JG- Coincidiendo con el bicentenario de la Revolución
Francesa, Pellejero y tú elaboráis, para Ikusager, una pieza
fantástica en la que la protagonista, tras fracasar en impedir el
asesinato de Marat, decide asesinar a los historiadores para cambiar
“la Historia”. ¿Cómo surgió esta historia que, en lo gráfico y en el
título, rinde homenaje a uno de los grandes clásicos de la revista
TBO?
JZ-
Era, como siempre,
un encargo. A mí se me ocurrió hacer algo “ligero”, y por eso
introduje el clásico tema del profesor loco que inventa una máquina
del tiempo que no funciona del todo bien. El tema responde a una
fantasía muy habitual: el deseo de modificar el pasado. Al final hay
“una vuelta de tuerca”, necesaria ya que se trata de un relato muy
breve. No hay que olvidar a los clásicos.
JG- Más adelante empiezas a colaborar, de manera
accidental (nunca, ay, mejor dicho) en la revista CO&CO, con
trabajos para María Alcobre y Enrique Jiménez Corominas, ¿qué
recuerdas de aquella experiencia?
JZ-
Yo estaba viviendo
en Toulouse. El director de la revista, Héctor Chimirri, era un gran
amigo mío. Falleció hace pocos años... ha sido una pérdida muy
grande. Héctor me pedía constantemente colaboraciones. En CO&CO
he publicado artículos, cuentos, cómics... todo porque Chimirri
insistía en pedirme colaboraciones y hacerme trabajar. María Alcobre
tenía previsto realizar una serie de historias cortas con Carlos
Sampayo. Creo que llegaron a hacer una.
JG- Sí, sobre el mundo del bolero.
JZ-
En ese momento
Carlos se enfermó, y Chimirri me pidió que hiciera, para María, un
guión que se desarrollara en Nueva York. La historia se tituló
“Santera”.
La sección de cómics de la revista la llevaba otro
amigo, Laureano Domínguez, que yo conocía de su época en Norma. Fue
Laureano quien me presentó a Quique Corominas, con quien tengo
relación de amistad hasta hoy. De hecho Helena, su compañera, es una
de las más fieles asistentes al taller que tengo todos los jueves en
mi casa.
Quique era muy joven, todavía vivía en Valladolid...
Era evidente que se trataba de un chaval muy talentoso, con grandes
influencias de ciertos autores norteamericanos. Hablamos, como
siempre que colaboro con alguien, sobre lo que le gustaría dibujar.
Fueron surgiendo diversos universos posibles, y acabamos por elegir
el del circo. Hicimos cuatro o cinco historias, no recuerdo bien.
Creo que no todas llegaron a publicarse. Algunas de esas historias
me gustaron tanto que luego, cosa rara en mí, las he “recuperado” y
he escrito cuentos con ellas.
JG- A comienzos de los años noventa, os ponéis en
contacto Bernard Olivié y tú, y de esa relación surge Hamérikka,
lo que nos da pié, además de comentar la obra, a retomar tu relación
con Kafka, aquel “hermano” tuyo que vivía en Praga.
JZ-
Creo que nos
conocimos a finales de los ochenta. Luego yo fui a vivir a su
ciudad, Toulouse, y el contacto se hizo más estrecho. Bernard había
hecho Bellas Artes, quería ser pintor, y también jugaba con la idea
de hacer un cómic. Fruto de ese encuentro surgió Hamérikka,
libro del que no hay todavía versión en castellano. Es una historia
llena de homenajes literarios: a Kafka, naturalmente, pero mucho más
todavía al libro Con otra piel, de Dylan Thomas, editado en
España por Mondadori.
JG- Además, como ha contado Pepe Gálvez, colaboraste
con Patrick Clément en (A Suivre) y adaptaste, junto a Emile
Bravo, relatos de Charles Dickens para la revista Fripounet.
Como estos trabajos son absolutamente desconocidos en España, me
gustaría que te extendieras un poco sobre el particular.
JZ-
Patrick Clément
era de Toulouse, y lo conocí a través de la misma persona que me
presentó a Bernard Olivié: Patrick Goulesque. Goulesque es un
dibujante de cómics infantiles que trabaja desde hace muchísimos
años en revistas francesas. Siempre fue un gran conocedor del cómic
español, y gran admirador de Rubén Pellejero.
Con Clément hicimos varias historias cortas que eran,
en realidad, capítulos de una historia larga. Quedó inconclusa, como
tantos otros proyectos afectados por el “trabajo” del director de
(A Suivre). No puedo explicar por qué ocurrió de esa manera, ya
que nunca tuve una explicación. Creo que incluso llegaron a pagarnos
una historia que nunca fue publicada...
En cuanto a Émile Bravo: es francés, pero su familia
proviene de la zona de Valencia. Su trabajo se inscribe en la
tradición de la “línea clara”. Trabaja mucho en la prensa infantil y
juvenil, y publica sus álbumes en Dargaud.
Tuve la suerte de conocerlo gracias a la gestión de
Didier Pasamonik, la primera persona que, en el mundo francófono,
creyó realmente en el trabajo que realizábamos Rubén Pellejero y yo.
