varias colecciones y firmas, pero también de los seriales y las películas cinematográficas. Vistos hoy, los cómics de El Inspector Dan pueden llegar a resultar simples en sus propuestas, pero entonces ofrecían dosis de evasión impagables al niño pobre y hambriento (el 80% de los españoles de hecho), que a través de estas viñetas se asomaba a un mundo ordenado, limpio, justo y bien provisto. Mientras que Dan fumaba en pipa, los españoles aprovechaban colillas. Mientras que Dan vestía impecable y calzaba sombrero, en España se reutilizaban harapos. Mientras que Stella y Dan acudían a museos y teatros, en España se soñaba con colarse en un café teatro. Mientras que Dan viajaba en grandes autos en nuestro país se caminaba o se iba en carro. Si en las aventuras de Dan aparecían ingenios científicos o seres o máquinas fascinantes, en España aún no había llegado el televisor ni la tecnología en general. En nuestro país no había electricidad sin restricciones, ni había pan todos los días, ni tabaco, ni esperanza...
Los espacios representados en las historietas de finales de los cuarenta eran reconstrucciones de realidades soñadas, pues. Las historietas de humor, con las tramoyas de un teatro del absurdo. Las de acción y policiales, con los fragmentos deseados de las ciudades extranjeras. Y Dan vivía en Londres.
La urbe del miedo. Giner dibuja escasas localizaciones típicas de Londres, las precisas para autentificar el contexto, pero sí que construye una ciudad coherente que esta emplazada en otra realidad, no española.
El escenario es uno de los componentes capitales en toda historieta de horror, casi un personaje más. Durante los años justamente posteriores a la guerra civil y hasta el abrazo generalizado a lo americano que se produce tras las políticas de ayudas americanas (las de 1953-1963, pero no antes), el objeto de gran parte de las admiraciones hispanas era Londres.
La capital británica era el centro del mundo en los años cuarenta para cualquier español, destino así buscado por novelistas, radiofonistas, cineastas e historietistas para saquear de sus rincones y sucesos infinidad de argumentos. Londres había sido la capital de la ciencia, de los espectáculos, y a finales del siglo XIX, la sede de la bruma, de los espectáculos policiales (con la primera estrella mediática del crimen: Jack the Ripper), y también el útero de la primera escuela de espías que adquiere fama popular, un esqueje de la agencia de investigación Scotland Yard. La primera y la segunda guerras europeas no hicieron sino incrementar esa pátina mítica de la ciudad. París y Londres fueron las ciudades asediadas, pero la segunda fue la que representó la resistencia, la fortaleza frente a un enemigo que si bien fue aliado de Franco eso no restó méritos a los londinenses. Luego fue la primera ciudad reconstruida sobre sus cenizas, la ciudad de la organización, con su policía uniformada, su elegancia, su educación y su firmeza. Era el perfecto escenario para ensamblar historias: la urbe con los mejores policías del mundo al tiempo que la sede de los rincones oscuros y ocultos.
En la construcción de este imaginario colaboraron tanto los individuos reales (Jack el destripador probablemente sea la figura histórica –no ficticia– más influyente sobre la narrativa de suspense y acción del siglo XX) como los llamados “mitos del terror”. Y estos mitos no dejaron de ser un regurgitado de los miedos ancestrales animistas (el gran gorila y el licántropo como representantes del salvajismo atroz) y del insondable miedo a la muerte (la momia, el vampiro, el monstruo reconstruido con cadáveres, el espectro o el fantasma). En este caso, además, alentados todos estos miedos por la incorporación del nuevo generador de miedo del siglo XX: el científico demente o criminal. Tanto la prensa sensacionalista de finales del XIX que voceaba los crímenes por las calles tintadas de sangre de Whitechapel, como las dime novels o los pulps que reconstruyeron esos crímenes, echaron mano a menudo de los ingenios tecnológicos o de los instrumentos y brebajes de “científicos locos” para reclamar el miedo. Londres fue el origen de muchos de esos personajes, por ser ciudad de paso para todas las nacionalidades entonces y porque gran parte de los relatos que fueron generando este clima en lo literario habían transcurrido allí: el de Stevenson de Jekyll y Hyde, los de Wallace, las aventuras de Conan Doyle que a veces frisaban lo imposible, los crímenes de Jack…
"Cuerpos en el Támesis" es una de las (pocas) historietas de Dan donde la ciudad de Londres queda perfectamente identificada, además de por el Big Ben por la atmósfera de crimen que rememora al terrible destripador que cometía sus crímenes con nocturnidad y contra mujeres.
