NEKRODAMUS. EL DEMONIO QUE SE HIZO HUMANO
MANUEL BARRERO

  • Contracubierta del libro de Record, con la invitación a entrar en el horror
  • El apuesto Nekrodamus, en la última página del libro de Record
  • La princesita, amor platónico de Gor, el monstruo visible de esta historia
  • El uso del tramado mecánico es uno de los valores del Lalia inicial
  • Gor es el personaje mejor definido de los primeros episodios, en contraste con Nekro
  • El uso de viñetas circulares es una constante en la planificación de la página que hace Lalia
  • La definición y el detalle va mejorando según avanza la serie
  • Los personajes inician una nueva andadura una vez han perdido su naturaleza monstruosa
  • Todo un panteón de demonios precede a las creaciones del horror de una década después
  • Gor evoluciona hacia una humanidad tierna que lo distancia de su "amo"
  • La muerte de Gor marca la marcha de Oesterheld de la serie
  • Nekro, en solitario, se convierte en un vagabundo justiciero
  • El retrato de la monstruosidad es cada vez mejor efectuado por Lalia
  • Las viñetas, perfectamente encajadas, en contraste a como lo eran al comienzo
  • Una ambientación tenebrosa perfecta en los episodios de 1977
  • Lalia logra una careacterización de los secundarios que supera a la del protagonista
  • La documentación arquitectónica es excelente en el trabajo de ambientación de Lalia

NEKRODAMUS. EL DEMONIO QUE SE HIZO HUMANO.

Nekrodamus es una serie de historietas de horror y aventura, de producción argentina pero estrenada en Italia en 1975, claramente vinculada a la evolución del género en los años setenta[1], en la que el monstruo adopta un papel claramente protagónico en principio, implicándose la obra en la vuelta de tuerca que se imprimió al género a partir de las transformaciones sociales de los finales cincuenta y que se operaron, sobre todo, durante los sesenta.

El horror transmutado

El horror en la historieta atisbado en producciones de los años treinta y cuarenta consistía en un vertido de imágenes provenientes de la literatura denominada gótica a través de la domesticación de los pulps. Aquí, el principal impulsor del horror era no tanto el monstruo como el extraño, ese ser que podía ser humano pero de mirada intensa y amenazadora, siempre feo y, a veces, científico potencialmente peligroso para los cimientos de la sociedad tradicional. En los años cincuenta, tras caer los totalitarismos y aplacar en parte los miedos a las amenazas exóticas, la sociedad comenzó a mostrar temores al enemigo en casa, y los cómics de terror regresaron al gótico pero para rescatar a sus iconos e instalarlos en los escenarios de la modernidad. Los roles arquetípicos se mueven a partir de entonces por escenarios también tipificados tras una leve transformación: castillo oscuro = caserón sombrío, bosque tenebroso = maizal o pantano, espectro o vampiro = zombie, monstruo u hombre reconstruido = asesino psicópata.

El catalizador de todas estas representaciones del mal orientadas a producir miedo es la fealdad. En los comic books americanos de los años cuarenta y primeros cincuenta es donde más claramente se observa este rasgo. Los personajes amenazados en muchos cómics de los cuarenta y cincuenta, aparte de las obvias scream girls siempre lozanas que eran el señuelo en las portadas de pulps y muchos cómics, eran generalmente individuos jóvenes y atractivos a los que les acomete un criminal malcarado o un monstruo deforme. La deformidad cambia su procedencia pero no su apariencia. Si los miedos de los cuarenta se centraban en las representaciones de la fealdad circunscritas a lo extranjero enemigo (los nazis, los soviéticos o el peligro amarillo son monstruosos en muchos comic books), los autores de los cincuenta eligen como representante de lo grotesco al criminal, al cual se extraña pese a ser compatriota. En estos relatos se bascula constantemente con alegorías trazadas sobre la dicotomía planteada por Aristóteles y reforzada por Kant entre lo bello y lo feo, lo apolíneo y lo dionisíaco, lo que agrada y lo que desagrada, como bloques que ordenan lo real pero también lo moral.

