MEGAVIXENS PREHISTÓRICAS DEL ESPACIO EXTERIOR. LA REPRESENTACIÓN DE LA MUJER EN LA OBRA DE RICHARD CORBEN
ÓSCAR GARCÍA LÓPEZ

Resumen / Abstract:
Notas: Artículo escrito expresamente para el número 9 de TEBEOSFERA, especial sobre la imagen de la mujer en el cómic erótico y pornográfico mundial. A la derecha: espectacular ilustración de Richard Corben para la portada del número 6 de "Bizarre Sex" (Kitchen Sink Press, X-1977).
Palabras clave / Keywords:
Representación femenina, Richard Corben/ Female representation, Richard Corben

MEGAVIXENS PREHISTÓRICAS DEL ESPACIO EXTERIOR. LA REPRESENTACIÓN DE LA MUJER EN LA OBRA DE RICHARD CORBEN

Introducción

 
Megavixens prehistóricas del espacio exterior, sí. Aunque podría resultar más apropiado decir prehistoric megavixens from outer space. Así podríamos situar a este particular arquetipo femenino dentro de la tradición a la que debe prácticamente la totalidad de su herencia genética: la cultura popular norteamericana. Ése es el tipo al que pertenecen la mayoría de las mujeres dibujadas por Richard Corben, un renovado clan de aguerridas amazonas que no carecen de un pecho, como aquellas de la legendaria tribu descrita en los mitos de la antigüedad clásica. Al contrario, esa imagen de una mujer mutilada sexualmente se ve transfigurada en otra totalmente distinta, donde se amplifican hasta la hipertrofia todos los atributos físicos de la feminidad. De ahí el nombre de megavixens.
 
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Dos ejemplos de megavixen en la obra de Richard Corben. Arriba, portada del fancine Rocket Blast Comic Collector, nº 81, con una chica cuya escafranda no impider apreciar su voluptuosidad. Abajo, ilustración de la serie Pilgor the Plunderer, en la que se usa el mismo modelo de mujer, junto a otras fantasías masculinas.  
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Esa representación supersexualizada se asocia en las historietas de Corben a una idea de primitivismo, de libertad en lo salvaje. Resuena en ella la posibilidad del retorno a los orígenes precivilizados donde la desnudez de los cuerpos no se asumía como algo antinatural, como un atavismo impropio de la sociedad moderna. El hábitat de la megavixen es ese topos edénico donde no existe lugar para la represión sexual, donde nadie ha sentido todavía la imperiosa necesidad de recoger una hoja de parra del suelo para cubrirse con ella. De ahí el calificativo de prehistóricas.
 
Pero ese primitivismo no tiene por qué estar ligado férreamente al pasado remoto de la humanidad. Algunas sociedades aborígenes contemporáneas, en África o América del Sur, mantienen modos de vida parecidos al que se ha descrito. Un futuro postapocalíptico puede implicar también el retorno cíclico a ese estado primordial. En los mundos perdidos situados en valles inaccesibles, encerrados herméticamente entre cadenas montañosas o en islas que no figuran en ninguna cartografía conocida, los dinosaurios más voraces y los primeros grupos de Homo sapiens han podido permanecer hasta el momento de su relato en un estado de suspensión cronológica. Tampoco se puede precisar el grado de civilización que demostrarán los habitantes de esos distantes planetas a los que la ciencia ficción más pulp impone categóricamente un minucioso plan de exploración (y en ocasiones de colonización). La topografía del primitivismo no conoce límites, y de ahí la localización de la megavixen en el espacio exterior.
 
