A los Gatopatos...
El
punto de partida.
En Octubre de
1980 la revista Camp de l'Arpa
publicó un número doble (comprendía los números 79 y 80)
titulado genéricamente “La Literatura Dibujada”. Este hecho
no revestiría más importancia sino fuera porque en sus páginas se
recogió el que sin duda alguna podemos considerar como el primer
manifiesto artístico del cómic español, el poco conocido El
actual comic de vanguardia en España, trascripción fiel
de un coloquio sostenido por cuatro de los autores españoles de
historieta más relevantes en aquel momento, a saber: Eric Sió,
Carlos Giménez, Fernando Fernández y Josep Maria Beà (mención
aparte merece Javier Coma, moderador del evento). En dicha
publicación se presentó al público un diálogo abierto que aún hoy
con el transcurso de los años no ha perdido vigencia alguna: el
escaso valor de la industria del tebeo en España; el
comportamiento artesanal de los autores españoles sin pretensiones
alguna por trascender a través de la obra bien hecha; el nulo peso
del tebeo en el ámbito de la cultura nacional... Estas no son más
que una pequeña muestra de las muchas y variadas inquietudes
surgidas a lo largo de la conversación pero poca importancia
tendrían las mismas sino les hubiera animado una voluntad
manifiesta de renovación, de arte consecuente y sacrificado con su
ideario, enfrentada necesariamente, como todo movimiento rompedor
que se precie, con un pasado caduco. Y tanto es así que hemos de
entender este pequeño ideario dicho en voz alta como el punto de
inflexión que impulsó el definitivo (aunque fuera breve) despegue
del cómic adulto en España.
Ya no estamos
hablando de un momentáneo arrebato artístico que queda en agua de
borrajas ni tampoco tratamos un postulado aislado. Para empezar
estos cuatro autores ofrecieron y ofrecen como constante en su
obra (salvo altibajos aislados) una voz absolutamente personal por
encima del mero gusto comercial; y además tampoco han estado solos
en esta intensa labor de reforma. Autores coetáneos como Luis
García, Adolfo Usero, Hernández Cava... entre otros, podrían haber
suscrito perfectamente sus palabras. ¿Podríamos decir entonces que
nos encontrábamos ante el nacimiento literario de la primera
generación de nuestra historieta conscientes de ser artistas? A
boca llena sí. Tomemos si no la manida clasificación de Petersen:
la diferencia de edad no puede sobrepasar los 15 años (sí);
formación intelectual semejante (es evidente);
relaciones personales (este es un buen ejemplo);
"Acontecimiento generacional" (en el prefacio a este coloquio
Javier Coma apunta un buen número de razones); rasgos comunes
de estilo, opuestos a la generación anterior (ya hemos
señalado la voluntad estética que los anima). Como podemos ver
todas y cada una de las características expuestas se ajustan como
un guante, todas menos una (excluida por esa misma razón del
balance anterior) la presencia de un "jefe" o guía.
Si bien es cierto que la presencia de éste nos esta
vedada ya que ninguno impuso su criterio al de otro (aunque si
tuviera que escoger a uno, este sería sin duda Carlos Giménez. Más
tarde veremos por qué), en este caso concreto sí podríamos
considerar como determinante otro tipo de figura igual de
relevante y comprometida o quizás más. Hablamos de la del
exponente máximo de los rasgos aquí anunciados o si se prefiere
del sujeto que mejor y más plenamente resume los mismos a lo largo
de su vida y obra: Josep Maria Beà.
La vida.
Para proseguir nos resultará indispensable saber con
detalle de quien hablamos, conocer en que situación vital y
artística se encontraba en esos momentos.
Beà siempre ha sido un prematuro y si el lector
moderno hojea el primer tomo de Los Profesionales de Carlos
Giménez sabrá el motivo. Allí un tímido niño de 14 años “José
María Abé”, inicia su periplo en las “Creaciones Ilustradas”
(Selecciones Ilustradas) del célebre “Filstrup” (Toutain). Con 14
años, ahí queda eso. Desde entonces Beà compaginará durante cinco
años su formación académica (se formará en la Escuela de Artes y
Oficios Artísticos de Barcelona) junto a, y nunca mejor dicho, una
profesión que le agrada: la de historietista. Y eso es un
problema. No porque no pudiera abarcar tanta actividad. Que va.
