DESVENTURAS EN EL PÁRAMO. UNA VISIÓN PERSONAL(ISTA) DEL CÓMIC EN EL URUGUAY
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El presente texto fue originalmente redactado en 1990. Se publicó en 1997, en un fascículo distribuido por el diario La República, que, bajo el título de «Noveno Arte», pretendía ofrecer un perfil del avatar historietístico en Uruguay, desde sus orígenes (?) hasta el año de aparición del citado cuaderno. Su gestor, Gustavo Cortazzo, realizó una actualización superficial de mi artículo, para reubicarlo a fines de la última década del pasado siglo. El período temporal cubierto (1968-1997) constaba en el subtítulo.
Previa la aclaración de que en nuestro medio no ha existido jamás un estudio de jerarquía académica sobre el desarrollo y características de un cómic vernáculo (supuesto que tal exista en realidad), tomo de ese trabajo algunos datos que refieren a diferentes momentos de la historieta en nuestras latitudes.
Se hace mención, como inicio, de diversas revistas de carácter satírico (La Alborada, Caras y Caretas, El Negro Timoteo), publicadas entre 1842 y 1898. Allí se reproducían caricaturas de notorios personajes de la política o la sociedad, volcándose, paulatinamente, a la exposición secuencial de las sátiras, aunque todavía sin llegar cabalmente a lo historietístico.
Ya en los primeros años del siglo XX , los periódicos montevideanos comenzaban a incluir, esporádicamente, las primeras historietas de origen norteamericano, como «Katzenjammer Kids» («El Capitán y sus Sobrinos»), que recibió aquí tan buena acogida como en su país de origen. Entre 1926 y 1927 uno de los plásticos uruguayos más prestigiosos, Rafael Barradas, publicaba historietas mudas dirigidas a públicos infantiles en la revista De Oro. Sus trabajos merecieron el calificativo de verdaderas joyas, por la calidad del trazo del artista y su imaginativa narración gráfica.
Durante la década del treinta, Eduardo Geoffrey Foladori (que usó siempre el nom de plume Fola), creó el personaje «Don Tranquilo y Familia», tenido, en forma virtualmente unánime, como uno de los primeros exponentes a nivel local de una neta exposición de los recursos básicos de la «narración secuencial en imágenes». Este artista, nacido en 1908 en Inglaterra, arribó a nuestra tierra a los once años de edad, y fue muy poco después que comenzaron a aparecer sus trabajos en la revista Mundo Uruguayo, en la cual permaneció afincado durante décadas. Luego de una dilatada trayectoria en órganos de prensa locales y extranjeros, falleció en 1997 con su prestigio de pionero aún vigente.
Junto a él, Julio Emilio Suárez Sedraschi (Jess), nacido en 1909 en el departamento de Salto, puede, en justicia, considerarse el «otro padre» de nuestra historieta, aunque, como se anotara, la carencia de una investigación seria y sistemática del tema abre paso a muchas interrogantes en cuanto a obras precedentes del género, que bien pudieran permanecer olvidadas. En 1933 Suárez comenzó a producir lo que habría de convertirse en hito y referente de toda la labor historietística nacional: «Peloduro», que subtitulaba «Del Campito a la Olimpíada», en palmaria alusión al «deporte nacional, pasión de multitudes», que sustentaría la médula de su temática. La maestría del dibujo, cuya jerarquía iría afianzándose al ritmo del avance profesional del autor, unida al gracejo de los diálogos y a la incomparable pintura de los personajes, netamente «uruguayos», conformaban, sin duda, una verdadera obra maestra en su especie.