Hubo muchos relatos de folletín publicados en España que se desarrollaban en Londres. Si nos vamos a los tebeos, en Londres transcurre Los vampiros del aire, en Londres las aventuras de varias de las series policíacas de El Campeón, por Londres van y vienen Roberto Alcázar y Pedrín, y al servicio de Londres actúa El Inspector Dan. Las aventuras de Dan no funcionarían de igual modo sin esa plasmación aparentemente verosímil de las calles y canales londinenses, de sus catacumbas y casonas, sin las carreteras por las montañas aledañas o los castillos en la campiña escocesa. Es obvio que esas oscuridades urbanas no hubieran sido tan aparentes en ambientes españoles. Acaso en la Barcelona modernista, posiblemente en el Madrid imperial, pero al lector español no le hubieran resultado tan creíbles como el escenario aventurero y turbador de Londres, que ya traía consigo parejo un paquete de identificadores icónico narrativos.
Es obvio que el empuje de lo americano, con su imperiosa capacidad promocional, anegaría todos los cerebros infantiles y juveniles de los españoles durante los años sesenta y siguientes. Las calles estrechas y húmedas, las casonas de altos techos y rincones en sombras, las carreteras por la montaña y las campiñas boscosas serían poco a poco sustituidas por las avenidas flanqueadas por rascacielos, por apartamentos iluminados bajo el neón, por efusivos contrastes de luz y sombra provocados por los coches patrulla, por carreteras interminables y por los horizontes sin fin del paisaje estadounidense. Para entonces llegaría otra imagen para el género del horror, otros espacios virtuales mucho más descafeinados aunque infinitamente más promocionados.
Dan es un inspector que vive y trabaja en Londres al servicio de cierta “patrulla volante” (puede que en relación con la fascinación por la aeronáutica vivida a lo largo de los treinta y los cuarenta), aunque pronto se aclara que forma parte de los investigadores de Scotland Yard. Se trata de un hombre bien parecido y alto, siempre bien vestido, de mente lógica pero nunca flemático, y respetuoso con las leyes. Su descripción no es clara y carece de apellido, como buen héroe monolítico que es. Observamos varias facciones distintas para el personaje obra del mismo dibujante, ora con el aspecto de un joven Marlon Brando, ora con la cara de Spencer Tracy… Por fortuna el traje y el sombrero le definen.
Los distintos rostros de Dan, pendientes sin duda de los programas de cine.
Dan se muestra escéptico ante lo fantástico pero se halla por fuerza sujeto a su aparición constante, a lo cual se enfrenta con valentía y decisión. Tiene jefes, pero son funcionarios, y tiene compañeros, pero ninguno a su altura. No le flanquea un muchacho, como suele ser habitual en este tipo de series, sino la joven Stella, que es también agente, hermosa y valiente, perfecta para enamorarse pero con la que mantiene una distancia platónica muy medida y a la que besa una sola vez en toda la serie de aventuras publicadas. Luego habrá más personajes en la serie, como otros investigadores del departamento policial o jóvenes colaboradores, pero el dúo protagonista es el eje de casi todos los relatos. Tanto es así que la serie parece haberse creado sobre el molde de Rip Kirby, algo difícil ya que la serie de Raymond nació muy poco antes, en 1946. Pero lo que sí pudo ser probable fue la influencia de la serie The Spirit, estrenada en 1940 en los diarios americanos y que hacia 1942-43 ya mostraba a un Eisner admirable, por sus propuestas narrativas y el dramatis personae desarrollado, sugiriendo a lectores y autores que los espacios en la viñeta podían moldearse de acuerdo con el tiempo y además servían para enfatizar el suspense y el drama de las historietas. Hay viñetas en Dan con elementos sospechosamente parecidos a los de The Spirit y también hay personajes o detalles que nos recuerdan a los de Eisner: los villanos enguantados, las sombras proyectadas, la misma Stella… Otros influjos a tener en cuenta podrían ser los crime and horror comics de los años cuarenta americanos, que es bastante improbable que su autor pudiera hojear, pero desde luego entre los estilemas de Giner se aprecian algunos que luego observaremos en las obras de Steve Ditko o Jack Kirby, y podría pensarse que el origen pudo ser común.