Didier y su hermano Daniel tenían en Bruselas una pequeña editorial
llamada Magic Strip. Allí publicamos por primera vez un álbum de
Dieter Lumpen. Con el correr de los años, Pasamonik transitó por
distintos proyectos editoriales más o menos fallidos. Un día, yo ya
vivía en Francia, me contactó para que trabajara en Fripounet,
publicación semanal que ya no existe pero que a lo largo de
varias décadas fue muy importante en la prensa católica francesa. No
se vendía en los quioscos; era sólo para abonados.
Allí hice esa adaptación de un cuento de Dickens, en
veinticuatro páginas, con Bravo. Y también con Rubén hicimos una
adaptación del libreto de La flauta mágica, en veinticuatro
páginas. Luego lo hemos publicado en Cavall Fort, y en el
suplemento infantil de un periódico de Mallorca. Ahora,
precisamente, es muy posible que la adaptación de la ópera salga en
álbum en Francia, acompañado de dos discos compactos con la música.
JG- Coincidiendo con los fastos del Quinto
Centenario, Pedro Tabernero te encarga tres “crónicas” relativas al
Descubrimiento donde colaboras con sendos dibujantes superlativos:
Pellejero, Mattotti y el gran Carlos Nine. ¿Qué supuso para ti
confrontarte a un material en el que Alejo Carpentier veía el inicio
de la literatura americana? ¿No tienen algo que ver con la idea que
animaría después El Silencio de Malka: el choque de
imaginarios, el de los españoles y ese “otro mundo” indígena que
aquellos no aciertan a describir?
JZ-
La verdad
seguramente es bastante más prosaica. Para mí era... un trabajo. De
hecho, escribí los guiones sin saber que uno lo dibujaría Mattotti y
el otro Carlos Nine. Me enteré después. El de Rubén no, lo hice para
él. Cuando digo que fue “un trabajo” quiero decir que para mí lo más
importante era hacerlo bien, cumplir con los plazos y cobrar. No
hice consideraciones de otro orden. Naturalmente, me vi empujado a
leer una serie de documentos que, sin el encargo, seguramente nunca
habría leído. No le veo esa relación con lo de Malka, ya que
las ganas de hacer esa historia sobre los judíos en Argentina venía
de mucho antes...
JG- Me refiero al conflicto entre dos imaginarios
bien distintos: en el caso de Malka, el de los emigrantes
judíos y los antiguos pobladores; en el caso de los trabajos de que
hablamos, el de los conquistadores cristianos y los indígenas.
Carpentier, que era un gran lector de crónicas, vio en el intento de
los conquistadores de asimilar esa nueva realidad el inicio de la
literatura latinoamericana.
En los relatos que hiciste para el Quinto Centenario
el juego con la figura del “narrador” es esencial. En el de
Pellejero, el más denso en cuanto a cantidad de prosa, convocas los
extremos que anuda todo relato: narrador (que pide en todo momento
“ser creído”) y oyente. Existe, además, un juego muy interesante con
los grabados, a modo de “espejo” de la realidad que se está
contando. ¿Qué recuerdas de este trabajo?
JZ-
Me habían
encargado el libro sobre Cabotto, y empecé a leer documentación. Al
buscar para ese libro... encontré una edición de las auténticas
memorias de Hans Staden, que incluía grabados. Staden era un
mercenario alemán que fue secuestrado por los indígenas Tupí, de
Brasil, en la zona de Ubatuba, no muy lejos de la actual Sao Paulo.
Vivió con ellos más de dos años, siempre a la espera de que lo
mataran y se lo comieran. Pero tuvo la suerte de que finalmente lo
liberaran. Entonces, al regresar a Europa, publicó sus memorias, que
se transformaron de facto en el primer documento “etnográfico” sobre
la vida de los indígenas. Hizo acompañar su testimonio con unos
grabados.
Era un material estupendo, y me parecía una lástima
no utilizarlo. Hablé con Tabernero y aceptó. De manera que escribí
un guión en el que contaba cómo Staden, al regresar a Alemania,
narraba oralmente sus memorias a una persona que luego se encargaría
de escribir el libro. Con Rubén decidimos utilizar también los
grabados, de manera un tanto estilizada. Eso nos evitaba tener que
mostrar, por ejemplo, escenas de “carnicería”: lo hacíamos
indirectamente, mostrando los grabados, y ganábamos en
distanciamiento.
He visto un cómic, hecho por un autor brasileño, a
partir del mismo libro de Staden. Y también se ha hecho una
película. También Juan José Saer ha usado buena parte de ese
material en su libro El entenado. Y es que resulta muy
difícil no sentirse atraído por semejante documento...
Luego, claro, tuve que hacer el de Cabotto. Como
ambos estaban destinados a la misma colección, quise hacer algo muy
diferente. Los enigmas acerca de la vida de Cabotto me “dictaron” la
manera de abordar esa obra.
JG- La colaboración con Mattotti, que sabemos
accidental, es muy borgiana en su planteamiento; también allí el
narrador o, mejor dicho, la veracidad de lo narrado y sus
convenciones son puestas en tela de juicio en un relato construido
sobre el silencio.