Corresponde agregar aquí a Emilio Cortinas (1916-1955), nativo del departamento de San José, uno de esos talentos sumergidos en ese inexplicable «olvido colectivo» que ha opacado sin justicia la gloria de tantos cultores de este género. Muy joven aún se trasladó a Montevideo; en poco tiempo sus aptitudes le granjearon un sitial preferente entre los profesionales de la época. En la década del cuarenta dio otro salto, esta vez a la vecina orilla, donde, en 1945, ayudó a fundar la legendaria Patoruzito, una revista que concentró los más destacados valores argentinos en su plantel. Cortinas realizó allí sus dos obras fundamentales: «A la conquista de Jastinapur» –una fantasía miliunanochesca, con reminiscencias de Foster y del Raymond de «Flash Gordon»– y «Vito Nervio», aventuras de un peculiar «detective criollo». Vuelto a su patria, años más tarde, por haberse granjeado la animadversión del régimen peronista, tuvo tiempo aún de producir algunas obras de aliento, antes de su prematuro fallecimiento.
Fuera de estos pilares de la narrativa gráfica, es de pensar que existieron varios exponentes, en diverso grado de calidad y/o profesionalismo, que callada e infatigablemente vertieron lo mejor de sus facultades en la labor periodística de referencia. Sin embargo, al no estimarme con las credenciales imprescindibles para abordar tal trabajo de inmersión en el complejo y poco documentado campo, dejo en este punto la introducción (que otros, más capaces o más autorizados, eventualmente se encargarán de completar) y entro de lleno al núcleo de mi artículo, enfocado sobre tópicos más cercanos a mi experiencia.
Fasano[1] hizo un gesto de complacencia. Yo me esforzaba por aparentar tranquilidad, aunque el sudor me escurría por la espalda.
«¡Me gusta la idea!» dijo él, finalmente. «Un detective negro en Nueva York, asistido por dos ayudantes blancos...». Inconsciente de mi ansiedad, manoseaba mis preciados originales al hablar. «¿Es todo creación suya?».
«Exactamente», carraspeé. «Argumento y dibujos, todo original, y no creo que haya antecedente de un personaje así en...».
No lo había, en efecto. Años más tarde, consultando la Enciclopedia del Cómic, de Maurice Horn, comprobé que era muy posible que me hubiese anticipado por cosa de unos cinco o seis meses a «la primera historieta integrada del cómic americano» («Dateline: Danger», dibujada por Aldon Mc Williams), desde luego que sin sospecharlo en el momento de su plasmación.
Estábamos en 1968 y Montevideo, Uruguay, historietísticamente hablando, era un páramo. En los periódicos aparecían restos decadentes de pasadas glorias: «Rip Kirby», «Ben Bolt» y «El Príncipe Valiente» se habían convertido en sus propios espectros, con Raymond prematuramente fallecido, Cullen Murphy más y más desinteresado y Foster ya muy en la tercera edad.
Por su parte, las revistas mexicanas de cómics sólo traían anémicas versiones de sus entrañables títulos de otrora. Aunque no era suya la culpa, sino de los efectos deletéreos causados por el Comic Code (una suerte de Código Hays sui generis) en los originales de Estados Unidos.
No mejoraba el panorama en lo vernáculo: José Rivera[2] se sumía en un retiro voluntario, luego que los originales de su obra maestra, «Ismael» (1960), le fueran aviesamente sustraídos, mientras Julio Suárez, desaparecido en 1965, era más recordado por sus incursiones en el periodismo satírico que por sus «queridas criaturas de papel».
Las nuevas generaciones ni siquiera habían oído mencionar a «El Pulga», «Peloduro» o «La Porota». Los puntales, en esa época, eran los eternos Fola y Umpiérrez[3], en actividad «desde siempre».
Pero entonces el emprendedor Fasano lanzó su primera –sonada– propuesta periodística con un nuevo formato: el tabloide en colores. Llevó su audacia al extremo de pretender dar lugar preferente a tiras de historietas de producción nacional. Pero se vivían tiempos difíciles en lo político, y las baterías de Fasano apuntaban primordialmente a esa dirección.