¿Viñetas de Alex Raymond, de una típica historieta de monstruos de Jack Kirby o Steve Ditko, una viñeta de la serie The Spirit? No, de El inspector Dan.
Sea como fuere, tratar de localizar influencias precisas es un esfuerzo vano, porque las historietas de El Inspector Dan son productos de un tiempo muy concreto. Se trata de relatos en viñetas construidos por guionistas con más deseo por explotar la emoción del cuento policial que por narrar mediante imágenes una historieta de género negro. Nos sirve de ejemplo para explicar lo anterior la historia “El museo siniestro”, publicada entre 1947 y 1948 en Pulgarcito núms. 36 a 58 (salvo el 47). Los acontecimientos se distribuían en páginas enormemente saturadas (lejos de lo que se hacía en los suplementos de prensa americana), mediante unidades narrativas verboicónicas repartidas en la plana y anegadas con unidades textuales dentro de cada viñeta. Esta costumbre, la de ofrecer historietas de enorme número de viñetas resueltas en una sola página, fue habitual en los tebeos españoles de finales de los años cuarenta, al menos en las revistas de historietas, donde solían embutirse gran cantidad de series; así, en el tebeo también de Bruguera El Campeón se han llegado a contabilizar hasta 27 viñetas en una sola página de historietas. Este planteamiento editorial actuaba en detrimento de la eficacia narrativa, pues afectaba gravemente a la planificación (como muy bien señalaba Ludolfo Paramio en su análisis de “El museo siniestro”) [2] y forzaba a los dibujantes a buscar puntos de vista muy claros y encuadres muy precisos para cada viñeta.
En el caso de Dan, las páginas de Pulgarcito rondaban las 18 viñetas, que no eran viñetas simples sino estructuras densas, plagadas de manchas de negro, con varios personajes, mobiliario, bastante profundidad del campo a veces y, todo ello, rodeado por mucho texto explicativo. Este texto era un vertido de redundancias a menudo, o ahondaba en las emociones de los personajes más de lo necesario (herencia del lenguaje denominado “folletinesco”, tendente a explicar todo sin dejar apenas nada a la sugerencia o a la intuición del lector). La función de esas parrafadas parecía ser la de acondicionar a la lógica del mundo real el desequilibrado mundo de crimen y fantasmagoría que el lector iba paladeando a cada viñeta. Un deseo de que prevaleciera la racionalidad entre tanta sombra.
No lo lograron sus guionistas, pues las imágenes dibujadas impactaban más que los globos repletos de letras. Como muy bien indicaba Paramio, en El Inspector Dan lo fantasmal, o lo monstruoso, desafiaba en un principio a la racionalidad, pero rápidamente escapaba de ella y los protagonistas de la serie quedaban sujetos por sus hilos. Mientras que el cine proponía apariciones terroríficas que acaban sometidas por el valor de lo racional, en estas historietas era lo irracional lo que prevalecía de una forma insondable y más pendiente del expresionismo romántico europeo que del estatismo comercial americano, todo ello sobre la base de las lecturas y la cinefilia de los dos guionistas primeros de la serie.
Lo más logrado en las primeras historietas de Dan no son los personajes, como hemos aclarado antes, es precisamente la puesta en escena, la construcción de ambientes sombríos como callejones neblinosos o puertos lóbregos, o el gran cuidado en la descripción de los ámbitos naturales. Giner se muestra pulcro y meticuloso, dibuja cada detalle y se entretiene en cada línea de expresión hasta lograr el clima de tensión que exige la historia. Un ejemplo magnifico de lo antedicho lo hallamos en la segunda aventura de Dan, “Los seres infernales de Salisbury Castle” (originalmente en Pulgarcito, 13 a 35, en 1947, recuperado en Pulgarcito presenta El Inspector Dan / Vacaciones todo el año, 1948).