JZ-
Claro, por lo que
te acabo de decir. Cabotto fue nada menos que el Piloto Mayor del
Reino de Castilla; el hombre que, en una época, guardaba secretos de
estado de valor incalculable (nada menos que “la forma del mundo”,
las vías de navegación...) Ciertas fuentes afirman que fue el
primero en dibujar un mapamundi. Y, de ese tipo tan poderoso... se
ignora casi todo. ¡Hasta se le atribuyen varios apellidos
diferentes...!
Como tenía que narrar su viaje al Río de La Plata
(donde levantó el primer asentamiento español, muy cerca de la
actual ciudad de Rosario, sobre el río Paraná) pensé que no podía
obviar lo relativo a los enigmas de su biografía, de sus ambiciones
y motivaciones. Entonces se me ocurrió el paralelismo entre la tarea
del viajero que avanza por zonas desconocidas, y la tarea del
biógrafo y narrador que debe avanzar en la oscuridad del pasado. El
cartógrafo quería plasmar sobre el papel “una versión” de aquellos
territorios. Yo, el narrador, tenía que plasmar una versión de lo
que fue su vida y su aventura. En realidad... nada es completamente
verdad. Todas son... versiones. Se muestra, de esa manera, que la
escritura de un relato tiene mucho de “viaje a lo desconocido” y de
cartografía imaginaria.
El guión original no tenía dibujante conocido. Luego,
cuando Mattotti fue contratado y eligió ese guión... hablamos un
rato y yo volví a escribir la historia. Su aporte gráfico iba a
enriquecer tanto el trabajo que se podían sacrificar sin temor
algunos elementos anecdóticos.
Debemos decir que ese libro, como casi todos los de
la misma colección, pasó virtualmente desapercibido. Incluso en
Francia, Albin Michel hizo una pequeña edición que no tuvo gran
trascendencia. Ahora, diez años más tarde, Casterman ha reeditado la
obra, con el único añadido de un prólogo mío y unos bocetos de
Mattotti. Y está recibiendo, al fin, una gran acogida por parte de
la crítica especializada y también del público.
JG- La composición de página, al contrario de la de
Pellejero, es muy rígida, contrastando con un dibujo poético y
expresionista. ¿Cómo estaba concebida, desde el guión, esa
composición? Háblanos, de paso, de tu sistema de trabajo y, si no
tienes inconveniente, creo que tanto los lectores como yo mismo te
agradeceríamos ejemplos concretos.
JZ-
La planificación
estaba hecha como las hago siempre. Es decir: un trabajo muy
estructurado, y buscando la manera de sacar el mayor partido posible
de las características del dibujante. Yo no escribo “en abstracto”.
Voy imaginando el trabajo que puede hacer el dibujante para quien
escribo. Es como si en mi cabeza fueran apareciendo “sus” imágenes,
antes de que estén dibujadas. De más está decir que después en
muchos casos me sorprendo porque sale algo que yo no había previsto.
Pero no importa: a mí el sistema me sirve.
Mis guiones están siempre escritos de la misma
manera.
Son, en realidad, muy similares a los guiones
técnicos de una filmación.
En lo técnico, mi punto de partida es imaginar un
espacio en el que se desarrollan las acciones. Meto allí una cámara
y empiezo a buscar los planos más convenientes para conseguir el
objetivo narrativo. Voy describiendo, entonces, plano a plano,
viñeta a viñeta, lo que debemos mostrar. Así, el dibujante comparte
mi punto de vista y ambos podemos narrar la misma historia, desde el
mismo planteamiento, con el mismo tono. No siempre se consigue,
claro, pero al menos hay que intentarlo.
Puesto que en el tipo de cómic que yo realizo
(álbumes) la “unidad narrativa” es la página, yo concibo cada página
como si fuese “una frase”. Determino el número de viñetas que tendrá
la página (la puntuación del relato, para entendernos), y el tamaño
de esas viñetas (la “valoración” o adjetivación gráfica de cada
imagen), así como su distribución sobre el papel.
Para ello, entrego al dibujante el guión escrito,
acompañado de un pequeño gráfico de cada página. Naturalmente, luego
el dibujante puede modificar mi planteamiento, si encuentra un modo
de mejorarlo o de adaptarlo a sus necesidades plásticas.
La verdad es que hago ese planteamiento tanto para el
dibujante como para mí. Lo hago para, yo mismo, poder visualizar
mejor y encadenar más fácilmente en mi cabeza las imágenes que voy
describiendo. Esa manera de trabajar también me permite, desde el
guión, ir imprimiendo un “ritmo” de planos.
Es muy importante tener presente que en un cómic las
imágenes aisladas no importan gran cosa. En sí misma una imagen no
vale mucho. Lo que importa siempre es “la relación” entre imágenes.
Importa el efecto que producen en esa relación sucesiva. En ese
relacionarse se va creando un ritmo de planos generales, cortos,
medios, etc. que no puede estar desarrollado de cualquier manera,
sin criterio ni intencionalidad. Ahí, en ese correcto encadenamiento
de planos, se está jugando el noventa por ciento de la legibilidad.
En definitiva, para mí escribir un guión es eso:
trabajar con mucho cuidado todo aquello que luego será leído
inconscientemente por el ojo, y que hará efecto profundo en el
lector. Siempre digo que un guión tiene mucho de “partitura”. El
“armado” de una página, su estructura, es tan importante como la
estructura de una frase en un texto. Cualquier cosa que aparezca en
una página de cómic: texto, dibujo, color, espacios en blanco,
globos, onomatopeyas, etc. etc. tiene valor de signo. El ojo del
lector siempre le va a atribuir, a esos signos, algún sentido
relativo a la historia.