Establecer un arquetipo como referencia a la que puedan remitirse todos los personajes femeninos de un mismo autor puede parecer una premisa excesivamente generalista. Sin embargo, existen muchos niveles asociados a los personajes de cómic que mantienen una estabilidad considerable dentro del conjunto de la obra de un mismo creador: el estilo de su dibujo suele permanecer reconocible; la visión personal del género masculino o femenino, también. Es a partir de esa insistencia como se consigue la fijación de unos parámetros estéticos que proporcionan una identidad particular a cierto tipo de representación; en el caso que aquí nos ocupa, la de la mujer. Más generalista todavía puede parecer el afán de situar ese modelo ideal en una constelación sincrónica de representaciones femeninas arquetípicas, que convivieran en los diferentes medios visuales y narrativos durante un determinado periodo, participando en un mercado común regido por el mismo patrón funcional de consumo: el erotismo, la búsqueda de la excitación sexual. Pero resulta una tentación irresistible ceder a esa tendencia, dejarse ir en ese deseo de teorizar del que surge un concepto como la megavixen prehistórica del espacio exterior. Y pese a que puede resultar cuestionable partir de una idealización abstracta de ese calibre, cuya proyección sobre el plano de lo real nunca va a ofrecer un acoplamiento perfecto, no deja de ser útil a la hora de sugerir explicaciones a ciertos fenómenos culturales, al proporcionar una visión global fácilmente aprehensible. Así creemos que sucede con la progresiva absorción semiótica de la pornografía y sus códigos que ha experimentado la sociedad posmoderna, dinámica a la que indirectamente se estará haciendo referencia a lo largo de todo este artículo.

Antes de comenzar a profundizar en la evolución histórica que daría lugar a la megavixen como codificación hipersexualizada de lo femenino, puede resultar conveniente precisar una distinción terminológica entre pornografía y erotismo.  Consideramos que lo pornográfico se encuentra dentro del ámbito de lo figurativo, aludiendo siempre a una cualidad formal: la representación explícita de la sexualidad; que puede limitarse a mostrar la desnudez de los cuerpos o llegar a exponer, en mayor o menor grado de detalle, cualquier tipo de práctica sexual. En cambio, lo erótico se entiende como una cualidad funcional, que trasciende la imagen, pudiendo asociarse a otros sentidos distintos; se considera un detonante sensual que pretende provocar la excitación de la libido. El erotismo de un mensaje depende siempre de la subjetividad de su receptor, reside en el nivel pragmático del acto comunicativo. Por el contrario, la pornografía es una propiedad textual inmanente.

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 Los conceptos de erotismo y pornografía, en el esquema de la comunicación de Jakobson.


Dentro de lo pornográfico se ha establecido una clasificación que intenta dar cuenta de lo explícito de las representaciones utilizando términos como softcore y hardcore, para indicar si se muestran en ellas prácticas sexuales donde se evita o no, respectivamente, la aparición de órganos genitales. El desnudo o la mera insinuación sensual se han venido apartando a otra categoría diferente, a la que en ocasiones se denomina erótica. Distinguir entre erotismo y pornografía de este modo puede dar lugar a equívocos. Parece evidente que en el ámbito de la sexualidad la función erótica no tiene por qué estar asociada a lo pornográfico. Sin embargo, puede no resultar tan obvio que la pornografía no tiene por qué resultar erótica: a día de hoy es difícil creer que alguien se excite sexualmente contemplando La Venus del espejo de Velázquez. El criterio que se ha seguido en este artículo para establecer la frontera de lo pornográfico ha sido la presencia de un desnudo parcial, que llegara más allá de limitarse a enseñar las piernas. Imágenes de ese tipo, aunque no muestren actos sexuales, serán consideradas softcore. Reservaremos el término hardcore para las representaciones en las que se muestren actos sexuales sin evitar la aparición explícita de órganos genitales.


Bellezas libres y americanas: cánones estéticos de lo femenino desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX
[1]

Durante la primera mitad del siglo XX, las tendencias que marcaban los estándares de belleza femenina en la sociedad norteamericana quedaron registradas en la obra de algunos célebres ilustradores, llegando a identificarse esos arquetipos con el propio nombre del artista. En algunos casos resulta difícil delimitar si estas ilustraciones constituían un simple reflejo mimético de las mujeres de su época o eran las responsables directas de la popularización de un determinado modelo. Los mecanismos generadores de tendencias todavía no habían alcanzado el grado de definición al que llegarían con el establecimiento definitivo de los medios de masas.

