EL RAPTO DE GANIMEDES. VIÑETAS DE MEMORIA
LOMBILLA

Palabras clave / Keywords:
Guerra civil española, Paracuellos/ Spanish Civil War, Paracuellos
Notas:
Cuarta entrega del "dossier Carlos Giménez" incluido en el núm. 3 de Tebeosfera, especial "La generación del compromiso". A la derecha, secuencia de viñetas de la obra reseñada, con el "Berzas", una de las imágenes seleccionadas por Lombilla para illustrar este artículo.

EL RAPTO DE GANIMEDES (Viñetas de memoria)

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,
Cuando asqueados de la bajeza humana, 
Cuando iracundos de la dureza humana: 
Este hombre solo, este acto solo, esta fe sola. 
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.
LUIS CERNUDA

 
Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.
MIGUEL HERNÁNDEZ
 

Las guerras no acaban nunca. Cuando la barbarie se apodera de un país y lo desangra brutalmente, no basta con vomitar un exultante parte por asustadas cretonas para que todo acabe. Ni la guerra civil española terminó aquel 1º de abril de 1939, ni llegó la Paz. Sólo llegó la Victoria. Y esa Victoria no era más que otra cara de un cruel dios bifronte. La victoria fascista fue un larguísimo y feroz epílogo de la guerra civil dominado por una rapaz invencible, vigilante desde su prepotente atalaya de poder absoluto. Alta y omnipresente, esa rapaz extendió con orgullo de cazador sus poderosas alas para ensombrecer la vida de varias generaciones de españoles. Franco, César redivivo, quizás porque nadie tuvo valor para susurrarle al oído su carácter mortal, se creyó un dios y convirtió a España en su particular Olimpo fascista donde todos vivían felices, o eso al menos decía la propaganda. Y como Zeus tronante, no dudó este esforzado caudillo, padre amoroso, en convertirse en esa águila invicta para raptar a todos los niños pobres, a los hijos de los malos rojos para redimirlos educándolos en los buenos preceptos del munífico nacionalcatolicismo que los iba a transformar, por la gracias de Dios, en buenos patriotas.

 

La historietas "Noche de reyes", y el comienzo de la primera historia de esta serie.

         Víctimas del hambre, la enfermedad, el frío, el sadismo y la arbitrariedad, cientos de niños perdieron su infancia en un complejo penitenciario bautizado, eufemísticamente, como Auxilio Social.

      De igual manera que Primo Levi contó el Holocausto o Solzhenitsyn mostró el sistema carcelario estalinista, Carlos Giménez, uno de aquellos niños españoles que vivieron su infancia en los hogares de Auxilio Social, dejó constancia de aquel infierno falangista con sus memoriosas viñetas de Paracuellos.