Una de las principales cualidades de Beà es la de ser un hombre
orquesta. ¿Entonces? Simplemente Beà fue también prematuro a la
hora de reconocer los males de la historieta española.
Como muchos otros, había sentido el amor
desinteresado por el medio: las aventuras de sus héroes iban a
misa y era cuestión de vida o muerte que las dibujara de mayor.
Así, es lógico que Beà al entrar de cabeza en el mundillo sintiera
crecer en su interior ese cúmulo de fantasías infantiles que
cualquiera a quien le gusten los tebeos ha debido de sentir
también alguna vez. Lastima que se fueran derrumbando poco a poco.
Pronto el “romanticismo” de poder dibujar a tus héroes favoritos
quedó sepultado por una tonelada de historietas repetitivas
destinadas al mercado extranjero y que requerían de un constante y
metódico esfuerzo para el cumplimiento estricto de las fechas de
entrega. El resultado final será el de un joven Beà aburrido como
una ostra, un mal este que se irá acrecentando con el paso de los
años.
A medida que Beà se fuera formando en otras
disciplinas artísticas, a medida que fuera surgiendo en él la
necesidad innata de encontrar respuestas a los dramas cotidianos,
Beà encontraría la historieta cada vez más insuficiente.
Resultado: En 1967, con 23 años, viajará a París para estudiar en
la Escuela Superior de Bellas Artes y en la Academie Julian. Se
sumirá así en el mundo de la pintura convirtiéndose esta etapa
según sus propias palabras en la época más creativa de su vida y
dónde más yo se sintió vestido con un traje militar del ejército
republicano y retratando a turistas por la calle. Beà se entregó
al arte por el simple hecho de que la historieta no cumplió con
sus expectativas, un sentimiento éste de “derrotista” en relación
a los tebeos que en breve habría de cambiar de raíz.
Quizás porque el conocimiento íntimo de la pintura
no le dejara satisfecho del todo, quizás porque volviera a sentir
la llamada del oficio (ambas no dejan de ser simples hipótesis sin
contrastar), Beà volverá a la historieta en 1970 cuando es
reclamado por el editor Luis Gasca para completar junto a otros
grandes profesionales como Esteban Maroto o Eric Sió la plantilla
de la revista Drácula. Pero no será este un retorno a
cualquier precio. Tras estos años de paréntesis sin viñetas, Beà
volverá a la carga con las ideas bien claras de lo que quiere y
puede hacer.
Su amor a la historieta ha renacido de tal forma que
aún sin haber dudado nunca de su validez como medio de
comunicación ahora volverá a creer en sus posibilidades como medio
artístico sintiendo por ende la necesidad de expresar sus
sentimientos y pensamientos a través del mismo. Pero esta vez Beà
conoce perfectamente las reglas del juego. En una industria
totalmente plegada a los gustos e intereses de su público lector
presentar una voz personal que primara por lo estético antes que
por lo narrativo, era inviable. Y saberlo era su principal ventaja
(no en vano, era una industria que conocía desde su más tierna
infancia). Si quería encontrar dentro del panorama de la
historieta un espacio propio tendría que hacerse hueco y para
lograr este objetivo debía hacerse con un sector del público.
¿Cómo lograrlo?
A lo largo de prácticamente una década Beà someterá
su historieta a un lento y arduo proceso de personalización
paulatina. Primero en Drácula plantará las mimbres
necesarias: adaptación total a una temática popular como era el
terror alentado por la lectura de clásicos como Poe, Lovercraft,
Stroker, etc; un dibujo académico apoyado en una narración de
corte clásico... Algo más que una correcta producción que
facilitará su inclusión (a través de Selecciones Ilustradas) en la
nómina de la Warren norteamericana. Beà ha metido la cabeza dentro
de la boca del lobo pero no debe sorprendernos que sepa
amaestrarlo a su antojo.
A los pocos meses de su llegada (tras haber
ilustrado guiones de autores tan ilustres como Doug Moench, Jan S.
Stranad o el maestro Archie Goodwin) Beà decide dar un paso
adelante proponiendo la ilustración de un guión propio al editor
James Warren. Esto que puede parecernos hoy en día algo corriente,
no lo era en absoluto para la época y menos aún en la meca
industrial por excelencia de aquellos momentos donde primaba ante
todo el trabajo en cadena: guionista, dibujante, entintador,
colorista, rotulista... y así. Y Beà se propone romper el eslabón.