Anteriormente, a finales del siglo XIX, se podían reducir los estándares de belleza a dos tipologías, asociadas respectivamente con las preferencias de la alta sociedad o con los gustos de las clases populares. Por un lado, la fragilidad, la palidez y la condición enfermiza, que implicaban la dependencia e inferioridad respecto al hombre, se vinculaban a las damas de clase alta. Por otro, una mujer voluptuosa, de caderas amplias y pecho abundante aparecía asociada al atractivo femenino desde una perspectiva popular. Con el cambio de siglo, esos dos modelos de belleza femenina parecieron converger hacia un ideal común, experimentando un proceso de acercamiento entre clases paralelo al que daría lugar, en sincronía con la emergencia de la modernidad, al establecimiento mayoritario de una clase media en Norteamérica.

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Cronograma de los modelos de representación femenina desde finales del siglo XIX a mediados del siglo XX, que recoge los tipos presentados en el artículo de Allan Mazur.

El primer ilustrador estadounidense que bautizó con su apellido a un tipo definido de feminidad fue Charles Dana Gibson. En la última década del siglo XIX y la primera del XX alcanzaron una gran popularidad sus ilustraciones de una mujer de pecho amplio y caderas prominentes (aunque más delgada que sus predecesoras como modelo de voluptuosidad), peinada al estilo pompadour y vestida con blusas y faldas que le proporcionaban libertad de movimiento. La Gibson girl se convirtió en un icono que simbolizó el comienzo de la conquista de la independencia femenina que iría evolucionando en las décadas posteriores.

Su sucesora en los años veinte, la flapper girl, cuya imagen popularizaron, en el cine, la andrógina actriz Louise Brooks, y en la literatura, las protagonistas de los relatos de F. Scott Fitzgerald, conservaría esa misma connotación entre libertad y atractivo. De pecho más pequeño que la Gibson girl y envuelta en vestidos de caída lisa, rompiendo radicalmente con esos encorsetamientos que forzaban la curvatura de las caderas, el encanto de la flapper estaba más relacionado con su personalidad liberal que con su imagen física.

Pero en la década siguiente esa libertad femenina asociada a los arquetipos de belleza cedería su papel como elemento atractor a la sexualización de la imagen, dejando atrás esa relación entre sex-appeal y conquista social que había representado la flapper. De nuevo un ilustrador aparece ligado a la imagen de este tipo de mujeres que añadían sexualidad a la anquilosada figura del “ángel del hogar” propia de la era victoriana: George Petty. Sus ilustraciones, que aparecían en las páginas de la revista Esquire (tan influyente en la futura Playboy), mostraban una mujer que volvía a marcar sus curvas y comenzaba a enseñar sin pudor las piernas, que a partir de ese momento adquirirían el estatus de región corporal de culto. La comercialización de las medias durante los años cuarenta potenciaría todavía más su erotización.

La tendencia inaugurada por la Petty girl, que puso fin a esa fascinación que hacía sucumbir a los hombres ante las flappers, pese a la escasa sexualización de su imagen, continuaría en los años cuarenta. En la misma revista Esquire, que no debemos olvidar era una publicación enfocada principalmente a un público masculino, al contrario que las novelas de Fitzgerald o las películas de Louise Brooks, aparecería el siguiente modelo de belleza. Otro ilustrador, Alberto Vargas (que posteriormente daría el salto a Playboy subrayando la continuidad existente en muchos aspectos entre ambas revistas), sería el responsable de prestarle su nombre. La carga erótica de sus ilustraciones llegaría a niveles que no se habían conocido en los medios de masas, la sexualidad permeaba absolutamente la representación de la Vargas girl, dejando poco espacio a otros niveles semióticos.  Las piernas se imponen plenamente como centro de atención de la mirada, aunque el pecho empieza a reconquistar la importancia que tuvo en épocas anteriores y que dará lugar a la “bustomanía” de los años cincuenta y sesenta. Esa obsesión por el pecho de la mujer queda reflejada en el cuadro donde se muestra la evolución de las medidas corporales de la ganadora del certamen de Miss América.