Esta misma aventura, acaso una de las más recordadas de la serie por su sobrecarga de elementos fantásticos, nos sirve para entender el modelo argumental utilizado por sus guionistas hasta avanzada la serie: el crimen o el peligro se manifiesta y es una mujer la que sufre una amenaza primera, incluso es capturada, golpeada o sometida; Dan interviene, y los mecanismos de la intriga y de la acción comienzan a funcionar hasta alcanzar un final feliz, en el que la policía ya ha hecho acto de presencia y en el que los villanos, por lo común, hallan la muerte.
La intensa mirada malvada de los villanos, una constante en las primeras historietas de Dan.
No hubo hasta entonces tanta agitación contenida en una historieta. “Los seres infernales de Salisbury Castle” es una historia de acción con profusión de elementos de horror, tantos que la tensión se hace insostenible si se leen una tras otra todas las páginas que en origen se sirvieron semanalmente: mujer sorprendida por el horror, en lucha contra hombres bestia, rodeados por seres tentaculados, atacada por gigantescos hombres araña, apresados por paredes que se ciernen, rodeados por completo por las llamas, acechados por todos los seres del doctor maldito, ¡amenazados por un gigantesco oleaje de barro mientras todo el castillo se hunde!… para luego volver a enfrentarse a los cascotes que se les abalanzan, a punto de morir ahogados bajo los túneles inundados, apresados de nuevo, etc., etc. Desde luego, si hemos de elegir las historietas más “emocionantes” de entre los tebeos españoles todos, una ha de ser ésta.
Muchos aficionados y coleccionistas citan con mayor deleite, sin embargo, "Satán vuelve a la tierra", historia entregada en los Pulgarcito 87 a 137 (1949-1950), aún con guión de Rafael González, que logra sumergirnos en un relato asfixiante que transcurre en los subterráneos de Londres, desde donde un villano de aspecto demoniaco amenaza a la sociedad de la superficie. No es el Satanás “real” el que vaga por el Londres underground, sino un malévolo individuo que tiene a sus órdenes sicarios horribles, los cuales pasan toda la historieta aterrorizando y atenazando a Stella mientras la policía culebrea por las catacumbas hasta lograr detener al villano. Aquí Giner demuestra que sabe recrear un escenario o, al menos, que sabe incorporar personajes a un contexto espacial muy limitado y cerrado que, según se lee, resulta creíble, habitable y terrorífico.
“La muerte, estrella de cine”, publicada en Pulgarcito 159 a 181, en 1950, es otra maravilla en la realización gráfica de Giner, ya más maduro que en las anteriores obras. Aquí los efectos argumentales siguen siendo similares: la fascinación de una mirada intensa e hipnótica, los ambientes londinenses sumidos en sombras en los que los personajes evolucionan, los golpes de efecto tras puertas, ventanas o en rincones oscuros… En esta historieta, además, sus autores rinden tributo a uno de sus referentes cada vez más visibles: el cine de horror clásico en blanco y negro. El argumento muestra como Dan y Stella tratan de resolver una serie de crímenes conectados con el mundo de la cinematografía, en concreto con el rodaje de películas de vampiros al más puro estilo de Hollywood –aunque en Londres–. Giner aún no ha dado el do de pecho, pero demuestra su gran capacidad compositiva con muestras sorprendentes de cómo dibujar una escena con profundidad de campo (un pasillo, un cuarto, un vagón de tren, un estudio de cine) en un mínimo porcentaje de la superficie de la página. También demuestra su manejo de las masas de negro en páginas oscuras como la muerte. Este mismo tratamiento de la oscuridad y de los ambientes espesos lo hallamos en “Dan contra Fu-Manchú”, historieta publicada en El Campeón (10 a 17 y 19 a 20, 1948) que intenta abordar otro de los mitos del suspense y del terror de la literatura y el cine de entre siglos.