Aquí cabe abrazar el planteamiento de la doctora Vazquez cuando aludía a los cuerpos representativos del género de terror como deformaciones alegóricas que transitan espacios míticos donde adoptan roles transgresores, sexualizados y marginados.[2] En este orden de cosas la representación de la monstruosidad en relatos o historietas de horror viene a parodiar un conflicto, a constituirse en farsa del tejido social organizado. Quizá esto nos ayude a comprender, también, por qué el género se bifurca a partir de los años setenta y ochenta, por un lado hacia la descripción de las prácticas de monstruos sociales, como los psicokillers, que acaban confluyendo en la historieta de superhéroes, y por otro lado en la mostración de la vida propia/íntima de los monstruos fantásticos, demonios y vampiros menos amenazadores para la humanidad ahora, que incluso exigen atención sobre sus necesidades, dudas y aspiraciones. El conjunto de factores y transformaciones que marcan la evolución del género es mucho más compleja de lo que puede indicar este párrafo, así que nos detendremos en la atracción de lo monstruoso que se gesta durante los sesenta para, en los setenta, generar nuevos modelos y arquetipos para el género.

Tras el periodo de contención moral puesto en marcha en las sociedades en crecimiento de posguerra en los cincuenta (EE UU, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia, también España aunque en otro contexto) en los sesenta aparecen nuevas fórmulas narrativas en el género de horror asentadas sobre la aparición de nuevos miedos, ahora concentrados ya no sobre una colectividad en peligro (la patria, la sociedad) sino sobre la individualidad amenazada (el yo). El monstruo es enfocado más en corto y adquiere presencia. Tiene parte de responsabilidad en este cambio de enfoque los medios de comunicación de masas. No sólo la historieta, que con su utilización incesante de arquetipos del horror los convierten en familiares para sus lectores, sobre todo el cine y la televisión que hallan un mercado de explotación en estos arquetipos y acaban convirtiéndolos en parodias de sí mismos y en un instrumento para el regocijo juvenil. Lo que asusta ahora no es ya el monstruo obviamente irreal (de la ciénaga, chupasangres, muerto en vida) sino el acto humano claramente real. Gran parte de la población consumidora de estos productos era la misma que accedía a los poderosos medios de difusión en los que el terror ya no proviene de espacios naturales sino de entidades humanas, el horror que emana del acto humano, sobre todo tras conocerse y popularizarse la barbarie del Holocausto durante los años sesenta, tras contemplar las primeras guerras transmitidas por estos medios (Corea, sobre todo Vietnam) y aflorar los primeros brotes de la conciencia del hombre descrito como ente destructor de sí mismo y de su mundo por ciertos grupos y tendencias (el movimiento ecologista, el hippismo, la literatura de ciencia ficción y muchas otras manifestaciones culturales del fin de la modernidad) que acaba plasmándose metafóricamente sobre todo en el cine[3].

Hay una conciencia nueva del hombre como  monstruo a finales de los sesenta, de que el monstruo anida en nosotros. De ahí que las adaptaciones de clásicos de horror a otros medios ya no sean las transposiciones del gótico, con el monstruo como personaje en segundo plano, representante del conflicto a superar. El monstruo se ha convertido en personaje dador y casi en protagónico.

La belleza del monstruo

Nekrodamus es una serie de historietas concebida en Argentina en 1975 (las dos primeras historietas fueron firmadas con este año rubricado por su dibujante) pero sin apenas vinculación con la realidad argentina puesto que iba destinada al mercado del cómic italiano, a los fumetti. Para aquel mercado y sus revistas de gran consumo, se solicitaban guiones de fácil deglución, con elementos modales y de identificación sencilla: aventura, acción y final solvente. En el caso de Nekrodamus, con alusiones a la demonología tan en boga por entonces, lo que la identifica como obra de encargo, escrita por Héctor G. Oesterheld y dibujada por Horacio Lalia, y que será la última obra de importancia que aborde el guionista antes de desparecer detenido por el poder militar argentino durante el llamado “Proceso de Reorganización Nacional” (1976-1983). La obra, en principio, parece exigir dos acercamientos analíticos, uno aplicado sobre las fórmulas narrativas y plásticas que la distinguen entre el resto de obras coetáneas y, dos, el planteamiento de las dobles lecturas que caben esperar en unos guiones gestados por Oesterheld a estas alturas de su carrera, cuando ya se sabía perseguido, amenazado, arrinconado.[4]

Esta obra de Oesterheld y Lalia es una obra de arranque muy interesante tanto por su argumento de partida como por la participación de dos carreras totalmente distintas: la del que empezaba y daba con “su” personaje fetiche (Lalia) y la del que terminaba con su trayectoria profesional y construía su último personaje sólido (Oesterheld).