JG- Por último, en el de Carlos Nine, recurres al
género fantástico en el hecho de que el narrador sea un objeto cuya
presencia es patente apenas hacia el final del relato (lo que pone
en entredicho la veracidad de parte de lo narrado) ¿Qué recuerdas de
esta historia?
JZ-
Al leer la
documentación para ese libro, me llamó mucho la atención la figura
de esa mujer a la que llamaron «la adelantada de los mares del sur».
Y que no era sino la viuda de un adelantado que murió durante la
expedición a las islas Salomon. Yo me dije: una viuda seguramente
iba vestida de negro. ¿Dónde habría encontrado un vestido negro...?
Necesariamente, lo tenía que haber llevado, como parte de su
equipaje... por las dudas. ¡Por las dudas se le muriera el marido!
Eso me gustó. En fin... fantasías que uno se hace mientras lee
viejos documentos.
Cuando fui a relatar la aventura de esos personajes,
comprendí que era necesario introducir una voz narradora. Ya había
hecho lo de Staden, en primera persona; ya había hecho lo de Cabotto,
en tercera. Como deseaba que tuviera una entonación, un matiz, me
inventé un narrador que fuera parte de la historia: el vestido
negro.
Era un desafío, porque hay toda una introducción
anterior a la existencia del vestido, y luego sobre el final del
libro al vestido lo queman por viejo e inútil.
Pero la literatura es tan rica y generosa que permite
ese tipo de piruetas. La capacidad de “diálogo” y de “acuerdo” entre
el narrador y el lector es extraordinariamente amplia. Se trata de
algo que hace pensar a... una continuación, en formato adulto, de lo
que hacen los niños cuando juegan. Se establecen normas, se fijan
pautas de verosimilitud, y a partir de allí... todo vale. Yo soy
astronauta; tú eres león; llego en mi nave espacial a una sabana
Africana... etc. etc.
El narrador y el lector, al igual que los niños
cuando juegan, hacen “como si” fuera verdad. Y, una vez que las
reglas del juego han sido establecidas... en el interior de ese
“espacio literario” (Maurice Blanchot) puede ocurrir de todo.
Lo único importante es no traicionar lo acordado; no
romper el “pacto” que uno firma de entrada con el lector.
JG- La labor de Nine aparece muy despojada en lo
gráfico con respecto a otros trabajos suyos, ¿a qué fue debido?
JZ-
Yo juraría que a
las prisas. Tuvo muy poco tiempo para hacer ese libro. Y, si bien la
obra puede haberse resentido en algún pasaje, debemos agradecer que
haya sido hecha como está, porque nos ha permitido acceder a una
faceta del trabajo de Nine como acuarelista que no es fácil ver
todos los días.
JG- En paralelo, se publican sucesivamente tus libros
Informes para Mertov (1991) y Mertov (1993). En
Mertov hay un fuerte componente alegórico y un gran cuidado por
la “forma” y el artificio. Además, la atmósfera de tus relatos es
desoladora: un personaje que repite día tras día el mismo discurso
para un público inexistente, un penado cuya condena le obliga a
escribir un diario... El final es siempre abierto (me he dado
cuenta, en el curso de esta entrevista, de que usas con profusión
los puntos suspensivos) y la prosa es muy “económica”.
Indudablemente, ese universo kafkiano es tuyo, pero ¿lo sientes como
algo propio? ¿No escribías, un poco, a la contra de ti mismo?
JZ-
Cronológicamente el primer libro que escribí fue
Mertov, compuesto de nueve cuentos. En realidad, lo escribí...
“sin darme cuenta”. En el año 1982, por sugerencia de Carlos Sampayo,
y llevado en gran medida por su propio traslado, dejé Sitges y vine
a Barcelona. Al principio incluso viví en una habitación del
apartamento que Carlos había alquilado en la calle Balmes. Para mi
cumpleaños Carlos me regaló una pluma Parker. Y una compañera del
Instituto Italiano de Cultura, donde yo había empezado a estudiar la
lengua italiana, me regaló un cuadernito muy bello. Esos regalos,
hechos por personas que no se conocían entre sí, parecían estar
gritándome un mensaje común: ¡escribe! Así que me puse a escribir
una suerte de diario.
Ten
en cuenta que, en esa época, me sentía completamente
“desestructurado”, “desintegrado”. Hecho polvo, vamos. Tuve la
intuición de que una escritura íntima podía serme útil, saludable,
capaz de darme “un lugar”, un “centro”, un granito de arena en torno
al cual empezar a enquistarme y hacer crecer “una existencia”.
Cuando llené las páginas de ese cuaderno verde busqué otros, del
mismo color. Para entonces ya había empezado a ir todos los días a
la Biblioteca de Cataluña. En esas magníficas salas de piedra, del
antiguo hospital, me sentaba, con calefacción gratis, y escribía mis
cuadernos. Los fui llenando con mis “reflexiones”, por llamarlo de
alguna manera. Era un cajón de sastre, pero la mayoría de las
“entradas” se referían a “la imposibilidad de escribir”, al
“bloqueo” creativo. Era un trabajo que podríamos denominar de
“introspección neurótica”. Una obsesión. Tenía “reglas” muy
precisas: no se podía tachar ni borrar nada; no se podían dejar
espacios en blanco; no se podía dar a leer a nadie; etc.