Tal afán crítico habría de costarles caro tanto a él como a mi malhadado debut: el dichoso periódico fue clausurado por decreto antes de que mi detective negro alcanzase la tierna edad de veinticinco días... Desde luego que ni pensaba en pronósticos tan funestos durante nuestra auspiciosa entrevista: con un poco más de veintiséis años, algunos precedentes en la narrativa (publicaba en Mundo Uruguayo[4] desde 1961) y un inmoderado gusto por el cómic de corte americano, no vacilé en comprometerme a entregar cinco tiras semanales, olvidándome de mencionar que sólo había terminado aquellas muestras –cuatro tiras en total, ya un poco amarillentas– que me sirvieran de presentación.
Cuando por fin apareció la primera publicación de «Barry Coal», me sentí complacido: la competencia no era de temer. Las historietas que completaban la página eran todas humorísticas, de línea sencilla. En verdad el medio no se encontraba propicio para la vocación de historietista «serio».
Años atrás, en 1959, se había producido un intento de editar revistas nacionales de historietas. Lo hizo cierta agencia de publicidad, aprovechando una conexión con un sindicato yanqui, lo cual le aseguraba una provisión (posiblemente pirateada) de las historietas clásicas: «Rip Kirby», «Mundos Gemelos», «As Solar», «Judd Saxon» y otras, cuando todas conservaban aún gran parte de su tradicional calidad.
Como complemento, un puñado de dibujantes nacionales hacía sus primeras armas en lo que sin duda era (igual que en mi caso) el género de sus amores. Ahí figuraban trabajos de Douglas Cairolis, discípulo incondicional del mejor Raymond, Celmar Poumé[5], que reverenciaba a Fred Harman, Oscar Abín[6], mucho más conocido en tiempos más recientes por su poderoso sentido de lo cómico, y sobre todo, el ya citado Rivera, aunque de él sólo se reditaba su primera historieta, «Patricio York», el gringo de las cuchillas, originalmente publicada en el matutino El Día.
La aventura finalizó en desastre, con el agravante de una defraudación de los exiguos fondos de la flamante empresa editorial, perpetrada por uno de sus «socios fundadores».
Ni siquiera se me dio tiempo a gestionar mi solicitud de ingreso al plantel de dibujantes, pese a que ya entonces tenía esbozado mi «Barry Coal», profanamente concebido en los márgenes de mis cuadernos de Preparatorios de Derecho.
La debacle, sin embargo, pertenecía al pasado, me dije en 1968. Ahora corrían otros tiempos, confiaba más en mi capacidad y, con el añadido del concurso de «Descubra al Criminal», organizado a mis (enfáticas) instancias en torno a la aventura inicial de «Barry Coal», la cosa no podía fracasar. Recibí incluso alguna opinión halagadora («ritmo americano, eficaz recreación de los maestros de la historieta»), que mi inexperiencia, más que mi inmodestia, deglutió encantada.
Me sentía digno sucesor de mis ídolos de la Golden Age, fresca en mi todavía la herencia de Stan Drake, Elliot Caplin y H.G.Oesterheld[7], de reciente consumo, y prolijamente trasvasados. La ilusión duró poco, empero. Ya ingresaba como dibujante de la Oficina de Prensa de la Intendencia de Montevideo (artista y todo, tenía que comer igual que el resto de los mortales); encajoné por un tiempo originales e ilusiones, y no fue hasta 1972 que lo intenté de nuevo.
Entre tanto, nuevas figuras iban abriéndose paso en el páramo.
El Día brindó las páginas de su suplemento infantil a dos de los creadores que mayor repercusión habrían de tener en nuestro panorama. Williams Gezzio, nativo de Nueva Palmira, departamento de Colonia, tomó por asalto a Montevideo, sin otras armas que su diploma de la famosa Escuela Panamericana de Arte (con sede en la vecina orilla), y una irrefrenable vocación, avalada por su raro sentido de la profesionalidad. Muy pronto se hizo conocer como uno de los más versátiles cultores del medio, tan hábil con la ilustración de época como con la historieta de dibujos infantiles. También producía chistes ilustrados, figuritas para álbumes, cubiertas de libros y cortos de animación; todo ello a un nivel bastante más elevado de lo que era común por estos lares.