Nekro, la forma abreviada por la que todo el mundo en Argentina recuerda a este personaje, es un tipo que procede directamente de la literatura del Romanticismo, que es de la que arranca la presencia del horror en la narrativa. Su creador y guionista aplica la trasformación del género en la Argentina partiendo desde los orígenes de estos miedos, y lo hace fiel a las duplas literarias clásicas: las cualidades del personaje protagónico son contrastadas con las de un acompañante de virtudes contrapuestas, al menos en apariencia. Nekro, de buena planta y apariencia, saludable y hermoso, apolíneo, tiene como contrapartida a Gor, deforme y repugnante, dionisíaco, pero que en realidad es de su misma naturaleza, pues ambos son muertos en vida, dos demonios. La única diferencia es que Gor asume su papel nigromante, goza con los muertos y matando a otros seres, mientras que Nekro es un demonio que se resiste a hacer daño a los inocentes, buscando alguna suerte de aparente redención, si bien con los culpables es imperturbablemente sanguinario.

La apariencia de Nekrodamus no es la suya en realidad, sino la de un joven noble muerto que conserva un cadáver bello. El verdadero Nekrodamus, pues, es deforme como Gor y sólo opta por otro cuerpo con el fin de dar cumplida venganza contra su asesino, un indefinido Asfertu. Si indefinido es el villano, también lo es la naturaleza del dúo protagonista. Los licántropos y demonios aparecen salidos de la nada y Gor descubre que él es un demonio por ser capaz de abatirlos, mientras que Nekro demuestra que quiere dejar de serlo porque se toma su tiempo poniendo erguidas cruces cuyo contacto quema para él. Parece importar más en el desarrollo de estos primeros guiones de Oesterheld las apariencias que los fondos. Lo corrupto y lo muerto integran el escenario de unas historietas en las que la belleza es la excepción, y a esta belleza se le otorga aprecio por encima de cualquier otra virtud, acaso porque representa la vida. Ejemplos: la princesita de rostro inmarcesible que Gor acaricia en su cripta; la asesina Mistra no es arrojada a la fosa común y es colocada junto a guerreros ilustres y grandes señores sólo en atención a su lozanía; pese a haber intentado matarle, Harma es revestida de oro por Nekro por ser “demasiado hermosa”; Nekro se enamora perdidamente de la princesita al poco de resucitarla de la muerte para ser la “novia” de Gor…

Es sorprendente este aprecio de los autores por los “derechos de nacimiento” frente a los méritos conseguidos a lo largo de la vida. Que lo apolíneo superaba a lo dionisíaco ya era una ley no escrita que imperaría en la sociedad de finales del siglo XX, pese a la ideología de sus narradores.

El narrador arrinconado.

Nekrodamus es una de las obras de Oesterheld menos reseñadas de su carrera, pese a tratarse casi de su “canto de cisne”, desarrollado en plena madurez y poco antes de ser secuestrado y asesinado por los tentáculos de la dictadura militar argentina. Esto obedece posiblemente a la fragilidad en su arranque, como obra con unos personajes poco definidos y con un eje argumental nada sólido. El contexto en el que se desarrolla la obra es forzado: en un emplazamiento escasamente definido, una Parma del Renacimiento (pero que podría pasar por cualquier población del alto medioevo si no fuese por la vestimenta de Nekro y la presencia de armas de fuego, que sitúa la acción entre los siglos XVI y XVII), en un clima opresivo gobernado por el Mal (el “viento de Satanás”, como se denomina, con un presencia insoslayable de Satán en cada historia), en el que conviven seres de pesadilla de origen incierto con otros personajes que parecen sacados de cuentos tradicionales, más cercanos a la fábula con moralina que al relato de horror. Luego, el personaje principal muestra una gran debilidad: Nekrodamus tiene un origen difuso, pues era un cadáver irreconocible en una cripta que se incorpora –supuestamente impulsado por una venganza cuyo motivo se nos oculta- y adopta otro cuerpo como quien se cambia de guantes; y ese cuerpo tampoco tiene nombre o no se usa hasta bien avanzada la serie. Nekrodamus es pura fachada, mera apariencia para poder sostener un rol protagónico, cuya construcción carece de cimientos: ¿por qué ha revivido, por qué es un demonio, por qué sigue incorruptible en el cuerpo del conde y no hizo incorruptible el suyo, por qué es capaz de resucitar a los muertos, por qué desea redimirse, por qué ayuda a los desposeídos, por qué vive con Gor?