En
la biblioteca no sólo escribía, claro. Observaba mucho la fauna que
pululaba por allí. Me hice amigo de uno de los vigilantes de sala,
un tipo muy simpático con el que tomaba el café todas las tardes.
También leía mucho, en plan intuitivo y autodidacta: un libro me
enviaba a otro. Escribía en el cuaderno los análisis de aquello que
leía, y por lo general esa escritura me abría dudas y deseos de leer
otra cosa... Puesto que el tema dominante de mis cuadernos era “lo
narrable”, “la imposibilidad de escribir”, el “no tener nada que
decir”, me orienté casi naturalmente hacia los franceses. Mallarmé,
el nouveau roman, Blanchot, Marthe Robert, y naturalmente a
todos los estructuralistas, en especial Barthes.
En
el tiempo, esto coincide con la realización de mis primeros cómics,
mis primeros libros para niños, la adaptación de Ulises 31,
todas esas cosas de las que hemos hablado antes. Es decir que para
mí, desde mi percepción... nada de eso que hacía, y con lo cual me
ganaba la vida, significaba “escribir”. Tampoco llenar páginas del
cuaderno significa “escribir”.
Escribir, entonces, era sobre todo “lo que quedaba pendiente”.
Quedaba pendiente... lo que yo suponía la única actividad “dadora de
sentido”.
Así
que... como “no escribía”, en el año 1985, muy frustrado, devolví
las llaves del apartamento que había alquilado, metí mis pocas
pertenencias en un guardamuebles, y salí a buscar “un lugar” donde
la vida y la escritura fueran posibles. Anduve por Galicia, por las
Alpujarras de Granada, en Portugal, y varios meses en Brasil. Estos
movimientos eran financiados con el dinero que había ganado con lo
que “no escribía”: el Ulises, y los guiones que enviaba para
Rubén y para Tha.
Al
cabo de un año con este tipo de vida acabé regresando
definitivamente a Barcelona. Alquilé un apartamento, me instalé, y
lo primero que hice fue abrir la caja donde había guardado los
cuadernos de años anteriores y unas carpetas con papeles escritos a
máquina. Me dediqué a releerlos, y con sorpresa “descubrí” que allí,
en esa caja, estaban los cuentos que luego formaron el libro
Mertov. El libro ya había sido escrito, pero yo... “no lo había
visto”. Sobre todo, no había comprendido que esos textos formaban
parte de un universo común. Cuando “me di cuenta”, con sólo dos o
tres retoques todo quedó solucionado. El libro... “se me desveló”.
Pude comprobar que, en algunos casos, yo había empezado a escribir
una reflexión cualquiera sobre la imposibilidad de escribir, y de
pronto el tono cambiaba y se transformaba en el texto de un
cuento... que luego continuaba en papeles ya escritos a máquina y
con formato casi definitivo. Como si de pronto hubiera descubierto
“la instancia metafórica” (que no alegórica; considero que no son
textos para nada alegóricos) de lo que estaba sintiendo y plasmando
en esa escritura íntima. De pronto había una especie de “paso al
costado”, y aquello tan obsesivo y neurótico encontraba el camino
hacia la forma literaria. Algo muy parecido a la escritura poética,
por cierto.
De
manera que el libro Mertov está hecho “de lo que pude”
escribir. Y, como resulta fácil derivar de lo que acabo de contar...
es profundamente “autobiográfico”. No en lo anecdótico, claro. Cada
palabra allí escrita es el triunfo de una parte mía que quería
expresarse sobre otra parte mía que no podía hacerlo. Por eso, como
bien has observado, la prosa es tan “económica”. Cada palabra ha
sido pesada mil veces y ha tenido que atravesar mil obstáculos hasta
llegar al papel.
De
modo que no sé si, como tú sugieres, yo escribía “contra” mí mismo.
Tal vez es más justo decir que escribía “pese” a mí mismo. Pero, de
lo que no hay duda, es de que escribía “desde” mí mismo. Al menos
desde una parte mía, con la que yo estaba en esa época muy
identificado. Una parte mía que sólo percibía un abismo insondable
en el espacio que hay entre “las palabras” y “las cosas”. Una parte
mía que, dicho de otro modo, vivía inmersa en “la falta de sentido”.
Yo era, de hecho, un exilado político. Pero para mí ese exilio
también era una anécdota circunstancial que sólo venía a instalarse
sobre otro exilio más antiguo y profundo: el que me había
“expatriado” del sentido. Lo que algunos psicoterapeutas llaman
“déficit óntico”: una escasísima “conciencia de ser”.
En cualquier caso, yo sí era perfectamente conciente
de que había una larga tradición literaria que me acogía, en la que
me podía inscribir y encontrar “padres” e incluso abuelos. Ya había
leído a Cervantes, a Flaubert, a Beckett, a Kafka, a Joyce, a
Borges, a Macedonio Fernández, a Felisberto Hernández, a Pessoa, a
Valery... Fueron los años en que empezaba a leer a Edmond Jabès...