En el otro extremo, y con cierta timidez, el juvenil Eduardo Barreto ubicaba sus primeros trabajos junto a los de Gezzio. Pronto consiguió superar las vacilaciones del comienzo para iniciar una brillante –y meteórica– carrera internacional. Años más tarde irrumpiría con buen éxito en las publicaciones de la Editorial Columba, de la ciudad de Buenos Aires. Después, su período en Estados Unidos: las más famosas empresas del cómic del mercado americano, Marvel y D.C., le abrieron sus puertas por turno. Hoy día, aunque tardíamente promovido a nivel local, es figura prominente en su medio de adopción profesional. Sin embargo, reside en el terruño, reclamado por la nostalgia, según alguna vez ha confesado.
Pero retomemos el hilo: decía que volví a intentarlo. Aprovechando una licencia anual, preparé una historieta del género con el que me sentía más identificado: «Dinkenstein» pretendía condensar todo el bagaje acumulado en devorar revistas de horror clásicas y rancias películas de monstruos. Ambiciosa, además, llevaba textos escritos en inglés, pues era mi cándida ilusión colocarla en Nueva York. Por esa época, como anotara más arriba, la producción yanqui había mermado sensiblemente, merced a un cúmulo de causas que se extendían desde la invasión audiovisual hasta los resabios de la moralina maccartista que, a mediados de la década del cincuenta, asestara un golpe casi mortal al género. Yo pretendía aprovecharme de las «aguas revueltas», pero evidentemente no eché la red en forma correcta. Lo único que logré fue una publicación en un magazine semiprofesional.
Pero el monstruo no había muerto: igual que su famoso paronímico, «Dinkenstein» retornaría. En 1973 lo publicó una revista argentina, Noches de Horror, aunque sólo me enteré por casualidad. Más adelante se incluyó entre una selección de mis relatos de ciencia ficción que el editor belga Bernard Goorden, un enamorado de Latinoamérica y de su narrativa, compiló en un número especial de su magazine Idées... et Autres, con circulación europea. ¡La criatura hablaba en francés!... No terminó ahí su carrera: tuvo otras apariciones, dos de ellas en suelo oriental[8]. Al fin y al cabo no le fue del todo mal, aunque debo confesar que en uno de los casos obró un cierto porcentaje de parcialidad. La revista Más Allá de la Medianoche, que albergó al ente infernal en 1985, tenía como director a quien suscribe... En fin: también somos humanos los autores.
Pero en la década del setenta mi desengaño por las historietas aumentaba; se habían operado cambios profundos en las preferencias de los públicos, y yo no veía forma de que el cómic resurgiera de su letargo. Europa había intentado el aliño erótico: «Barbarella», de principios de la década del sesenta, fue el disparador. En Estados Unidos una sensibilidad diferente no permitió sino hasta muchos años después la adopción de esos moldes. Entre tanto, añejos personajes, como Supermán o Batmán, se obstinaban en confirmar su inmortalidad, y sólo las firmas editoriales más solventes sobrevivieron al caos.
Montevideo, 1980. Emergíamos penosamente de un desdichado proceso dictatorial; y en esa época nacieron las revistas de humor que lanzarían las primeras protestas bajo la forma de sátiras ilustradas comenzando con El Dedo, que dirigía Antonio Dabezies, uno de los más dinámicos e inteligentes periodistas que hemos producido. En esas páginas, una generación de historietistas instauraría su manera de decir en la narrativa gráfica. Tabaré Gómez, Pancho Graells, Álvaro Alcuri, Fermín Hountou, Tunda, Cibils, entre varios más; todos magníficos en su género; todos, también, convincentes en sus respectivos estilos. La mayoría sigue vigente en diferentes publicaciones, pero ninguno abordó la temática de aventuras, o de suspenso, o de fantasía científica. Eso habría de llegar más adelante.