Es precisamente Gor el personaje más consistente de la serie en su arranque, amén de que es el narrador y el depositario, quien sabe, de los intereses del guionista. Gor es aparentemente una traslación del anfitrión de las historietas de terror americanas (con no pocos puntos de concordancia con el personaje Eerie de Warren), y juega un papel importante en cada actividad que emprende Nekrodamus. Creado como un sepulturero deforme, con inclinaciones coprofílicas de intencionalidad platónica, es hijo tanto del Quasimodo de Hugo como del Sancho Panza de Cervantes. Nekro le descubre, para su sorpresa, que también es un demonio capaz de matar a dentelladas a un licántropo sin que la asunción de esta realidad cueste esfuerzo al lector. Creemos que esto obedece, de nuevo, a la fácil asimilación de fealdad con monstruosidad.

La estructura de los primeros episodios planteados por Oesterheld es fija: Gor presenta un episodio del presente o del pasado en el que Nekrodamus interviene como catalizador de un acontecimiento romántico, luctuoso o fantástico, resuelto con moralina o como una alegoría de los pecados humanos (soberbia, celos, codicia, odio…). Gor narra e interviene y Nekro hace acto de presencia y resuelve, fiel su guionista a un esquema narrativo tópico hilvanado con nexos comunes. Este dramatis personae nos remite a otras obras del guionista: recuérdese que Sherlock Time tiene similares roles protagónicos y estructura, recuérdese la evolución de Mort Cinder en episodios que conducen un anciano y un hombre joven. El modelo sirve a Oesterheld para ir hilando relatos cortos, casi parábolas a veces, sin relación unos con otros necesariamente, y que mecen al lector con un ritmo medido y sin aparente final pero con un operador común. En Sherlock Time se trazaba una parábola sobre la dictadura del tiempo, en Mort Cinder la dominación la ejercían los espacios que transitaba el viajero eterno, en Nekrodamus gobierna el mal ineludible, pues todos sus actores están malditos o muertos, …o lo estarán.

En este sentido sí que puede apreciarse Nekrodamus como una obra de madurez de su autor, en tanto que parece querer enfrentarse a miedos que él pudo entrever (la muerte, el final) ya que era sexagenario cuando la escribió. Pero no por ello presenta atisbos de ser una  obra comprometida “en cuerpo y alma con su circunstancia histórica y social”[5]. Hay, eso sí, trazas de esta implicación con el tejido social o con la militancia política del guionista: Nekrodamus ayuda a la asesina del tercer episodio (el primero firmado por Lalia en 1976) por ser “hija y nieta de esclavas”, a la vez que él deja ver que quienes merecen justicia son el herrero y la hija de molinero. En siguiente aventura adopta el papel de un médico que acude raudo a prestar ayuda a unos mineros. O sea, Oesterheld escoge a veces oficios del proletariado para representar a los débiles, pero esta parece ser la única vinculación de los guiones con la pertenencia de su autor en agrupaciones políticas. Nadie de su círculo profesional conocía la militancia de Oesterheld en Montoneros, organización guerrillera afín a la izquierda peronista que desarrolló una lucha armada entre 1970 y 1979. Oesterheld se identificó con aquel grupo más por sus trabajos para las revistas como El Descamisado,[6] pero no tanto en las otras publicaciones de historietas en las que colaboraba. Montoneros, grupo terrorista ya en lucha clandestina armada contra Perón, es perseguido desde que en 1974 es denostado por el gobierno en funciones; persecución que se intensifica desde la implantación de la dictadura militar en marzo de 1976, y un día Oesterheld desapareció. Algunos habían notado sombrío y desmejorado al guionista en los últimos meses de 1975 y los primeros de 1976, cuando redacta estos guiones de Nekrodamus. Y hasta hoy ha habido consenso en relacionar sus guiones de El Eternauta II, redactados en la clandestinidad, con la opresión política militar imperante en la Argentina e 1976, pero resulta difícil intentar hacer lo mismo con los guiones de Nekrodamus. Forzar los símiles entre el protagonista sin cuerpo propio, Nekro, o el transportador de cadáveres, Gor, con el destino que aguardaba a Oesterheld: oficialmente un desaparecido, o sea, un muerto sin cuerpo, no deja de ser una metáfora frívola y cruel.