Mi
situación en cuanto escritor, entonces, podía ser calificada de
cualquier cosa, excepto de ingenua. Además, cuando leía los ensayos
de L’ère du soupçon, de Nathalie Sarraute, la mía no era una
lectura “académica”: allí encontraba perfectamente expresado mi
sentimiento respecto a las posibilidades del lenguaje. No sé... es
difícil de explicar... Ten en cuenta que yo nunca quise escribir
porque me sintiera un “contador de historias”. Desde el principio,
ya en la escuela primaria, quise escribir porque me pareció que
eso... “me permitiría existir”. Mi buen amigo Paco Ignacio Taibo II,
que tiene un “metabolismo literario” exactamente opuesto al mío,
siempre me toma el pelo, llamándome “escritor metafísico”. Yo le
respondo, invariablemente, con una sonrisa y un silencio. Un
silencio... metafísico.
JG- Por aquel entonces, te marchas a vivir a Francia,
y aquí es difícil no entrar en lo personal, ¿cuál fue tu
experiencia? ¿Cómo afectó a tu oficio de escritor de historietas?
JZ-
La verdad es que en el año 1989 me marché a Francia,
a Toulouse, con la intención de permanecer allí sólo dos meses. Como
creo haberte explicado, habíamos dejado de trabajar con Norma y era
preciso estudiar francés para hablar directamente a los editores. Yo
había cumplido el requisito “existencial” que me retenía en
Barcelona: escribir un libro. Que al fin fueron dos, Mertov e
Informes para Mertov. Y tenía firmados los contratos de
edición de esos libros con Mario Muchnik. Así que me inscribí para
hacer un curso intensivo en la Aliance Française de Toulouse, donde
vivía mi dibujante P. Clément y también mi traductor de entonces. A
la semana de estar en Toulouse conocí a Anne-Marie, nos enamoramos,
y acabé quedándome allí unos... cuatro años.
Vivir en Francia fue muy importante para mí, ya que arrastraba esa
ilusión, esa fantasía, desde muy pequeño. Toulouse no es París,
claro, pero Anne-Maríe provenía de la capital y visité bastante y en
profundidad la ciudad de La Maga. Lo más importante, seguramente,
fue poder desmitificar un poco las cosas: Francia, los franceses, la
cultura francesa... Siempre es sano tocar la realidad y relacionarse
con las cosas como son, en vez de hacerlo con las cosas tal como las
imaginamos.
Profesionalmente la experiencia de vivir en Francia, por ese mismo
espesor de realidad que tuvo, fue a un mismo tiempo frustrante y
enriquecedora. Me mostró que si bien soy un autor que tiene en
Francia a sus editores y lectores... no soy un “autor francés”. Y me
mostró que no serlo... no es algo necesariamente “malo”, más bien al
contrario.
Podríamos resumirlo diciendo que aprender la lengua francesa fue muy
importante; pero tanto o más importante fue darme cuenta de que la
estaba aprendiendo para que, ante ellos, se expresara “el argentino”
que en el fondo soy. De hecho, fue tan grande el esfuerzo por
empaparme de la lengua francesa, que cuando debía hablar en
castellano... volvía a hacerlo “en argentino”. Desde entonces me
cuesta muchísimo hablar el castellano de España. O hablo en francés,
o hablo en argentino. Y hace poco, al hacer el guión de Pampa,
para Carlos Nine, hasta he vuelto a escribir, tímidamente, en
argentino.
También debo decir que, con la vida en Francia, en lo
profesional mis cosas no cambiaron mucho; porque si bien hice un
movimiento de aproximación a los franceses, interiormente no estaba
viviendo una etapa “expansiva”. Muchos cambios, que evidentemente
están ligados a mi experiencia de aquel tiempo en Francia, sólo se
han plasmado ahora, muchos años después, viviendo en Barcelona.
Atribuyo eso a un radical cambio en mi actitud, a mi relación con la
escritura en general y con la escritura de guiones en particular.
JG- Más adelante, colaboras en dos revistas claves de
los noventa como fueron Top Comics y Viñetas,
desaparecidas casi al unísono. Para la primera, retomáis a Dieter
Lumpen (aunque ese guión debe datar, al menos, del año 1989) en una
nueva aventura. Me atrevo a sugerir que el modelo fue Las 1001
Noches: alguien que, a las puertas de la muerte, se dedica a
contar historias. Es una de tus narraciones más sofisticadas y toda
una reflexión sobre el oficio de narrar, pero además, como dijiste,
la muerte está constantemente presente (¡Si aparecen hasta las
Parcas!). Háblanos de este libro estupendo.
JZ-
El precio de
Caronte,
último libro de Dieter Lumpen, salió de la propia situación que
atravesábamos, Rubén Pellejero y yo, en la profesión. Habíamos
cerrado la colaboración con Norma. Casterman recibía fuertes
presiones de Norma para que no trabajara con nosotros sin su
intermediación... El panorama no era nada claro. Es decir: no
sabíamos si Dieter Lumpen, la serie, podría sobrevivir. El personaje
estaba literalmente “entre la vida y la muerte”. Y eso me dio el
tema para el libro: todo el álbum, el más largo del personaje,
ocurre en unos pocos segundos, mientras Dieter Lumpen está muriendo,
ahogado, en un canal de Venecia. Es lo que técnicamente se llama
“una visión de ahogado”. Según cuentan algunos sobrevivientes, en
esos momentos se produce un estado de conciencia muy singular. Una
especie de “concentración del tiempo” que permite vivir, en
fracciones de segundo, gran número de experiencias en las que se
mezclan pasado, presente y futuro.