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Gráfica de la evolución de las medidas de las concursantes vencedoras en los certámenes de Miss América entre los años 1945 y 1985, extraída del artículo de Allan Mazur.


La sexualización total de este modelo de feminidad se puede achacar a una escisión radical respecto a la tipología integrada que encontrábamos en la flapper. Los componentes adicionales que esta última incorporaba (la reivindicación de su relevancia social, de su incorporación al mundo laboral en roles reservados tradicionalmente a los hombres y el abandono del papel de esposa y ama de casa abnegada) se ven transferidos a una figura que se podría considerar el Mr. Hyde de la Vargas girl: el personaje de Rosie, the Riveter. Inmortalizada en dos imágenes concretas, el famoso póster que proclama su capacidad para asumir el trabajo de los hombres que se alistaron en el ejercito para luchar en la Segunda Guerra Mundial y una portada para el Saturday Evening Post realizada por Norman Rockwell, la imagen de Rosie es la de una mujer virilizada, robusta y de rasgos faciales rotundos, con unos brazos poderosos que son la única parte de su anatomía dejada al descubierto. Rosie no enseña las piernas adoptando poses provocativas, carece deliberadamente de atractivo erótico alguno. Resulta difícil creer que esos marcados bíceps pretendieran despertar en alguien el deseo de sus caricias. Su imagen marcadamente masculina parece dar a entender que los roles asumidos por la mujer en esas circunstancias aciagas se limitasen a los relacionados con el trabajo físico más rudo, ofreciendo una representación en cierto modo paródica de esa forzosa integración laboral.

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Portada de Norman Rockwell del Saturday Evening Post (1943) con el personaje icónico de Rosie the Riveter.

Póster de Howard Miller para la compañía Westinghouse (1942).

La escisión entre el atractivo erótico y la integración social se perpetuaría en el tiempo, y los modelos de belleza a partir de los cuarenta seguirán siendo abiertamente sexuales. Sin embargo, resulta interesante observar cómo ese arquetipo asociado al alto standing y a una elegancia propia de la clase alta sobrevive de forma residual, subsistiendo en mujeres “con clase” como las actrices Audrey Hepburn o Grace Kelly; mientras que Sofía Loren representaría, en cambio, la imagen preferida por el deseo masculino mayoritario.

Continuando esta tradición norteamericana de asociar un ilustrador célebre a un arquetipo femenino no resulta un atrevimiento descabellado postular a Richard Corben como el artista que popularizaría a la megavixen, un estándar de hipervoluptuosidad sexualizada, en un momento (finales de los sesenta y la totalidad de los setenta) en el que comienza a apreciarse el despegue del proceso de pornificación que se experimentará, a todos los niveles, en la sociedad posmoderna. Pero antes de llegar a ese punto es imprescindible comentar lo que sucedió en Estados Unidos durante los años cincuenta y sesenta.
 
 
La girl next door a la conquista sexual de la cultura pop norteamericana
 
El hito que marca la erupción incontrolable de lo pornográfico en la cultura popular de masas estadounidense puede considerarse, con lugar a pocas dudas, la publicación en 1953 del primer número de la revista Playboy. En su interior aparecía posando desnuda Marilyn Monroe. El éxito que cosechó, superando los 50.000 ejemplares vendidos con esa primera entrega, se puede equiparar a una toma de la Bastilla para la revolución sexual que invadiría el ambiente cultural durante la década de 1960.
                       
