EL RAPTO DE GANIMEDES (Viñetas de memoria) Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,
Cuando asqueados de la bajeza humana,
Cuando iracundos de la dureza humana:
Este hombre solo, este acto solo, esta fe sola.
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.
LUIS CERNUDA
Las guerras no acaban nunca. Cuando la barbarie se apodera de un país y lo desangra brutalmente, no basta con vomitar un exultante parte por asustadas cretonas para que todo acabe. Ni la guerra civil española terminó aquel 1º de abril de 1939, ni llegó la Paz. Sólo llegó la Victoria. Y esa Victoria no era más que otra cara de un cruel dios bifronte. La victoria fascista fue un larguísimo y feroz epílogo de la guerra civil dominado por una rapaz invencible, vigilante desde su prepotente atalaya de poder absoluto. Alta y omnipresente, esa rapaz extendió con orgullo de cazador sus poderosas alas para ensombrecer la vida de varias generaciones de españoles. Franco, César redivivo, quizás porque nadie tuvo valor para susurrarle al oído su carácter mortal, se creyó un dios y convirtió a España en su particular Olimpo fascista donde todos vivían felices, o eso al menos decía la propaganda. Y como Zeus tronante, no dudó este esforzado caudillo, padre amoroso, en convertirse en esa águila invicta para raptar a todos los niños pobres, a los hijos de los malos rojos para redimirlos educándolos en los buenos preceptos del munífico nacionalcatolicismo que los iba a transformar, por la gracias de Dios, en buenos patriotas.
La historietas "Noche de reyes", y el comienzo de la primera historia de esta serie.
Víctimas del hambre, la enfermedad, el frío, el sadismo y la arbitrariedad, cientos de niños perdieron su infancia en un complejo penitenciario bautizado, eufemísticamente, como Auxilio Social.
De igual manera que Primo Levi contó el Holocausto o Solzhenitsyn mostró el sistema carcelario estalinista, Carlos Giménez, uno de aquellos niños españoles que vivieron su infancia en los hogares de Auxilio Social, dejó constancia de aquel infierno falangista con sus memoriosas viñetas de Paracuellos.
"Sed", "Los tebeos del Jamao", son varias de las historietas que menciona el autorr en el texto.
«¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?», se preguntaba en la obra Ocnos el poeta Luis Cernuda recordando con nostalgia su feliz infancia sevillana. Sin embargo, ese melancólico interrogante acerca de una infancia feliz en la que el tiempo no existe, aplicado a los niños de Paracuellos, cobra una inquietante dimensión. Dentro de cualquiera de los centros de Auxilio Social que Carlos Giménez nos muestra bajo el genérico nombre de uno de ellos, Paracuellos del Jarama, el tiempo sí que debío de existir. Mas sería un tiempo denso, una sustancia viscosa pegada a los cuerpos diminutos de esas víctimas tardías de la guerra. La gozosa duración dilatada del tiempo en la feliz inconsciencia infantil de Ocnos, se tornaría castigo eterno en el infierno falangista de Auxilio Social. Con el estómago vacío el tiempo necesariamente ha de pasar con dolorosa lentitud. ¿Cuántos siglos durarían las horas de los niños de Paracuellos…?
El hambra y la ignorancia, incluso sobre los fundamentos de la vida, atenazó a los "niños de los hogares de Auxilio social".
Este envilecimiento al que fueron sometidos los niños de Paracuellos, este despojo de la condición humana que lleva a comerse las suelas de unas sandalias, o a tomarse una sopa llena de bichos como ocurre en “La visita, Paracuellos 1950” (pp.14 y 15), alcanza una indigna sublimación cuando algún niño, víctima como todos, se convierte en cómplice de los carceleros. Como los kapos de los lager nazis, en las páginas de Paracuellos encontramos ejemplos de niños traidores a su propia condición. Los niños de la primera historieta que comen de la basura, son castigados precisamente porque un compañero los denuncia. Reconvertido en secuaz del instructor, este inconsciente kapo orgulloso de servir al “amo”, es premiado con la escasa merienda de los otros dos. En “La siesta, Paracuellos del Jarama, 1950” (pp. 26 y 27), nos estremece Carlos Giménez contándonos cómo a la iniquidad de unas guardadoras, capaces de obligar a los niños en verano a dormir la siesta en el patio, a pleno sol, se añade la felonía de un niño kapo que no duda en señalar a los compañeros que se muevan o hablen para que sean castigados a hacer flexiones de piernas con los brazos en alto.