La
idea tenía mucho de guiño a Carlos Sampayo, quien en una oportunidad
se había caído realmente a un canal de Venecia. Lo “pescaron”, como
a Lumpen, y también como a Dieter lo llevaron a una pizzería para
que recobrara un poco de calor. Pusieron su abrigo en el horno de
las pizzas (como le ocurre a Lumpen), y nunca más pudo quitarle el
olor a orégano.
Desde el titulo, entonces, todo está referido a la muerte: Caronte,
las parcas, Lilith... El libro es un juego de cajas chinas, como
debe ser una historia que tiene por escenario Venecia, origen de
Marco Polo.
El modelo no fue Las 1001 noches, ya que en el
libro no se trata de evitar la muerte. Dieter, en nuestro álbum,
tiene que contarle historias al barquero que lo llevará “al otro
lado”, y así pagar de alguna manera ese auto-stop. El can Cerbero,
compañero del barquero Caronte, es el perrito Pluto de Disney, y el
río Estigia es el territorio de los USA.
En
cambio aciertas plenamente al calificarlo de “sofisticado”. Hoy
considero que hacerlo así fue un gran error. Ahora comprendo que no
tiene ningún sentido hacer un trabajo tan sofisticado en una serie
popular como era Dieter Lumpen. El público habitual de la serie no
buscaba ese género de cosas.
Lamentablemente, a ese error mío se le añadió que la
aparición del libro coincidiera con una malísima gestión editorial
en Casterman: lo publicaron en tapa dura, con un aspecto que no se
parecía en nada a los libros anteriores de Dieter Lumpen.
Posiblemente nos equivocamos también con la imagen de la portada,
que no remitía, como lo había hecho antes, a paisajes exóticos y
viajes. Los lectores no supieron identificarlo, y no lo compraron.
Creo que es el libro de Dieter Lumpen que menos ejemplares ha
vendido. En la última página el personaje sonríe, vuelve a la vida,
pero siguiendo la lógica de los acontecimientos, en la realidad ese
libro significó la muerte de la serie. Hasta hoy. Confieso que me
dolió mucho, sobre todo porque desde el punto de vista gráfico, es
el mejor de los cinco álbumes. Para mí, sigue siendo de lo mejor que
ha hecho Rubén a lo largo de su carrera.
JG- En paralelo, para Viñetas elaboras El
silencio de Malka, otro de tus trabajos más hermosos. La idea
seminal parte, según creo, del choque entre el imaginario judío y el
criollo. Presumes de ser un guionista sin ideas, pero creo que, en
este caso, la idea fue por delante del encargo.
JZ-
Antes que nada una aclaración, que puede sernos útil
para varios fines: lo de la escasez de ideas no es presunción. ¡Ya
me gustaría a mí tener muchas ideas todo el tiempo! Es, simplemente,
una realidad que, sin duda, ha tenido una gran influencia en mi
formación. Piensa que, al no tener muchas ideas pero sí la necesidad
de escribir, he tenido que aproximarme a lo literario desde otros
lugares, con otras estrategias. Todo el trabajo del taller que
realizo los jueves en casa está basado, precisamente, en el
desarrollo teórico y práctico de esa aproximación a lo narrativo que
no es “desde las ideas”. Digo que, a mi modesto entender, la
literatura no se hace a partir de ideas porque una idea es algo ya
“formalizado”, algo que podemos explicar con palabras. Una idea es,
ya, un objeto de lenguaje. Y a mí me parece que el trabajo literario
proviene de instancias prelinguísticas, que buscan precisamente una
articulación, una formalización, y que por eso acaban convertidas en
texto. Las llamadas “ideas” (es decir, eso ya articulado en
palabras) muchas veces pueden representar, al contrario, un
obstáculo para la creación literaria. Porque una historia no es “lo
que pasa”, no es “el argumento”. Una historia es la forma que adopta
esa búsqueda de expresión. En fin... podríamos hablar horas de estos
asuntos. He intentado escribir al respecto en la revista Dentro
de la Viñeta, a través de algunos artículos, pero por falta de
tiempo no he podido llegar a un desarrollo como el que había
previsto. Tal vez algún día encuentre el momento de hacerlo.
El
silencio de Malka,
que tu acabas de mencionar, puede servirnos precisamente de ejemplo
para explicar algo de lo que estoy diciendo. Ese libro no surge de
una “idea”. Todo nace de lo que podríamos llamar una intuición, una
“visión”, una imagen, algo que en principio no tiene articulación
verbal, no es “comunicable”. Un día, mientras mi mente estaba
pensando en no recuerdo qué, o tal vez leyendo algo, “veo” que el
imaginario mítico religioso de una población es como una nube. Algo
intangible que sobrevuela el paisaje. Y, al mismo tiempo, veo
sobrevolar sobre el territorio de la pampa argentina algo así como
dos nubes. Una de esas nubes es “el imaginario mítico / religioso”
de los criollos. La otra nube es “el imaginario mítico / religioso”
de los judíos que han llegado desde Rusia a principios del siglo XX.
