Al observar los dibujos de François Matton, uno puede verse atrapado por esa sensación de falsa ligereza, de cierto distanciamiento que no es tal. Quizá su elegancia no sea más que fachada, un escudo ante todo lo que asusta: el amor, la soledad, la muerte, la miseria, cuya presencia, sin embargo, está garantizada en cada una de las 324 viñetas que forman Tengo todo el tiempo del mundo.
Los textos, inseparables de sus viñetas, parecen propulsados por un movimiento interior. Movimiento difícil de clasificar pues no pertenece a ninguna categoría psicológica concreta. Movimiento que impulsa el lenguaje y que da vida al ritmo de la frase. Estados de conciencia tan fulgurantes como banales. Movimientos que constituyen pequeñas acciones dramáticas sin tener que pasar por personajes nombrados o por un tiempo cronológico definido. Puede que ésta sea la fascinación que produce la travesía del libro, esa relación con el tiempo de un pasajero que cambia constantemente de identidad.