Lejos de ser una comparación descabellada, los colegios de Auxilio Social de la España de Franco se nutrieron del mismo elemento de maldad y odio que los gulag rusos o los campos de exterminio nazi. Si bien es cierto que habría una diferencia cuantitativa, la esencia misma del hecho, aquello que constituye la naturaleza de esos centros, llámense lager, gulag o colegios de auxilio social, es la misma: el material del que están hechas las pesadillas. Unas pesadillas que son, se quiera o no, herencia de todo un país. Por eso no se pueden olvidar. Por eso había que leer Paracuellos, la monumental obra de Carlos Giménez cuyas viñetas son una sucesión de pequeños ensayos sobre la condición humana y una colosal denuncia del terror franquista. Este documento biográfico, precursor de esa recuperación de la Memoria Histórica que tanto ha galvanizado la miserable vida política española de los últimos años, es una obra fundamental, necesaria e higiénica. Quizás aún sea pronto para que a un dibujante de historietas, aunque tenga la talla de Carlos Giménez, le den el Príncipe de Asturias, ese premio creado para dar lustre a una institución anacrónica; pudiera ser que la extraordinaria arquitectura narrativa y formal que ha desarrollado en el papel este autor a lo largo de su prolífica carrera, no pueda competir con la arquitectura británica de corte “High Tech” de Norman Foster, con más cimientos pero con menos gracia. Tal vez. Sin embargo, cuando miramos los ojos de cualquiera de los niños de Paracuellos, esos ojos grandes, expresivos, tiernos, asustados, traviesos, líricos…; cuando miramos esos ojos y lloramos y reímos con ellos, pensamos que quizás a esos desdichados niños no les gustaría verse relacionados con un premio que da una institución que es heredera directa del águila franquista que provocó su situación. Probablemente a Modesto, alias “Demonio”, que no tiene ni padre ni madre; o a Carlos, que no tiene padre y su madre está tuberculosa en un sanatorio de Bilbao; o a “Confitura”, al que abandonó su padre y su madre es de la vida; o a Rudy, que tiene al padre en la cárcel por rojo; o a “Pirracas”, que se come las moscas y hurga en los devueltos, le importe un bledo que a Carlos Giménez, su cronista, le den el Príncipe de Asturias de las Artes. Estos niños, expulsados de la infancia de manera brutalmente prematura, aprendieron muy pronto que los reyes no existen. En una de las historietas de Paracuellos, “Noche de reyes, Paracuellos del Jarama, 1950” (pp.16 y 17), que es, como todas, un mazazo a la conciencia, Carlos Giménez nos cuenta cómo el día 6 de enero por la mañana les iban quitando a todos los juguetes que los “Reyes magos” (obsequio de los Estados Unidos a los niños españoles), les habían traído la noche anterior. Estos niños sólo deben creer en los príncipes y reyes de los tebeos, esos tebeos que fueron un alegre oasis dentro del negro océano de crueldad de los centros de Auxilio Social. Esos tebeos que salvaron a Carlos Giménez del ominoso futuro de entrega a la causa franquista al que iban abocados todos los “Ganimedes” españoles. Quisieron hacer de él un copero de los dioses falangistas pero El Cachorro, el entrañable y dinámico personaje de Juan García Iranzo, vino en su ayuda abordando con valentía y decisión aquella nave de filibusteros con yugo y flechas en el pecho para rescatarlo y hacer de él, pasado el tiempo, el grandísimo dibujante que es. Como si fueran unos torpes piratas del Caribe, a los falangistas del Auxilio Social el tiro, en el caso de Giménez, les salió por la culata.

"Sed", "Los tebeos del Jamao", son varias de las historietas que menciona el autorr en el texto.

«¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?», se preguntaba en la obra Ocnos el poeta Luis Cernuda recordando con nostalgia su feliz infancia sevillana. Sin embargo, ese melancólico interrogante acerca de una infancia feliz en la que el tiempo no existe, aplicado a los niños de Paracuellos, cobra una inquietante dimensión. Dentro de cualquiera de los centros de Auxilio Social que Carlos Giménez nos muestra bajo el genérico nombre de uno de ellos, Paracuellos del Jarama, el tiempo sí que debío de existir. Mas sería un tiempo denso, una sustancia viscosa pegada a los cuerpos diminutos de esas víctimas tardías de la guerra. La gozosa duración dilatada del tiempo en la feliz inconsciencia infantil de Ocnos, se tornaría castigo eterno en el infierno falangista de Auxilio Social. Con el estómago vacío el tiempo necesariamente ha de pasar con dolorosa lentitud. ¿Cuántos siglos durarían las horas de los niños de Paracuellos…?