"El beso".
A pesar de todo, en las páginas de Paracuellos, divididas todas en veinte pequeñas viñetas donde la maestría plástica de Carlos Giménez logra condensar todo un caudal de información exento de decorados innecesarios, también hay lugar para historias tiernamente divertidas. En la historieta “Sexo, Madrid 1953” (pp. 44 y 45), el niño Giménez, que está en la sala de huesos del hogar enfermería compartiendo habitación con niños mayores, se adentra en las subyugantes profundidades de la sexualidad femenina. Alentado por los mayores, traspasa la puerta donde duerme Lola, la enfermera de 18 años que los cuida. Con inocente curiosidad, Giménez introduce su mano en el pantalón de Lola para descubrir que en ese lugar las mujeres tienen pelos… En “El beso, Paracuellos del Jarama 1948” (pp. 42 y 43), una guardadora de 14 años llamada Merche con la que los niños se lo pasan muy bien, da un cariñoso beso a Giménez a cambio de una peseta. La viñeta que sigue a la del beso es una preciosa y eficaz elipsis en la que, para significar con extraordinaria belleza el estado emocional del niño, una bandada de pájaros vuela sobre un cartel exterior del centro en el que aparecen el yugo y las flechas falangistas. Dentro de su sencillez, esas viñetas de Carlos Giménez son fabulosamente descriptivas. En “El 32, hogar de Bibona calle doña Carlota Puente Vallecas, Madrid, 1947” (pp. 40 y 41), gracias a la imaginación y valentía de un niño, todos obtienen una pequeña pero reconfortante y divertida venganza contra una imbécil guardadora que no tiene otra ocurrencia para pasar el rato que motejar a los niños con los más hirientes apodos («Tú te llamarás “La rata que se cree sabihonda”»). Como la guardadora no para de reírse con estentórea zafiedad, García-García, el número 32, decidirá pagarle con su propia modeda y la llamará “La Ja-ja-ja”. A él lo castigan de rodillas con los brazos en cruz, pero, a partir de ese momento, para regocijo de todos los niños la guardadora pasará a llamarse “La Ja-ja-ja”. Y tragicómica resulta la historieta titulada “La medalla, 1954, carretera de Aragón, Km. 14, Madrid” (pp. 24 y 25). En ella, Adolfo, un niño alto al que se le han roto las zapatillas, debe andar todo el día descalzo porque no hay zapatillas de su número y la “caridad” del centro sólo llega a dejarle unas botas de fútbol los domingos para que pueda ir a misa. Después, debe seguir descalzo y por eso le sale un enorme y doloroso “chinero” lleno de pus. Todos los días debe ir a la enfermería para que le echen un poco de yodo sin más miramientos. La enfermera, imbuida del mismo espíritu caritativo que las guardadoras, ni siquiera se lo venda porque la venda, andando descalzo, piensa que le va a durar poco. En vez de eso, decide darle algo “mucho mejor”: «Una medalla del Sagrado Corazón para que le reces todas las noches y le pidas al Señor que te haga bueno». Ya en la cama, viendo que no se le quita el dolor por más que reza, Adolfo utiliza el imperdible al que está unido la medalla para clavarlo en la hinchazón de su pie. Al día siguiente, en la enfermería, la cristianísima enfermera descubrirá que el pie está ya casi curado gracias a la expulsión de pus provocada por el pinchazo. En su inocente beatería, la enfermera negligente creerá que todo ha sido gracias a la medalla.