Giner alcanza la maestría como autor en historietas como “Noche lúgubre” o “Pesadilla mortal”, donde los espacios para el horror no pueden estar mejor definidos, con villanos sádicos que habitan emplazamientos para la tortura y para el mal. Dan y Stella deambulan por pasadizos, callejones y habitáculos oscuros que Giner dibuja con tal cuidado por el detalle que al lector no le queda otra opción que introducirse en ellos, sin permitirle escapar hasta que la maldad se ha evaporado por acción de la justicia. En historietas posteriores, también de gran calidad pero con más carga aventurera que fantástica (nos referimos a “Los tres castillos gemelos”, “La torre del silencio” y “La hora de la justicia”), Giner va depurando enormemente su trazo y logra el dominio absoluto en la caracterización de los personajes, cuyo elenco ha aumentado a esta altura con los mozalbetes ayudantes del protagonista. Ya no es el mismo tono ni se alcanza el mismo nivel de horror, pero las historietas siguen ofreciendo una generosa dosis de suspense.
Tenía razón Terenci Moix en la valoración que hizo de esta serie en su libro Los “comics”. Arte para el consumo y formas pop. El Inspector Dan, sobre todo el de 1947 a 1952, es un producto significativamente distinto a todo lo publicado anteriormente en España. Excepción hecha de la necesidad que siente Moix de acercar la obra a “lo literario”, lo cual subraya un valor importante de la misma: su formulación alejada de la aventura por la aventura y generadora de un universo dramático propio: “un juego constante entre el plano real e irreal, una angustia magníficamente dosificada en la estructura de cada episodio”. Es posible, como señalaba Moix, que sus guionistas hicieran en estas cortas historietas una extensión de sus lecturas de Chandler y Hammett, como un volcado de la sensación de fatalidad que envolvió la producción literaria de estos autores, pero más bien parecía una amalgama de sensaciones y de climas lo que aquí se narró: el bagaje de lecturas de los dos González (posiblemente más Merritt que Hammett, por ejemplo) entreverado con las posibilidades para el suspense de los ciclos cinematográficos de monstruos, que eran ya conocidas en la sociedad de los años cuarenta española. Además, también hemos de señalar que aquí hay una fuerte aportación de Giner, no sólo en el seguimiento del dictado de los guionistas, sino también en la construcción de escenarios que guardan más deudas con lo visual (cinematográfico) que con lo literario.
Cuando comienza esta serie resulta atractivo para el lector el abigarramiento elegido por guionistas y dibujante. Los guionistas primeros, Rafael González y González Ledesma, no son narradores convencionales; ambos compartían el prurito de inocular un ritmo nuevo a las viñetas. Tanto en las obras humorísticas como en las de aventura, Rafael González fue un guionista que imprimía un dinamismo especial a sus personajes, los cuales desdeñan la gravedad y se retuercen a cada gesto, añaden genuflexiones a sus actos y brincan enfáticamente. Con Dan pasa algo parecido: el repeinado y enchaquetado inspector salta a la primera de cambio sobre el criminal, se revuelca con él, salta y se retuerce. Ambos dos González compartían la pasión por la lectura de novela criminal y por el cine, especialmente fascinados por el cine expresionista alemán (de Wiene, Murnau, Lang y Pabst sobre todo), los programas dobles con seriales y los nuevos estrenos de la productora Universal, cargados de sustos. Esto lo vuelcan claramente en los primeros e inolvidables episodios de Dan, generando historias en las que no dan respiro al lector, en un “más difícil todavía” que revela una obra juvenil en la que deseaban contarlo todo en su primera obra. El guión de “Los seres infernales de Salisbury Castle” es, claramente, un aglomerado de influencias: las pesquisas iniciales (A. Conan Doyle y su Holmes), el escenario con castillo heredado del gótico (M. G. Lewis y su monje), los seres de pesadilla producto de un doctor maligno (H. G. Wells y su Dr. Moreau), las mil trampas en la misión y la constante intriga (las tramas de John Buchan), etc. Igualmente hay una impregnación cinematográfica en estas viñetas.
La narratividad en Giner. Arriba, composición de viñetas en función de la acción, con contrapicados de vértigo. Abajo, planos cenitales de sorprendente detalle y efectividad.