Entre tanto, yo hacía otra incursión. Había estado dedicándome con preferencia a la narrativa, y mis relatos policíacos y de ciencia ficción se vieron privilegiados con la aceptación de públicos extranjeros. Exóticamente, llegué a verme traducido al finlandés e incluso al japonés. Por otra parte, me costaba menos trabajo pergeñar (con un mínimo de decoro) un cuento de ciencia ficción o una novela de crímenes, que terminar, a mi entera satisfacción (y sin sentirme asaltado por sentimientos autodestructivos), una serie de páginas de cómic.
Pero el célebre «bichito» tiene el aguijón agudo: no podía desprenderme del todo de mi afición por los cuadritos. De manera que en 1980 –mientras los humoristas discurseaban a su modo– lancé mi propio mensaje, esta vez dirigido a públicos juveniles. Yo sentía que tenía algo distinto que ofrecerles, a fin de llenar el vacío que en mi opinión dejaran las publicaciones extintas o corrompidas. Fue el nacimiento de «Jet Gálvez», una historieta destinada a sobrevivir a las anteriores, aunque tampoco por demasiado tiempo. Seguíamos habitando un páramo, y en tal ambiente las flores duran poco.
«Barry Coal» había supuesto la transposición al medio de una serie de estereotipos exitosamente utilizados por la historieta norteamericana. «Dinkestein», más adelante, pretendió recrear los lineamientos clásicos del género de horror –desvitalizado primero por el Comic Code, desnaturalizado después por una generación de creadores prematuramente acidulada–, en beneficio de toda una pléyade de nuevos lectores que no habían tenido el privilegio de conocer el trabajo de los inmensos Bob Powell, Will Eisner, Graham Ingells, o el mismo Alberto Breccia[9] en su época de «Vito Nervio».
Ahora «Jet Gálvez» se empeñaba en ser –al menos en la optimista concepción del autor–, al par que inofensivo divertimento, compartido alegremente por creador y público, una suerte de ferviente homenaje a otros modos de pensar y de sentir, penosamente sepultados bajo la carga de dos accidentados decenios. Insté a mis jóvenes lectores a integrarse al espíritu de mi propuesta y –¡casi un milagro en el páramo nacional!–, se me respondió. Guardo gratísimas memorias de aquellos chicos que disfrutaron conmigo de las aventuras interplanetarias de mi pelirrojo héroe, solicitándome incluso, a mi sugerencia, determinados cuadritos con escenas específicas, que debí esforzarme por hacer coincidir con el desarrollo de la trama. Algunos de aquellos muchachos, supe con gran complacencia, perseveraron en la senda del arte secuencial y hoy han llegado a ocupar destacados sitiales entre la nueva hornada de hacedores de «muñequitos con alma». Eso es, justamente, lo que más me ha gratificado.
Puedo finalizar esta reseña con una nota de optimismo: hoy día el páramo parece estar convirtiéndose en un vergel, quién sabe por qué misteriosa alquimia del devenir histórico. Menudean los historietistas uruguayos y su obra es notable.
Por mi parte, finalizado el ciclo de «Jet Gálvez», y no encontrando terreno propicio para otras aventuras, me hice discretamente a un lado. En 1982 vendí Barry Coal a una editorial mexicana, pero ya como novela escrita, sin dibujos. La orilla roja, otra de mis novelas, había revivido, en 1976, la modalidad de folletín ilustrado, largo tiempo ausente de los diarios; siguió, en 1986, Umbral de las tinieblas, un compendio de todos los deliciosos escalofríos que me habían obsequiado las películas de Lugosi, Karloff, Lee y Price, ilustrado con reminiscencias de los pulps de la década del cuarenta.