En la primera historieta, “1953, carretera de Aragón, Km. 14, Madrid” (pp. 3 y 4), con un excelente ritmo narrativo lleno de acertadas viñetas sin palabras, nos cuenta Carlos Giménez cómo el hambre obligaba a estos niños a rebuscar en la basura cáscaras sucias de naranja y cómo eran castigados por el implacable instructor falangista a abofetearse mutuamente. El hambre como continuo instrumento de tortura. El hambre y la sed, pues, como vemos en el capítulo “Sed, Paracuellos del Jarama 1951” (pp.18 y 19), estos niños fueron condenados como Tántalo a pasar hambre y sed. Las crueles guardadoras, parcas insensibles, usaban continuamente el hambre y la sed como sádico castigo. En “Los tebeos del majao, Auxilio Social hogar general Mola, Madrid 1948” (pp.38 y 39), la directora, la gorda y antipática directora del centro, castiga a los niños sin comer hasta que no aparezcan unos tebeos que le han desaparecido a Angelito de la Fuente, su “jamao”, es decir, su favorito. Para mitigar el hambre, un niño salta por la ventana sin ser visto para arrancar la rama de un árbol. Mientras unos se comen las hojas y los tronchos, otro se come las suelas de crepé de sus sandalias y, otro más, come papel. Al final, al niño que arrancó la rama, el “Berzas”, lo castigan durante tres días dándole de segundo plato un palo que, «Si no era muy duro, el “Berzas” se lo comía».

El hambra y la ignorancia, incluso sobre los fundamentos de la vida, atenazó a los "niños de los hogares de Auxilio social".

 Este envilecimiento al que fueron sometidos los niños de Paracuellos, este despojo de la condición humana que lleva a comerse las suelas de unas sandalias, o a tomarse una sopa llena de bichos como ocurre en “La visita, Paracuellos 1950” (pp.14 y 15), alcanza una indigna sublimación cuando algún niño, víctima como todos, se convierte en cómplice de los carceleros. Como los kapos de los lager nazis, en las páginas de Paracuellos encontramos ejemplos de niños traidores a su propia condición. Los niños de la primera historieta que comen de la basura, son castigados precisamente porque un compañero los denuncia. Reconvertido en secuaz del instructor, este inconsciente kapo orgulloso de servir al “amo”, es premiado con la escasa merienda de los otros dos. En “La siesta, Paracuellos del Jarama, 1950” (pp. 26 y 27), nos estremece Carlos Giménez contándonos cómo a la iniquidad de unas guardadoras, capaces de obligar a los niños en verano a dormir la siesta en el patio, a pleno sol, se añade la felonía de un niño kapo que no duda en señalar a los compañeros que se muevan o hablen para que sean castigados a hacer flexiones de piernas con los brazos en alto.

Sin embargo, como para luchar contra ese proceso de animalización al que se sometió a los niños en esos hogares de falsa caridad, dentro de Parcuellos también hay extraordinarios ejemplos de solidaridad. En la historieta “La paliza, Paracuellos del Jarama 1949” (pp. 28 y 29), un niño, para paliar la sed y el ardor de las heridas de un compañero que ha recibido una brutal paliza de las guardadoras y ha sido, además, castigado sin cenar, arrostra el peligro de encontrarse con la guardadora vigilante para ir a buscar agua a los lavabos del piso de arriba. En “Los impuros, Paracuellos del Jarama 1948” (pp. 32 y 33), dos ñiños que no tienen familia y deben pasar la Nochebuena en el “hogar” deciden compartir su cena: trozos de pan duro que han guardado para la ocasión, cuatro higos y dos figuritas de mazapán («¡Jo, qué banquete!»). Después, cuentan cuentos y se quedan dormidos en la misma cama. Este entrañable hecho, sin embargo, se volverá un demoníaco acto de perversión homosexual a los ojos de la directora, quien, presa de una santurronería enfermiza, no se conformará con castigarlos sin desayuno sino que, además, los condenará directamente a las llamas del infierno por haber cometido semejante pecado mortal.

 

"El beso".