Finalmente, la calidad del guión convence a Warren y así Beà
publicará “The Picture of Death”. Una historia corriente de terror
decimonónico que sin embargo encierra numerosas referencias al
Bosco, a la escuela flamenca de Bosch, al Retrato de Dorian
Gray de Wilde... Podría pensarse que para un público habituado
al zombi come sesos de turno quizás iba a ser un trabajo demasiado
“denso”. Todo lo contrario. A la semana de su publicación el
despacho de Warren recibe cartas de lectores felicitando al autor.
Un premio menor si tenemos en cuenta que con el tiempo este
pequeño logro daría inicio a la etapa más importante de la
historieta española contemporánea.
El siguiente golpe de efecto fue casi inmediato. Beà
romperá ahora con los tópicos y moldes de la mass media
norteamericana de una forma contundente: eliminará los nombres
anglosajones de sus personajes, situará a los mismos en Cataluña y
hasta le enfundará a todo un icono popular como el Creepy una
señora barretina. Así nace “The acurssed flower”, adaptación fiel
de la leyenda catalana, y el resultado no pudo ser mejor. En 1972
obtendrá el premio otorgado por la Editorial Warren al mejor
guionista del año, algo que teniendo en cuenta la calidad de los
nombres anteriormente apuntados es más que loable.
Tras un tiempo de maduración, el próximo objetivo
sería el de la serie propia en el que a través de una continuidad
encauzar el caudal de ideas que desde un primer momento inundan su
obra. Así, en 1976 ideará para Vampus los Cuentos de
Peter Hypnos. Se constituyen los mismos de nuevo como una
nueva reformulación de distintas tradiciones literarias (la Alicia
de Carroll), pictóricas (Isidore Grandville) e historietísticas
(el Little Nemo de McCay) a través de una perspectiva
estética común que a partir de ahora se convertirá en el eje sobre
el que oscilará su obra: el surrealismo. Dos serán los elementos
principalmente desarrollados. En primer lugar, un sentido del
humor socarrón, sarcástico, cercano a la mofa y al donaire. Y en
segundo, la exploración del inconsciente, quizás el tema central
de su propia poética. Quizás no fuera el éxito de público el
esperado, pero el camino hacia delante seguía despejado y ya
quedaba poco para llegar a la meta final.
La última parada en este largo trayecto (o más bien
trayectoria) la constituiría la publicación en 1979 y en el seno
de la revista 1984, de Historias de taberna galáctica,
su obra más laureada y popular. Quizás auspiciado por el escaso
éxito de la fórmula decimonónica, Beà dará ahora rienda suelta a
su mundo de fantasía, a su indagación interior, a través del ancho
caudal de la ciencia ficción. Pero una ciencia ficción ahora más
que nunca tomada como pretexto con el que dar cuerpo y forma a sus
distintas inquietudes. Tanto es así que ahora nos encontraremos
con una obra de cuentos breves inserta en la más profunda
tradición del cuento oral del medio oriente en la que distintos
narradores recogerán paulatinamente el relevo: según lo que quiera
contar, un cuentacuentos nuevo. A este fin se subordina el estilo
de las historias, aquel tan bien asimilado por Beà a su paso por
la Warren: el ritmo, la forma de estructurar la historia, los
tipos de personaje... De este modo surge un interesante conjunto
de híbridos a medias entre el tebeo de ficción propios de las
revistas de cómics, y la visión personal de un autor irreverente.
Una combinación que dada la calidad resultante del producto no es
de extrañar que encumbrara a Beà hasta el pedestal que él se
merecía más que nadie y que le supuso meterse al gran público
mayoritario en el bolsillo. Ahora sólo era necesario un giro de
tuerca...
De vuelta al
punto de partida: un inciso necesario.
Extraído de
El actual comic de vanguardia en España:
«BEÀ.-
Yo quisiera prescindir de si sería un hecho favorable la creación
de series largas, pero veo inconcebible seguir una serie cuando
pueden introducirse en la existencia del autor vivencias que lo
alteran todo al cabo del tiempo.