Escribí relatos de ciencia ficción y de misterio para revistas extranjeras, y se me invitó a representar al Uruguay en diversas antologías internacionales. No tenía mucho tiempo para el cómic, pero en manera alguna me aparté por completo de su influencia.
En 1982, 1985 y 1986 expuse mis originales en muestras individuales. Siempre había sido de la opinión de que la historieta no pertenece al quietismo de las galerías, sino más bien a la dinámica de las prensas. No es, a mi entender, un apéndice de la plástica que se apoya en textos escritos; constituye, por el contrario, un derivado de la narrativa que usa el dibujo como lenguaje específico para relatar historias. Sin embargo, opino que resulta saludable, en ocasiones, que el público tenga oportunidad de compenetrarse con el fervor y la pasión –por no hablar del fatigoso trabajo–, que respira la obra de los historietistas. Los originales, con su formato mayor que el impreso (en la mayor parte de los casos), permiten apreciar debidamente las afanosas enmiendas, la morosidad de los detalles de segundo plano, el amor con que el pincel o la pluma circundan y definen las figuras soñadas.
Desde que a principios de la presente década[10] el precoz Roberto Poy, todavía adolescente, comenzara a destacarse como impulsor de nuevas tendencias en el (debatible) cómic vernáculo, los adeptos a su movimiento proliferaron de modo espectacular. Surgió la revista Vagón, que nucleó a los más notorios, como Daniel y Pablo Turcatti, Horacio Casinelli y Daniel González, entre otros, todos muy jóvenes y muy entusiastas. Podía, pues, abrigarse esperanzas de un futuro promisor, pese a la «crisis perpetua» en que, desde su nacimiento en 1896, viene debatiéndose el «noveno arte». Sin embargo, fuerza es admitirlo, ese cúmulo de ardor por parte de los jóvenes creadores corre riesgo de naufragar en aguas cenagosas, de no obtenerse una adecuada respuesta del público lector. Porque la historieta es, a mi modesto entender, un medio dialogal, que requiere, para subsistir, la reciprocidad del destinatario. En tal sentido se me antoja peligrosa cierta tendencia general de estos autores hacia concepciones marcadamente elitistas en los guiones y hacia criterios curiosamente repulsivos en lo visual.
Figura 9: En 1980 conseguí interesar a la revista Patatín y Patatán, una publicación destinada al público juvenil, en mi personaje «Jet Gálvez»; terminó resultando mi propuesta más durable. |
En el extremo opuesto se mueve el historietista Enrique Ardito, huésped «mayoritario» de la página de cómics del matutino que –cíclicamente– edita el mismo Fasano que encabeza estas líneas. Con sus tiras («Viviana y Yamandú», «Los recién cansados» y «Montevideo cambalache»), este autor propone una narración fluida y accesible, en relatos policíacos o de aventuras, no exentos de un humor muy a la uruguaya, donde los tics nacionales aparecen notablemente reflejados. Aunque desprovisto de las excelencias de dibujo con que engalanan su producción algunos de los «vanguardistas», quizás su estilo esté destinado a calar mejor en el sentimiento popular. El tiempo, como siempre, dictará el veredicto final.