Playboy propuso un modelo de mujer sexualizada heredero de la tradición del good girl art. Pero para su representación visual decidió dar el salto de la ilustración a la fotografía, lo que le llevó a consolidar un monopolio del consumo erótico de imágenes. La carne y el hueso de las playmates resultaban más excitantes que la tinta de las good girls; el cambio implicaba, de hecho, su pigmalionización, su tránsito a un nivel superior de realidad que hacía sentir más próxima la fantasía del deseo sexual. El mito de la escultura que se transformó en mujer se reinventa en la era de la reproductibilidad técnica, y antes de que el vídeo matara a la estrella de la radio, la conejita Playboy dio una estocada decisiva a la ilustración pin-up al usurpar su principal función erótica. Así nace la girl next door, como arquetipo de fantasía realizable, como un producto de consumo público masivo y políticamente correcto, aunque pueda, en un principio, no parecerlo. 
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Ilustración de Gil Elvgren titulada Flowery talk (1964) y fotografía de Sally Duberson, playmate de enero de 1965.  
La vecinita de al lado encarna la posibilidad erótica de lo cotidiano, el encuentro sexual lícito en un entorno saludable. La mujer sexualizada ya no tiene por qué encontrarse en un local de striptease, puede hallarse perfectamente tras la puerta del piso de al lado. Las localizaciones elegidas para fotografiar a las modelos de Playboy refuerzan este mensaje al primar los interiores domésticos. Los textos que detallan su biografía o sus quehaceres diarios, que las presentan narrativamente como personalidades comunes llevando vidas dentro de lo normal, subrayan todavía más ese efecto premeditado de erotorrealismo [2]. Por otra parte, el consumidor de este tipo de imágenes deja de ser un pervertido que trafica con materiales ilegales, un excluido social que debe ocultar esa identidad secreta en la arena de lo público. El lector de la revista Playboy [3] se identifica con el hombre de negocios de éxito, con el triunfador que se instala fuera del hogar familiar, rechazando ese estilo de vida, para disfrutar plenamente de su status; sobre todo en los aspectos relacionados con el sexo.
 
Aunque superados en lo erótico, la ilustración y el cómic pornográficos seguían poseyendo otras funciones, inaccesibles para la fotografía, que aseguraban su pervivencia como medio de representación de esa nueva mujer sexualizada que comenzaba a aparecer semidesnuda en los medios mainstream. Aprovechando la posibilidad de caricaturizar las formas que ofrece el dibujo, los cómics se alejaron del erotorrealismo para construir narraciones humorísticas protagonizadas por personajes femeninos que compensaban un candor inverosímil con una exagerada voluptuosidad. De una forma similar a como la revista Playboy había legitimado en el mercado de los medios de masas una pornografía que hasta entonces habitaba la periferia social de lo furtivo convirtiéndola en algo permisible y asociado a una visión positiva de su consumidor, la incorporación del humor en las historietas pornográficas sirvió a un mismo propósito: eliminar el estigma que acarreaba la representación explícita de la sexualidad con intenciones eróticas. El recurso a la comicidad, vinculado siempre a esa dinámica amoral propia de lo carnavalesco, ofrecía un protectorado de tolerancia a prácticas y manifestaciones culturales que más allá de sus fronteras no resultaban aceptables ni políticamente correctas.
 
Ese mismo salvoconducto social, refrendado por el visado de lo humorístico, volvería a ser utilizado cuando la pornografía hardcore diera el salto al mainstream en el medio cinematográfico con el estreno en 1972 de Garganta Profunda, dejando también atrás la misma mecánica de consumo furtivo de cortometrajes grabados de forma no profesional y visionados en secreto. En esta película los actores aparecían, por primera vez, reconocidos en unos títulos de crédito (aunque sus nombre reales se ocultaran tras seudónimos artísticos). Su duración se aproximaba a los estándares del cine comercial. Fue exhibida en salas convencionales sin una calificación explícita. Y, sobre todo, instauró una convención en el género gracias a un guión de comicidad gruesa, al más puro estilo slapstick, en el que se pueden encontrar diálogos como éste, mantenido entre la protagonista y el doctor que le acaba de diagnosticar la particularidad física que sirve de coartada al “argumento”:
DR. YOUNG: Tener un clítoris en lo más profundo de la garganta es mejor que no tener ninguno.
LINDA: Eso es fácil de decir. Imagínese que usted tuviera las pelotas en la oreja.
DR. YOUNG (pensativo): Bien, entonces podría escucharme llegar… al orgasmo [4].
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Cartel promocional de Tras la puerta verde, donde Marilyn Chambers es presentada como la típica chica americana.