Giner resolvía estos guiones con la frescura de un recién llegado, pues no olvidemos que Inspector Dan fue una de sus primeras obras tras algunos tanteos en Aventuras y viajes o en Pequeños libros para muchachos. Sus primeras páginas en Pulgarcito no son brillantes, pero ya con “El museo siniestro” en Pulgarcito 36 aparece a ojos del lector un autor excepcional. Con esta historieta demuestra tres cosas, que sabe componer y encajar magníficamente a los personajes en las reducidas viñetas, que es meticuloso y limpio en el acabado de cada plano y que tiene un dominio de la narrativa de acción incuestionable. Él ha declarado haber estudiado mucho a Raymond, y se le nota, pero estas viñetas denotan que Giner meditaba y reflexionaba más allá de la mera toma de soluciones gráficas ajenas, porque los juegos de luces están muy medidos, las proporciones muy compensadas, y los cambios de enfoque muy vigilados. En cuestiones estilísticas, además, resulta llamativo cómo en algunos momentos Giner recuerda al primer Jack Kirby, cómo parece que toma elementos del The Spirit de mediados de los cuarenta; pero es que, además, hay momentos en que Giner parece aventajar a otro genio de la luz y la composición: Jim Steranko, cuyas obras maestras ni siquiera habían aflorado todavía en la mente del escapista dibujante de Red Tide.
"La ciudad olvidada", historieta publicada en Pulgarcito núms. 1205 a 1218, en 1954, fue el canto de cisne de la maestría de Giner en esta serie. Aunque volvería a ella para dibujar portadas y algún episodio más, aquí encontramos un despliegue de genialidad como dibujante y como narrador que, a estas alturas, parece más influido por Milton Caniff que por los citados anteriormente (o, quizás, por Frank Robbins, ejemplo a seguir para otros autores de la serie como Macabich, y para toda una generación de dibujantes españoles). Es prodigiosa la realización gráfica de este guión sorprendente para su tiempo, en el que un loco revive dinosaurios y trasplanta cerebros de humanos a reptiles, creando seres de pesadilla en un clima de tensión constante porque Dan permanece a merced del villano a lo largo de toda la historia. Pese a este planteamiento tan desopilante, con el héroe postrado y los dragones pululando alrededor, Giner es capaz de hacer la historia tangible, su resolución ágil, y la presencia de los personajes indeleble en la memoria del lector.
La planificación constreñida. Porque debía ajustar el episodio a una plana, con lo que resultaban páginas de casi veinte viñetas de media, con lo que no podía permitirse vistas panorámicas o composiciones arriesgadas.
Un encaje supeditado al texto. Porque sus guionistas, novelistas vocacionales, deseaban escribir más de lo que la historieta exige, y en ocasiones se agolpaban globos de texto explicativos que ahogaban a los personajes, debiendo Giner recurrir a primeros planos o de detalle que pausaban el ritmo.
La presión de las entregas. Siendo Pulgarcito de cadencia semanal, la obra de Giner tuvo que resolverse vertiginosamente en ocasiones, lo cual actuaba en detrimento del resultado final.
El cambio de forma. Los trabajos de Giner se resiente levemente en los cuadernos publicados a partir de 1951. La planificación se ve forzada en algunos casos, porque los textos siguen siendo igual de farragosos y en ocasiones recurre a indicaciones para guiar al lector entre viñetas que desde luego afean el resultado final.
Giner logró dar vida a unos guiones que pasan por ser los más atractivos y escalofriantes que pudieron leerse en España entre 1930 y 1970, en los que aparecieron espectros, demonios, vampiros, licántropos, hombres reconstruidos, momias resucitadas… Aparte de los componentes definitorios del género de horror en estas historias, resulta interesante mencionar varios elementos comunes en estos relatos, que se repiten al menos hasta la mitad de los años cincuenta, para desaparecer luego barridas por los cambios de costumbres, los hábitos de consumo y, sobre todo, las reglas morales y censoras que afectaron a toda la prensa, específicamente a las publicaciones dirigidas a la infancia:
Giner dio lo mejor de sí en las historias de Dan que pudo dibujar, y con él se acabaron los fantasmas. Algunos de sus hallazgos en la composición de la página y la iluminación de las viñetas son hoy inolvidables. Recursos como disponer el punto de vista a ras de suelo, el punto de vista subjetivo con el lector encañonado, algún contrapicado que ayudaba a generar tensión o los planos cenitales inesperados y detallados hacían de su trabajo algo inimitable, imposible de seguir por otros lápices de su tiempo.