COMA.-
Una serie tuya como la de La taberna galáctica puede durar
mucho tiempo reflejando problemas actuales de cada momento, y una
serie de Sió como Mara, aún, por desgracia, sigue teniendo
vigencia política.
SIÓ.-
Creo que a lo que apunta Coma es que si nosotros, sin dejar de
apartarnos de lo que nos interesa, halláramos el modo de encauzar
nuestro trabajo en una serie, esto podría ayudar a la difusión.
BEÀ.-
Pues yo empiezo a tener ganas de cerrar las puertas de La
taberna y me da esperanza el que pueda volver a tener ganas de
abrirlas más tarde; lo que no puedo hacer es estar condicionado a
una serie.»
La obra.
La trayectoria artística de Beà en el momento justo
de pronunciar estas palabras se encontraba en un auténtico punto
de inflexión debido al fulgurante éxito de la Taberna galáctica
(para hacernos a la idea incluso se planteó la posibilidad de un
proyecto televisivo). En un mercado tan mercantilizado como el de
la historieta, Beà se había convertido en una gallina de los
huevos de oro y todo el mundo querría su parte con las
subsiguientes presiones: del editor, Toutain, deseaba lógicamente
que la serie nacida en el seno de su revista durase el máximo de
tiempo posible; de los lectores, ávidos por devorar todo el
material tabernario que pudiera caer en sus manos; de sus
compañeros generacionales, a quienes podría defraudar si caía en
la “tentación” de condicionar su trayectoria; de sí mismo, pues
podría romper una trayectoria hasta ese momento intachable en la
que siempre, como hemos visto, había procurado la progresiva
personalización de su trabajo en vías de un arte de sentimientos
auténticos.
Así que, ¿cómo lograría conciliar todo este conjunto
de dispares perspectivas?
Si tomamos las palabras del epígrafe anterior
podríamos observar como ya Beà había esbozado parte de la
solución. La clave era la renovación del concepto de serie, el
modelo editorial sobre el que se sustentaba buena parte de la
industria europea de la época. A través del escaparate que suponía
las revistas de moda, el editor presentaba el trabajo de diversos
autores. Si estos tenían un relativo éxito (ya no decir ninguno)
la serie acababa ahí sus días. En cambio, si sonreía la suerte el
siguiente paso era el tomo recopilatorio, que después podría
suponer, una nueva serie sobre los personajes o la temática
anterior. Y así... Como vemos una concepción del continuará que se
alargaba perjudicialmente en el tiempo pues bien podía darse el
caso que desde la primera historia a la última se dieran varios
años en los que perfectamente el autor podría haberse interesado
por otros proyectos o haber perdido el interés. Así, bajo este
imperio de la obra abierta, Beà fue el primer autor de éxito
editorial en proponer las condiciones de una creación cerrada.
Pero no nos confundamos. Su planteamiento no trataba
de seguir el modelo de la, también de reciente invención, novela
gráfica. Lo que trató de proponer fue un moderno concepto de
series limitadas cuyo principio y final estuvieran precisados
desde su mismo origen. De este modo el autor recuperaba las
riendas de su trabajo -las historietas no se alargarían a tenor de
las ventas o del maleable gusto del público sino de su voluntad
expresa- plantando la semilla para cualquier futurible
planteamiento artístico. Y es este afán por la obra redonda el que
domina un tebeo como En un lugar de la mente.
Creada inmediatamente después de la Taberna
galáctica, En un lugar... se erige en la primera piedra sobre la
que edificar una estética remozada. Tanto es así que podemos
considerar la misma como el punto central sobre el que debe
oscilar cualquier interpretación de su obra tomada en conjunto.
Marca un antes, pues hasta entonces Beà había aceptado las reglas
de la industria aunque hubiera tratado de llevarlas a su terreno
acercándose hacia ese ideal artístico de la obra enteramente
personal. Y un después, pues a partir del instante de su misma
publicación Beà romperá con cualquier atadura que no sea la
impuesta por él mismo: primero al asumir en 1982 la dirección
artística para Distrinovel de Rambla la mítica revista
creada en colaboración con Luis García, Alfonso Font, Carlos
Giménez y Adolfo Usero; y luego, emprendiendo la aventura de la
autoedición ya en compañía (junto a Luis García con la
inauguración en 1983 de García / Beà Editores) ya en solitario
(cuando en 1985 funda su propia editorial Intermagen).
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