A pesar de todo, en las páginas de Paracuellos, divididas todas en veinte pequeñas viñetas donde la maestría plástica de Carlos Giménez logra condensar todo un caudal de información exento de decorados innecesarios, también hay lugar para historias tiernamente divertidas. En la historieta “Sexo, Madrid 1953” (pp. 44 y 45), el niño Giménez, que está en la sala de huesos del hogar enfermería compartiendo habitación con niños mayores, se adentra en las subyugantes profundidades de la sexualidad femenina. Alentado por los mayores, traspasa la puerta donde duerme Lola, la enfermera de 18 años que los cuida. Con inocente curiosidad, Giménez introduce su mano en el pantalón de Lola para descubrir que en ese lugar las mujeres tienen pelos… En “El beso, Paracuellos del Jarama 1948” (pp. 42 y 43), una guardadora de 14 años llamada Merche con la que los niños se lo pasan muy bien, da un cariñoso beso a Giménez a cambio de una peseta. La viñeta que sigue a la del beso es una preciosa y eficaz elipsis en la que, para significar con extraordinaria belleza el estado emocional del niño, una bandada de pájaros vuela sobre un cartel exterior del centro en el que aparecen el yugo y las flechas falangistas. Dentro de su sencillez, esas viñetas de Carlos Giménez son fabulosamente descriptivas. En “El 32, hogar de Bibona calle doña Carlota Puente Vallecas, Madrid, 1947” (pp. 40 y 41), gracias a la imaginación y valentía de un niño, todos obtienen una pequeña pero reconfortante y divertida venganza contra una imbécil guardadora que no tiene otra ocurrencia para pasar el rato que motejar a los niños con los más hirientes apodos («Tú te llamarás “La rata que se cree sabihonda”»). Como la guardadora no para de reírse con estentórea zafiedad, García-García, el número 32, decidirá pagarle con su propia modeda y la llamará “La Ja-ja-ja”. A él lo castigan de rodillas con los brazos en cruz, pero, a partir de ese momento, para regocijo de todos los niños la guardadora pasará a llamarse “La Ja-ja-ja”. Y tragicómica resulta la historieta titulada “La medalla, 1954, carretera de Aragón, Km. 14, Madrid” (pp. 24 y 25). En ella, Adolfo, un niño alto al que se le han roto las zapatillas, debe andar todo el día descalzo porque no hay zapatillas de su número y la “caridad” del centro sólo llega a dejarle unas botas de fútbol los domingos para que pueda ir a misa. Después, debe seguir  descalzo y por eso le sale un enorme y doloroso “chinero” lleno de pus. Todos los días debe ir a la enfermería para que le echen un poco de yodo sin más miramientos. La enfermera, imbuida del mismo espíritu caritativo que las guardadoras, ni siquiera se lo venda porque la venda, andando descalzo, piensa que le va a durar poco. En vez de eso, decide darle algo “mucho mejor”: «Una medalla del Sagrado Corazón para que le reces todas las noches y le pidas al Señor que te haga bueno». Ya en la cama, viendo que no se le quita el dolor por más que reza, Adolfo utiliza el imperdible al que está unido la medalla para clavarlo en la hinchazón de su pie. Al día siguiente, en la enfermería, la cristianísima enfermera descubrirá que el pie está ya casi curado gracias a la expulsión de pus provocada por el pinchazo. En su inocente beatería, la enfermera negligente creerá que todo ha sido gracias a la medalla.

 

 La imbécil guardadora y la ingenua de "La medalla"

Hay en las historietas de Paracuellos una utilización de recursos visuales muy cinematográficos (aunque habría que precisar que es el cine el que utiliza los recursos de la historieta, y más teniendo en cuenta que Carlos Giménez ha realizado los story boards de un par de películas), que dotan a las páginas de una fuerza irresistiblemente atractiva. En una de las más emocionantes historietas de Paracuellos, “Tito, Paracuellos del Jarama, 1951” (pp. 20 y 21), en la que Tito, el hermano mayor de Carlos Giménez, acude a visitarlo desde Madrid en bicicleta para estar unos pocos minutos con él, la estremecedora sucesión de viñetas alterna, con una precisión de cirujano, conmovedores diálogos cortos, planos de transición efectistas y patéticos primeros planos como uno de los hermanos en silencio y otro de Carlines (Carlos Giménez), con una mirada expresionista («¿Cuándo me sacaréis de aquí?»). Especialmente elocuentes resultan los planos generales en los que la diminuta figura del niño queda reducida a casi un punto de tinta enfrentado a la azarosa enormidad vacía del patio del colegio, metáfora tan triste como realista de su propia biografía. La historieta finaliza con cinco dolorosas viñetas que se clavan en el centro del corazón:  