Estimo justo no cerrar este trabajo sin referirme, aunque más no sea en forma somera, a las publicaciones dedicadas al cómic que fueron surgiendo en Montevideo, casi en eclosión súbita, en los últimos tres años de la pasada centuria. Mi fuente es el excelente artículo de Pablo Dobrinin, aparecido en Balazo número 7, precisamente una de las revistas insertas en este fenómeno, lanzada en julio de 1999 a iniciativa de unos cuantos dibujantes del medio, capitaneados por el enérgico Williams Gezzio, y hasta el momento –en la forma accidentada que impone el medio– ha alcanzado su noveno número. Otros exponentes de la inquietud local –propiciada por ciertas condiciones favorables, como las tecnologías informáticas y la instalación en plaza de comercios especializados en el género «cómic»– fueron: «El Ángel Negro» (mayo 1998), superhéroes «a la uruguaya» (con las consecuentes limitaciones y carencias); «Eikon 1-AJFA» (setiembre 1998), de impecable factura artesanal, presenta a «una psicótica que sale por las noches a hacer justicia por mano propia»; «The AftermatH» (noviembre 1998), totalmente fotocopiada, una obra juvenil y entusiasta, pero a años luz del profesionalismo; «This Kette» (noviembre 1998), en formato disquete, dedicada al cómic, las ilustraciones y los videojuegos; «Las Fantásticas Aventuras de Pescadex» (diciembre 1998), aventuras de «un pez filósofo que fuma bajo el agua , se plantea problemas de conciencia y hasta lee el Taox te-ching»; interesante enfoque humorístico, con competente dibujo; «Héroes del Asfalto» (julio 1999), gran acción en un Montevideo del futuro, acosado por constantes luchas entre narcos; semiprofesional; «¡Guacho! Historietas Tontas» (julio 1999), estilo underground tardío, experimental y desprejuiciada, transgresora hasta lo insultante, de vida efímera por su propia naturaleza; «Felino» (agosto 1999), ser antropomorfo, aunque de rasgos gatunos, se enfrenta a «monstruos extraterrestres que amenazan con devastar la Tierra»; de comienzos artesanales, se profesionalizará algo en números posteriores; «Alma Zen» (octubre 1999), publicación colectiva entre maestros y alumnos de un taller de caricaturas e historietas; «Prophecy» (noviembre 1999), semiprofesional, con alusiones a temas de satanismo y ciencias ocultas; «Montevideo, Ciudad Gris» (diciembre 1999), trata una historia que «gira en torno de una investigación policíaca motivada por la desaparición de dos pacientes del Hospital de Clínicas de Montevideo»; concebida para completarse en seis entregas.
Es obvio que se está muy por debajo de una jerarquía netamente «profesional y exportable»; pero este 4 de una ideal escala de 1 al 10, resulta preferible al 0 que normara los años precedentes.
Al filo del milenio, en octubre de 2000, se hizo un intento distinto: apoyados por una fundación, que solventó el grueso de los costos, cinco de los más sólidos profesionales del grafismo nacional adaptaron a la historieta –cada cual con su enfoque personal– las obras de otros tantos prestigiosos escritores, formándose las duplas: Eduardo Barreto / Mario Benedetti; Daniel González / Eduardo Acevedo Díaz; Fermín Hontou (Ombú) / Juan Carlos Onetti; Luis Prada (Tunda) / Enrique Estrázulas; Renzo Vayra / Horacio Quiroga. Más allá de los criterios que se puedan sustentar en cuanto a una historieta tradicionalmente accesible, y por ende construida con los medios más económicos, contra este libro, «historiet@s.uy», de tapas duras y elevado precio de venta, hay que reconocer que estamos, al menos, ante un producto de impecable factura. (Sin embargo, a mi juicio, el excesivo respeto que suscita la jerarquía de los autores escogidos, pudo haber costreñido un tanto la libertad a la hora de adaptarlos al medio secuencial. Por otro lado –con la excepción de Barreto–, en el aspecto gráfico se optó por «innovar» a ultranza, «elitizando» el resultado y distanciándolo del gusto popular).
Casi al cierre de la corrección y puesta al día de este texto, se produce la aparición de otra revista, Dogo Corbacho, aventuras de un exboxeador convertido en cronista policíaco (abril 2001). La responsabilidad y el mérito de esta creación corresponde a Rolando Salvatore, un dibujante surgido en la década del ochenta, que ha desarrollado una estimable trayectoria, pautada por su concentración al trabajo y su rigor profesional, cualidades que colocan a esta publicación suya bastante por encima de las anteriormente consignadas, dejando aparte el libro comentado en el párrafo precedente, que es preciso ubicar en una categoría diferente.
Al parecer, este apéndice –de forma similar al artículo principal– puede rematarse con una nota de optimismo.