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Portada del número 5 de Torchy, publicado por Quality Comics en julio de 1950.

Es muy interesante notar cómo en el proceso de legitimación del porno hardcore se suman de nuevo las dos estrategias que habían demostrado su efectividad en los medios impresos: el humor y la sexualización de lo doméstico, de la mujer común.  En el documental Dentro de Garganta Profunda (2005) se puede escuchar a Gerard Damiano, director del film, describir a su protagonista, Linda Lovelace, como «una vecinita de al lado». Del mismo modo, en el cartel de otra cinta del mismo director, Tras la puerta verde (1972), la actriz Marilyn Chambers aparecía fotografiada bajo un rótulo que la proclamaba «The All-American girl». El recurso a las mujeres normales sirvió para normalizar el sexo en los mass media en una época en la que el movimiento denominado porno chic aspiraba a la convergencia natural de las escenas pornográficas más explícitas y el cine mainstream. Pero esas esperanzas no tardarían en verse frustradas a causa de la persecución legal a la que fueron sometidos.
 
En ese escenario, donde gracias a Playboy se había logrado ya la legitimación y el acceso de la pornografía softcore a los mercados masivos (aunque todavía faltaran unos años para que el hardcore siguiera ese mismo camino), nació en la década de los sesenta, dentro también de las páginas de esta revista, el personaje de Little Annie Fanny [5].  Emparentada con una predecesora lejana, que en el fragor de la II Guerra Mundial había hecho su aparición en las publicaciones del ejército norteamericano, Torchy Todd [6], ambas poseen un rasgo muy marcado que define su personalidad y es empleado reiteradamente como recurso generador de situaciones: la exacerbada inconsciencia de su propia sexualidad. Una sexualidad sobredimensionada, obvia y caricaturesca, acentuada por una vestimenta sugerente y una tendencia a las poses sensuales que los personajes masculinos, siempre revoloteando alrededor de ambas, no ignoran. Ese modelo de interacción hombre-mujer es aprovechado para construir una dialéctica del doble sentido, en la que siempre está presente un subtexto sexual pero nunca es explicitado sin pudor. Un ejemplo que ilustra de forma paradigmática lo comentado podemos encontrarlo en la portada del número 5 de Torchy, en la que, disfrazada con uno de sus modelos habituales y ocultando el rostro con un pequeño antifaz, vemos a la chica preguntar sorprendida a un grupo de hombres, también disfrazados, cómo han sido capaces de reconocerla.
 
La inconsciencia de ese poder que les otorga su capacidad de subyugación erótica, ejercido por ellas con absoluta candidez y total desinterés, las coloca dentro del imaginario popular en una posición diametralmente opuesta a la que ocupaban las vamps y las femme fatales. Se salvaban así de asumir la carga peyorativa que conllevaba el estar integradas en un régimen sexual fundado sobre una economía consciente, basada en intercambios guiados por el interés personal o un deseo libre de represiones. Esta ingenuidad las aproxima a la construcción modélica de Playboy, a esa girl next door con la que comparten un aura de sexualidad asequible e inocua. La introducción en el ideario simbólico del consumidor masculino de este tipo de representaciones de una mujer que, pese a poseer una carnalidad patente y operativa a nivel erótico, no implicaba ningún tipo de amenaza para su statu quo, resultó seguramente uno de los factores que facilitarían el desencadenamiento de la revolución sexual, tanto a nivel social como mediático, que tuvo lugar en la década de los sesenta. La girl next door y sus parodias sirvieron de caballo de Troya para infiltrar el sexo en la idílica sociedad americana de los cincuenta.
 