 

"Tito. Las dos páginas de esta historieta, que es el pilar basal de todo Paracuellos, a juicio del autor. Se han extraído un primer plano y dos secuencias, que se muestran debajo".

1ª: Primer plano de los hermanos abrazándose, tristes.

2ª: El punto de vista se aleja y nos muestra un plano general con Carlines de espalda diciendo adiós con la mano a su hermano que se dirige a la puerta de salida montado ya en la bicicleta.

3ª: Plano americano de Carlines de frente que continúa con la mano levantada. Por un ojo le cae una lágrima.

4ª:El punto de vista se sitúa fuera del centro para mostrarnos a Carlines a través de la enorme puerta donde aparece un cartel prohibiendo el paso a toda persona ajena a la obra.

5ª: El punto de vista vuelve a situarse detrás del niño pero a una distancia mayor y en picado mientras leemos un desolador bocadillo en el que llama a su hermano: («¡Titooooo!»).


Paracuellos es una serie de historias sin un orden cronológico rígido, Carlos Giménez alterna las historietas en una sucesión continua de analepsis que parecen justificarse a partir de la libre asociación que en el ejercicio de la memoria provoca y encadena los recuerdos. Recuerdos biográficos que son, sin embargo, un legado colectivo que sería muy recomendable enseñar en los colegios a los “Carlines” de hoy, a los niños que han nacido en democracia y que viven ajenos a una parte importante de la historia de España por culpa de unos planes de estudios febles, por un lado, y, por otro, por el influjo de ese poderoso leviatán de estupidez que es la televisión. Quizás, si este libro fuera declarado por el gobierno material de apoyo para los colegios (trabajos menos valiosos lo han sido), obraría una milagrosa transformación en los niños que lo leyeran. Habrían de ser, sin duda, personas mejores, pues esas miradas, las miradas de los niños de Paracuellos, tienen tanto poder de evocación que no pueden dejar indiferente a nadie. Cuando miramos a los ojos magistralmente dibujados de Carlines, o de García-García, o de Sánchez o de Gómez, la triste posguerra nos llega nítida, reflejada en los iris acuosos, y la revivimos entonces con goce intelectual, no porque sea un episodio agradable de recordar, sino porque es un episodio que debe permanecer vivo en nuestra memoria. Y eso parece querer recordarnos uno de los niños nacidos de la soberbia pluma de Carlos Giménez. Es un niño como los demás que está sentado en el primer peldaño de una sombría escalera, justo en el rincón izquierdo de la viñeta. Este niño, que fue la portadilla de la primera edición de Paracuellos, está triste y nos mira desde su soledad más angustiosa. Con su silencio, con su profunda mirada desde unos ojos tan grandes como su desolación, este niño nos impele a no olvidar, a recordar siempre lo que pasó en esas “cárceles” para niños víctimas de aquella sinrazón llamada guerra civil. Porque las guerras, ya lo sabemos, no acaban nunca.

 

Otras historietas de la obra.

TEBEOAFINES
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Creación de la ficha (2009): José Luis Castro Lombilla, con edición de M. Barrero
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
LOMBILLA (2009): "El rapto de Ganimedes. Viñetas de memoria", en Tebeosfera, segunda época , 3 (7-VII-2009). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 21/XI/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/el_rapto_de_ganimedes._vinetas_de_memoria.html