Es más, tras un sorprendente noveno episodio en el que tanto Nekrodamus como Gor pierden sus poderes demoníacos para poder resucitar al amor platónico de Gor, Princesita (que se convierte en vestal al servicio del poder), ambos personajes pasan a ser vagamundos que van de población en población haciendo promesas de justicia y resolviendo desafueros e infamias. La serie, como serie de horror y también como obra original, pierde fuelle a partir de ahí, cuando los protagonistas abandonan su naturaleza muerta. Y termina por decaer, hasta lo ordinario, cuando Oesterheld deciden matar a Gor en el episodio décimo séptimo[7]. Eso sí, como nota original, Oesterheld ha ido describiendo una hueste de demonios implicados con los personajes (Sadom, Aligareph, etc.), una idea que precede a planteamientos similares de la posmodernidad que otros autores, como Neil Gaiman, aprovecharían mejor desde los finales ochenta y durante la década de los años noventa.

El cosechador de sombras.

Lalia aplica en estas primeras historietas, desde que comienza a dibujarlas en 1975,  lo mejor de lo aprendido durante su periodo como ayudante de Breccia: las atmósferas crudas, la aplicación de tramas para obtener grises (muy efectivos), el contraste de luces aplicado con conocimiento de la anatomía y de las leyes de la perspectiva. Ya desde el comienzo de la serie añade algo propio, algo característico de su cuño: la composición de las páginas y el encaje en cada viñeta. Lalia sigue un patrón para evitar la monotonía en la planificación, que incluye aspectos como la inclusión de una viñeta circular por página, y va modulando una narratividad visual de la página que se convertiría con el paso del tiempo en su más reconocible “marca de fábrica”. Si bien Lalia desarrolla un estilo fosco al principio, no tan sólido y personal como los de otros compatriotas, está claro que se integra a partir de esta obra en la llamada “escuela argentina”, por su capacidad para construir la página de historieta funcional, y por planificarla sabiamente alternando planos y enfoques cambiantes que agilizan la lectura.

Lalia se maneja con sabiduría en las escenas quietas pero con menor maestría en las de acción en los dos primeros años de labor en Nekrodamus. La resolución de las escenas de lucha resulta poco verosímil en algunos episodios, como momentos en desacuerdo con las escenas dialogadas. Pero su evolución técnica es ya imparable: uso de los negros objetivado, climas tenebrosos logrados con manchas de esponja, tramas o guache, personajes a cada episodio más definidos. Cuando lleva una decena de entregas, el dibujo de Lalia ha dado un salto de gigante y muestra un detalle, una profundidad y una densidad en las viñetas sorprendente si se compara con los primeros episodios. Y, sobre todo, sorprende el encuadre, muy estudiado, muy bien iluminado, muy bien documentados todos sus elementos antes de su ejecución. El personaje que sale mas beneficiado de esta evolución es Gor, paradójicamente, no Nekro, pues el monstruoso sepulturero va perfilando un carácter más creíble y verosímil que el de su noble amo; Gor es el que se hace más “humano” y también más asequible por el lector.

A partir del episodio 18º, cuando Lalia, en 1977, ya esta trabajando sobre guiones de Trillo, Saccomano y otros, sigue manteniendo el rígido esquema usado desde el inicio en la planificación (variaciones con tiras de 3, 2 y 1 viñetas, con una de ellas circular gran parte de las veces) pero va depurando su trazo y encaje, y sobre todo va limpiando su entintado. Ahora que no se detiene en el deforme Gor, pues Nekro camina en solitario, se aplica sobre el agraciado protagonista y, sobre todo, se aplica en los fondos, sobre los personajes secundarios y por dotar de una iluminación cada vez más abierta y precisa, digna del maestro De la Fuente. Su amor por el detalle y la documentación desemboca en una descripción magnífica de aquella época indefinida que precedió a la Ilustración, retrata perfectamente a sus gentes, tanto nobles como desdentados, y reconstruye sus arquitecturas que no pasan desapercibidas ante un ojo entrenado. Su labor, en los últimos episodios de 1977, que son los que mostraba este volumen de Record, marcaba ya altas cotas en lo referido a ambientación y caracterización de fondo, aunque Nekro sigue siendo un personaje poco definido, paradójicamente.