Hay en las historietas de Paracuellos una utilización de recursos visuales muy cinematográficos (aunque habría que precisar que es el cine el que utiliza los recursos de la historieta, y más teniendo en cuenta que Carlos Giménez ha realizado los story boards de un par de películas), que dotan a las páginas de una fuerza irresistiblemente atractiva. En una de las más emocionantes historietas de Paracuellos, “Tito, Paracuellos del Jarama, 1951” (pp. 20 y 21), en la que Tito, el hermano mayor de Carlos Giménez, acude a visitarlo desde Madrid en bicicleta para estar unos pocos minutos con él, la estremecedora sucesión de viñetas alterna, con una precisión de cirujano, conmovedores diálogos cortos, planos de transición efectistas y patéticos primeros planos como uno de los hermanos en silencio y otro de Carlines (Carlos Giménez), con una mirada expresionista («¿Cuándo me sacaréis de aquí?»). Especialmente elocuentes resultan los planos generales en los que la diminuta figura del niño queda reducida a casi un punto de tinta enfrentado a la azarosa enormidad vacía del patio del colegio, metáfora tan triste como realista de su propia biografía. La historieta finaliza con cinco dolorosas viñetas que se clavan en el centro del corazón:
1ª: Primer plano de los hermanos abrazándose, tristes.2ª: El punto de vista se aleja y nos muestra un plano general con Carlines de espalda diciendo adiós con la mano a su hermano que se dirige a la puerta de salida montado ya en la bicicleta.
3ª: Plano americano de Carlines de frente que continúa con la mano levantada. Por un ojo le cae una lágrima.
4ª:El punto de vista se sitúa fuera del centro para mostrarnos a Carlines a través de la enorme puerta donde aparece un cartel prohibiendo el paso a toda persona ajena a la obra.
5ª: El punto de vista vuelve a situarse detrás del niño pero a una distancia mayor y en picado mientras leemos un desolador bocadillo en el que llama a su hermano: («¡Titooooo!»).
Paracuellos es una serie de historias sin un orden cronológico rígido, Carlos Giménez alterna las historietas en una sucesión continua de analepsis que parecen justificarse a partir de la libre asociación que en el ejercicio de la memoria provoca y encadena los recuerdos. Recuerdos biográficos que son, sin embargo, un legado colectivo que sería muy recomendable enseñar en los colegios a los “Carlines” de hoy, a los niños que han nacido en democracia y que viven ajenos a una parte importante de la historia de España por culpa de unos planes de estudios febles, por un lado, y, por otro, por el influjo de ese poderoso leviatán de estupidez que es la televisión. Quizás, si este libro fuera declarado por el gobierno material de apoyo para los colegios (trabajos menos valiosos lo han sido), obraría una milagrosa transformación en los niños que lo leyeran. Habrían de ser, sin duda, personas mejores, pues esas miradas, las miradas de los niños de Paracuellos, tienen tanto poder de evocación que no pueden dejar indiferente a nadie. Cuando miramos a los ojos magistralmente dibujados de Carlines, o de García-García, o de Sánchez o de Gómez, la triste posguerra nos llega nítida, reflejada en los iris acuosos, y la revivimos entonces con goce intelectual, no porque sea un episodio agradable de recordar, sino porque es un episodio que debe permanecer vivo en nuestra memoria. Y eso parece querer recordarnos uno de los niños nacidos de la soberbia pluma de Carlos Giménez. Es un niño como los demás que está sentado en el primer peldaño de una sombría escalera, justo en el rincón izquierdo de la viñeta. Este niño, que fue la portadilla de la primera edición de Paracuellos, está triste y nos mira desde su soledad más angustiosa. Con su silencio, con su profunda mirada desde unos ojos tan grandes como su desolación, este niño nos impele a no olvidar, a recordar siempre lo que pasó en esas “cárceles” para niños víctimas de aquella sinrazón llamada guerra civil. Porque las guerras, ya lo sabemos, no acaban nunca.
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