 
Pussycat y Sally Forth: chicas de revista aceptadas en el club de chicos
 
El siguiente paso en la evolución de estas representaciones femeninas portadoras de una sexualidad con signo positivo supuso su incorporación a entornos sociolaborales donde el monopolio de lo masculino resultaba incuestionable. Hasta ese momento, en los cómics dedicados al público adolescente, que dominaron el mercado durante los años cuarenta y cincuenta, se había convertido en un tópico frecuente el rechazo a admitir chicas en los clubes que organizaban los chicos. La Pequeña Lulú o Patsy Walker [7] se detenían frente a los letreros que en el umbral de estos locales anunciaban: «Not girls allowed» [8]. La justificación de este rechazo partía de un motivo que consideraba su integración en esos círculos como una fuente segura de problemas. 
   
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Viñetas del número 15 de Patsy Walker, publicado en 1948 por la editorial Marvel (extraída de la obra citada de Trina Robbins).

 
Sin embargo, el destinatario juvenil de este tipo de cómics evitaba la presencia de alusiones directas a la sexualidad como la causa concreta de ese tipo de perturbaciones. Pero esa situación cambió cuando este tópico se trasladó a historietas dirigidas a un público masculino adulto que eludían las restricciones impuestas por el Comics Code al ser publicadas en revistas. La sexualidad femenina se identificó inequívocamente como el motivo principal de las alteraciones en el sereno comportamiento habitual que solía regir un círculo cerrado reservado sólo a varones. Pero en lugar de desterrar a la mujer de esos ambientes sociolaborales masculinizados, se decidió emplearla como arma, apuntándola estratégicamente contra grupos de rivales que pudieran sucumbir a sus efectos. De este modo, se propició la alianza entre una hipersexualidad femenina, carente de autonomía personal, y los dispositivos de organización y control establecidos en los espacios reservados tradicionalmente a los hombres, aprovechando para fines narrativos la energía desprendida por el impacto.
 
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Viñetas de la historieta de Pussycat titulada "Another Capricious Caper of the Country's Most Cataclysmically Cuddlesome Curvaceous Cutie", que apareció en la revista Men en 1967. Su autor es el magnífico Bill Ward.

En las revistas pulp que proliferaron durante los años cincuenta y sesenta agrupadas bajo la distinción genérica de men’s adventure (donde además de los relatos de aventuras que les daban nombre se incluían ocasionalmente cómics) aparecería Pussycat [9], una secretaria de la organización S.C.O.R.E. que se ve promocionada a realizar tareas de agente secreto, aprovechando el potencial que su voluptuosidad ofrece para el espionaje. Pussycat sale airosa de todas sus misiones gracias a una mezcla de ingenuidad y de un potencial erótico que para ella pasa totalmente desapercibido, pero que ni sus superiores ni los miembros de la agencia enemiga de espionaje L.U.S.T. son capaces de ignorar. De este modo, la sexualidad que aprovechaban vamps y femme fatales se ve subrogada a la gestión masculina, se reconoce pero se enajena a su poseedora legítima.

La evolución significativa que supone Pussycat frente a la girl next door se pone de manifiesto claramente en uno de sus episodios, donde para apoderarse de los planos de un arma superdestructiva se infiltra en una versión poco disimulada de un Club Playboy [10], del que sólo se diferencia en el nombre («The Bunny Tail club») y en la ausencia de la diadema con orejas del uniforme corporativo. Su entrada en el salón restaurante desatará una protesta del resto de camareras, que se declararán en huelga por la competencia desleal que la hipersexualidad de Pussycat supone para ellas. Las mismas conejitas Playboy (aquí llamadas «bunnyhoppers») son quienes reconocen esa diferencia de identidad. La distinguen como algo distinto a la girl next door, como una superación a la que no pueden enfrentarse en igualdad de condiciones.

