EL BOSCO SEGÚN MAX. LA FARSA DEL MUNDO
Con la obra El tríptico de los encantados (una pantomima bosquiana) nos ha sorprendido el Museo Nacional del Prado por haber conmemorado con un tebeo los quinientos años transcurridos desde el fallecimiento de Hieronymus Bosch, el pintor neerlandés conocido como El Bosco.
Este libro de Max se presenta con gran sencillez. Sobrio en el diseño, con tímidas aplicaciones de tinta roja, impreso sobre un papel mate y sin prólogos. La bibliografía y anotaciones finales ayudan a comprender el modo de proceder del dibujante mallorquín para interpretar al pintor pero todo se desarrolla con pasmosa sencillez, en una pirueta sintética que en principio deja al lector pasmado tras los escasos diez minutos que puede conllevar la lectura. No obstante, como casi todo en la obra de Max, tras la simple línea se esconde todo un caudal de significados.
Una vez digerido cada dibujo lo cierto es que no cabe otra que el encanto. Los lectores quedamos atrapados por el atractivo de esta obra de Max en la que hace coincidir varias de las pinturas capitales de El Bosco: Extracción de la piedra de la locura, Las tentaciones de san Antonio y El jardín de las delicias. Con ellas construye una sencilla historia en tres actos que quedan hilvanados usando las aves que aparecen al fondo del cuadro El hijo pródigo. Tras recrearse por los elementos gráficos más conocidos del artista, lo que obtiene Max es un recorrido simbólico por los temas que preocupaban al pintor y también al historietista: al primero, el pecado; al segundo, lo fingido; a ambos, la fragilidad y fugacidad de lo vivido.
El tebeo está plagado de símbolos, y Max juega a cruzarlos para ofrecernos un recorrido por su pintura que resulta hasta simpático en una primera lectura. Sus personajes parecen protagonistas propios de Cifré que circulan por escenarios ideados por Coll. Hasta el pájaro que vuela de página en página portando el leitmotiv del tebeo (una bolita que condensa la locura de un hombre) resulta adorable, si bien se inspira en una urraca en realidad, y aunque se aproximara a la otra ave característica de la obra de El Bosco, el petirrojo, su carga no es otra cosa que un elemento perturbador, la lascivia.
Se ha interpretado que gran parte de la obra de El Bosco representaba el triunfo del pecado sobre el hombre, lo cual era un billete de ida hacia la locura o hacia el infierno, y no había más destinos ni habría retorno de ninguno. Jheronimus van Aken, nombre verdadero del pintor, fue para los historiadores un artesano devoto de la Virgen María y un marido respetuoso y fiel, pero otros aseguran que vivió atormentado por el incendio que presenció de niño, por sus tendencias homosexuales y sobre todo tras haber contraído la sífilis, una enfermedad de transmisión sexual que le ocasionó unas marcas en el rostro que quiso ocultar toda su vida. Su escasa obra pictórica, indescifrable durante muchos años, ha sido entendida como una reflexión sobre la fugacidad de la juventud y de la vida, y sobre la corrupción que la acompaña, producto directo del pecado.
La obra de El Bosco es abstrusa, oscura y alambicada. Situaba en altura la línea del horizonte para generar mayor profundidad de campo y disponer de más espacio para representar varios planos en los que mezclaba abundantes formas e intenciones. Max nos sorprende en este tebeo de homenaje aplanando todo eso, trayendo su obra a tierra. En su historieta sobre El Bosco sitúa todo en el mismo plano, sobre una línea y un punto de fuga fijados que logran acercarnos a los personajes. Construye un teatrillo con ellos, una pantomima en efecto, generando un desfile en el acto tercero cuyo ritmo lo marca la música. Es un modo divertido y muy atinado de recordar la grandeza de este pintor, para quien la música habitaba el infierno. Recordemos que el panel tercero de El jardín de las delicias está plagado de instrumentos musicales. Es el acompañamiento ideal para el desfile silencioso (no hay onomatopeyas aquí) que en el tebeo muestra una mirada al mundo de la locura, que es en realidad la mirada a nuestro mundo.
Sería grato creer, y posiblemente Max también lo cree así, que El Bosco dibujó irrealidades para construir una visión lírica de la vida. O, más que irrealidades, “surrealidades”, como decía Dalí de él (El Bosco es el primer surrealista, o debería serlo). Y esa visión lírica se apoyaba sobre cimientos populares, sobre los dichos y sobre la caricatura, que son las dos formas de expresión más ligadas al pueblo llano. Es sabido que El Bosco transfería refranes y proverbios a sus cuadros, hay en ellos figuras simbólicas que no son otra cosa que la plasmación gráfica de una frase coloquial. Y gran parte de sus figuras humanas pintadas eran una representación bufa de lo real, no solo en las piezas costumbristas o simbólicas, también en otras de calado más religioso, como en Cristo con la cruz a cuestas: en este cuadro, el Hijo de Dios se halla enmarcado por un muestrario de rostros esperpénticos. La caricatura, que El Bosco utilizaba como contraste, fue uno de los catalizadores del inicio de la cultura ilustrada que finalmente sacaría a la sociedad occidental del oscurantismo.
De ahí que tras la lectura de este delicioso y aparentemente simple tebeo pueda decirse que el mejor homenaje que Max le hace a El Bosco es depositar sobre él la invención de un medio de comunicación nuevo que luego fue llamado la historieta. Sus juegos simbólicos y caricaturescos o su querencia por el tiempo representado lo sugieren. El jardín de las delicias, de hecho, es un gran panel articulado que muestra un mundo germinal cuando está cerrado, y cuando se abre, los tres estadios de la historia de la vida (nacimiento del hombre, habitación del mundo, final en el infierno), todo lo cual podría ser considerado un primitivo tebeo con cuatro viñetas de más de dos metros de altura y las elipsis más largas de la historieta mundial.
Estamos exagerando, claro. Ni sabemos lo que El Bosco quiso hacer ni sabemos lo que Max piensa. Pero no exageramos en absoluto al indicar que en la síntesis que Max hace de la obra de El Bosco en este tebeo anida toda una interpretación del paso del hombre por el mundo. En la página 61, en la conversación que mantienen san Antonio y un cerdo tras examinar la piedra de la locura, se dice que todo cuanto hay importa poco y que todo lo que importa apenas se ve. Lo remata así el cerdo: “Y todo cuanto hay que ver es solo el hueco tras los figurantes”. De la vida, vista como un escenario plagado de bufones o como una historieta con viñetas efímeras, nos quedan los entreactos o las calles vacías.
A veces resulta triste concluir que en la pantomima vivimos encantados.