Lo más destacable del “laburo” de Lalia en Nekrodamus es su evolución desde un dibujante apegado al estilo heredado de su maestro Breccia, que trabajaba con gran profesionalidad ya en el arranque de las primeras historietas de la serie, hasta alcanzar una madurez que lo colocan a la altura de los grandes dibujantes de lo que se ha dado en llamar “Escuela Argentina de la Historieta”, como Solano, Altuna, Giménez, Alcatena y otros, con quienes comparte más de un estilema. En posteriores trabajos suyos, Lalia deja ver que a él no le interesa dibujar la casquería o lo morboso del terror sino el interior del monstruo, y para ello se preocupa por recrear un escenario verosímil, para lograr el ambiente, el clima.[8] Lalia se ha declarado lector impenitente de los grandes maestros literarios del género, destacando sobre todos a Poe y a Lovecraft, a los cuales ha adaptado en varias ocasiones siempre pendiente de la reconstrucción de los espacios para el miedo en los que se condensa la carnadura del monstruo. En sus historietas, el horror adquiere un cuerpo sólido que ha servido, a sus guionistas, para mostrar a un monstruo más cercano a nosotros, que casi es nosotros.

Nekrodamus es, en su arranque, una serie que se inicia sin brillantez estructural pero con ideas germinales muy sugestivas. Sirvió a su dibujante para medrar como autor y convertirse en uno de los mejores intérpretes del horror en la historieta argentina. Sirvió a su guionista para apuntar, sobre todo a través de sus primeros personajes, la transformación del género hacia un horror más pendiente de la naturaleza del monstruo que del arquetipo gótico. Oesterheld y Lalia modelaron una nueva reflexión sobre la maldad usando cadáveres, contribuyendo a destapar así la “farsa social” de los vivos tanto en la realidad cercana como en los modelos transformados de la ficción terrorífica que eclosionaría una década más tarde.

 



[1] Se precisa que la presente reseña se ciñe al volumen de Record que recopila la primera serie de Nekrodamus, la escrita por Oesterheld, y en su ausencia por Trillo, Saccomano y De los Santos hasta 1978, no las etapas posteriores escritas por Ray Collins y por Walter Slavich, que fueron dibujadas también por Lalia, pero ya en los ochenta y los noventa respectivamente y claramente diferentes en sus planteamientos a ésta.
[2] Vazquez, Laura (2003): “La representación de la otredad: lenguaje y género en el cómic de terror argentino”, en El terror en el cómic, Comunicación social. Ediciones y publicaciones: Sevilla, p. 219. Disponible su lectura en línea.
[3] Los hitos cinematográficos del género entre 1968 y 1976 (tras La noche de los muertos vivientes, a la que se alude como la última del periodo de la Guerra Fría) son cintas como La semilla del diablo, La matanza de Texas, El exorcista, Carrie, La profecía, etc., en las que el demonio era el origen del mal pero el ser humano era su manifestación y promotor del miedo.
[4] En la entrevista concedida por Horacio Lalia a Tebeosfera, este dibujante recordaba a Oesterheld  escribiendo estos guiones “en su rinconcito” en la editorial.
5] Cáceres, Germán (1988): Charlando con Superman, Fraterna: Buenos Aires, p. 72
[6] Vid. Von Sprecher, R.H. (2006): “Héctor Germán Oesterheld. De El Eternauta a Montoneros”, Tebeosfera, 2ª, 1. Disponible en línea
[7] Con algunos deslices graves posteriores, como una prolepsis en la que se ve a Nekrodamus de adolescente recibiendo enseñanzas del alquimista Marrat y con la apariencia –y las vestimentas- del Nekro actual, cuando el original Nekrodamus fue un individuo que tomó el cuerpo de éste tras su muerte.
[8] Esto mismo subraya Pablo de Santis en el prólogo al libro de historietas La mano del muerto y otras historias de horror (Colihue: Buenos Aires, 2001, p. 7), donde hace patente que la obra de este dibujante siempre está al servicio de un guión para así brindar al lector una narración más eficaz.
TEBEOAFINES
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Creación de la ficha (2009): Manuel Barrero
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
Manuel Barrero (2009): "Nekrodamus. El demonio que se hizo humano", en Tebeosfera, segunda época , 5 (30-XII-2009). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 17/V/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/nekrodamus._el_demonio_que_se_hizo_humano.html