Una de las nubes se ha ido formando sobre el terreno, con las
aportaciones indígenas y las posteriores cristianas. La otra “ha
llegado en barco”. Puesto que tienen densidades y temperaturas
diferentes, el encuentro de ambas nubes tiene que producir,
necesariamente, algo parecido a una tormenta, un “conflicto
cósmico”. Es a partir de esa “visión” que empiezo a buscar una
metáfora capaz de permitirme la formalización de lo que ha sido un
simple estado de conciencia: llámalo fantasía, llámalo sueño... Poco
a poco le voy poniendo nombre a cada cosa, y voy tratando de
“encarnar” en personajes históricos los elementos que están
implícitos en esas dos nubes, en ese conflicto que en principio es
completamente inmaterial y, podríamos decir, imaginario. Esa visión
de dos nubes era una forma no verbal de lo que yo sentía respecto a
un aspecto de la Argentina. Durante seis o siete años leí mucho
sobre la inmigración judía a la Argentina, recordé elementos de mi
infancia, testimonios de mis abuelos... Poco a poco las piezas
fueron encajando en lo que podríamos llamar “la idea”. Entonces, al
fin, escribí “la idea”, el argumento de una historia. Allí ya no se
hablaba de nubes ni nada por el estilo: todo era anécdota,
relaciones entre personajes, conflictos... Luego vino la tarea de
encontrar dibujante. Ya he dicho que durante mucho tiempo pensaba
que a ese trabajo debía hacerlo un dibujante argentino. Pero cuando
le conté a Rubén “la idea”, me dijo que deseaba hacerla libro. Sólo
en ese momento, entonces, escribí el guión: sabiendo ya para quién
lo hacía, e incluso sabiendo que lo estaba haciendo para publicar
mensualmente en la revista Corto Maltese italiana e,
hipotéticamente, en (A Suivre) de Francia.
O
sea que la historia de la que estamos hablando, El silencio de
Malka, es fruto de aquella visión, de lecturas y recuerdos, del
trabajo de Rubén, de la existencia de un editor, de la cantidad de
páginas que en aquellos tiempos podía tener un álbum... Todo eso, y
otras cosas que olvido o ignoro, han determinado que la historia sea
como es, que tenga esa forma y no otra. La “idea”, como vemos, es un
elemento más, y no necesariamente el primero ni el más importante.
Y, para terminar de responder a tu pregunta: la visión fue anterior
al encargo, la idea también, pero “la historia” (en el formato que
finalmente ha adoptado) fue posterior al encargo. En realidad, fue
el encargo quien la determinó tal como acabó siendo. Entiendo aquí
por “encargo” las características del dibujante que la realizaría,
el tipo de trabajo gráfico que propuso, el número de páginas, la
necesidad de dividir el relato en capítulos... Nada de eso estaba en
mi visión, ni siquiera en mi idea. Puesto que estamos hablando de un
cómic, queda por supuesto mencionar toda la aportación posterior al
guión, que viene de la mano del dibujante y sin las cuales la
historia tampoco sería lo que es.
JG- A mediados de los 1990, con la industria casi
desarbolada, la revista El Ojo Clínico recogió una pieza tuya
muy poética con la argentina Mariana Chiesa, ¿qué recuerdas de ello?
JZ-
Era un guión
breve, que yo había escrito tiempo antes pensando que sería el
primero de una serie dedicada al erotismo. El proyecto había nacido
de una conversación con mi amigo Edmond Baudoin. Siempre que nos
vemos decimos que nos gustaría hacer una historia juntos, y ese fue
un intento. No funcionó. Cuando lo tuvo en sus manos, Edmond no
“sintió” que pudiera dibujarlo. En realidad él no es dibujante que
pueda trabajar a partir de un guión. Escribe sus historias, hace
adaptaciones... Para hacer algo con él tendríamos que encontrarnos y
crear las páginas juntos, un poco como hice El rumor de la
escarcha, con Mattotti. Es un tipo de trabajo en el que no hay
guión previo. Todo se va haciendo sobre la marcha. Es hacer, en
cómic, algo comparable a la prosa poética en literatura no dibujada.
Creo que Mariana supo apropiarse de ese guión que no
fue pensado para ella, y llevarlo a su terreno expresionista. Yo se
lo había pasado mucho tiempo antes y... resultó una bonita sorpresa
verlo publicado. Está claro que es un género de trabajo imposible de
hacer con aspiraciones “profesionales”. Es, podríamos decir, la
variante experimental, exclusivamente artística de los tebeos.
JG- Además, en Idiota y Diminuto colaboras con
la gran Laura en un trabajo corto pero muy sugerente (recuerdo que
era, prácticamente, la “crónica de una ausencia anunciada”, incluso
la mayoría de los planos sugerían esa “ausencia”), ¿cómo surgió la
idea de trabajar con ella?
JZ-
Laura y yo nos
conocemos desde mis comienzos en el cómic. Solemos encontrarnos en
salones. En uno de esos encuentros comentamos lo de hacer algo. Fue
hace muchísimo tiempo...
[
la continuación de esta entrevista se ofrecerá en una futura edición
de Tebeosfera ]
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