Ninguno de sus continuadores estuvo a su altura. Macabich (desde “La hora de los fantasmas”, en Pulgarcito núm. 1.133), Vivas (en “Peligro en la ciudad”, en Pulgarcito núm. 1.234) o Darnís (con “El fabricante de locura”, en Pulgarcito núm. 1.317) fueron los más cercanos a su maestría, pero ni su calidad compositiva y narrativa estuvo a su nivel ni los guiones que dibujaron llevaron elementos de horror.
Dan dejó de ser un detective de lo sobrenatural entrada la década de los cincuenta para convertirse en un justiciero al uso, de los de puñetazo presto, sobre todo en los cuadernos que Bruguera lanzó entonces para servir aventuras del inspector semanalmente. En Pulgarcito se siguieron publicando algunos guiones en los que lo sobrenatural estaba presente y la emoción de finales de los cuarenta seguía viva, pero la serie protagonizada por Dan dejó de ser fantástica y los espectros desaparecieron de sus aventuras ahuyentados por las Normas sobre la Prensa Infantil y Juvenil promulgadas el 21-I-1952 (a las que seguirían códigos cada vez más restrictivos), que establecían que ya no podrían publicarse relatos, escritos o dibujados, con “crímenes, suicidios y todos aquellos en que aparezcan entes repulsivos”, pues la salud mental de los niños estaba en juego.
Es curioso observar cómo se disfrazan y edulcoran los elementos terroríficos en estas historietas a partir de la entrada en vigor de la censura oficial. Los primeros cuadernillos de El Inspector Dan lanzados por Bruguera en 1951 ofrecen relatos en los que la acción y la violencia son constantes, pero cada villano aparentemente monstruoso siempre se halla bajo un disfraz. Pongamos ejemplos: en “Terror en el castillo”, cuaderno 6 de la colección, la fachada gótica y el plano robado del filme Dracula de Tod Browning son, eso, solamente fachadas, pues la historia carece de elementos de horror. En el núm. 15, “Llamas justicieras”, también dibujado por Giner, hay un personaje reminiscente de El hombre invisible de James Whale, pero que obviamente no lo es. En el num. 22, “La marca del diablo” aparece un tipificado monstruo de Frankenstein… en una representación teatral. En “Oro sangriento”, núm. 28, aparece una figura familiar, la del licántropo, pero Dan descubre que es un lunático fugado de un manicomio que se ha dejado barba (y orejas puntiagudas, pero esto no lo explica).
Páginas de los tres tebeos mencionados. "Terror en el castillo", arriba, y a la derecha: "Llamas justicieras" y "La marca del diablo". |
Con Franco esto no hubiera pasado, si se admite aquí esta expresión. Todos los detectives enfrentados a lo ignoto o a lo oscuro que se asomaron a los quioscos españoles durante los años cincuenta también se vieron perjudicados por esta pesada losa de la censura, que lejos de aflojar la presa recrudeció sus normas en los años sesenta, evitando también el uso desmesurado de la violencia. Los “vampiros” que aparecen en Alan Duff son puramente nominales, por ejemplo; los monstruos que encuentran Roberto Alcázar y Pedrín en sus aventuras de los cincuenta no le llegan a Svimtus ni a la suela de los zapatos, los villanos temibles de los guiones de Mora para El Capitán Trueno o para El Jabato se ocultan siempre bajo disfraces y carecen de origen fantástico por lo común.
La historia del horror en la historieta española se detuvo, pues, tras aquel cuerpo legislativo de 1952, obligando a los niños a sumirse en un placentero mundo de dicotomías en desequilibrio donde el orden natural no era jamás puesto en duda.