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Pussycat, como protomegavixen, provoca una huelga de conejitas playboy.

Compartiendo con Pussycat la premisa narrativa consistente en inocular una sexualidad femenina amplificada en un ambiente típicamente masculino, nacería en las publicaciones militares (tan fructíferas en este aspecto) el personaje de Sally Forth [11]. 

   
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Viñetas de Sally Forth ilustradas por Wally Wood. El desnudo, aunque todavía evitando el plano frontal, hace aparición con frecuencia.  

En esta ocasión será una unidad de comandos del ejército estadounidense la que reclutará entre sus filas a una chica de sensualidad anticiclónica, que alterará el comportamiento de sus compañeros militares a causa de su incapacidad para permanecer vestida durante más de cuatro viñetas seguidas. En el primer arco argumental del cómic, Sally recibe la orden de bañarse desnuda en un lago, siguiendo una estudiada estrategia militar. Así, sirve de cebo para obligar a salir de su escondite a un grupo de incontinentes comunistas orientales, que serán después bombardeados mientras la espían desde la orilla. La gestión de la sexualidad del personaje aparece de nuevo aquí cedida a una figura masculina, que saca partido para sus propios fines de su capacidad como instrumento de control.

Pero en esa primera aventura veremos cómo esa situación cambia cuando Sally Forth se ve separada de sus compañeros de la unidad de comandos y enviada a Marte en un cohete. Allí conocerá al que será su nuevo compañero habitual de aventuras, convirtiéndose en el sustituto actancial del lascivo clan de varones, un pequeño y asexuado extraterrestre llamado Snorky. De esta forma, enviada sola al espacio exterior, alejada del entorno doméstico y sobreprotegido de su realidad cotidiana, la versión caricaturizada de la girl next door se ve obligada a emanciparse y se va aproximando a un tipo de representación femenina diferente. Un modelo en el que esa capacidad de transición genérica que empieza a demostrar Sally Forth se convertirá en uno de los rasgos de su identidad más reconocibles.

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Sally Forth, a la conquista del espacio, conoce al extraterrestre Snorky.

La sexualidad femenina encontrará un territorio de libre circulación en la narrativa de aventuras, aprovechando la porosidad de los medios populares a cualquier elemento que pueda suponer un incremento en su número de consumidores, en este caso un público mayoritariamente masculino. Manteniendo la combinación de humor y erotismo que hemos venido mencionando, Sally Forth se embarcará en el mismo tipo de viajes espaciales que definieron las convenciones de la space opera y compartirá viñeta con parodias reconocibles de sus personajes más celebres, como Flash Gorgonzola, Ruck Bogers o Boobarella; visitará un horroroso castillo gótico donde se verá enfrentada a versiones caricaturescas de los monstruos que consagró la productora cinematográfica Universal; conocerá la espesura de la selva que sirve de refugio a los mundos perdidos y sufrirá el acoso de un epígono de Tarzan (Lord Gray Stripes, a.k.a. Starzan) y los celos de Sheema, su reina de la jungla. La experiencia de todas esas aventuras, la comenzará a transformar de girl next door en megavixen. 

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Sally Forth es perseguida por Starzan mientras Snorky busca por la jungla, perdido entre dinosaurios, a la reina Sheema.

Boobarella consigue atrapar a Sally Forth.

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Uno de los compañeros de Sally debe enfrentarse en duelo a Flash Gorgonzola en un juego organizado por Mung, el temible tirano del planeta Mungo, que ha reducido a todos sus habitantes masculinos al tamaño de ratones.


Megavixen prehistórica del espacio exterior vs. Vecinita de al lado
 
Con la aparición de la girl next door y su incorporación a la esfera de lo socialmente aceptable quedó inaugurado un nuevo mercado softcore de representaciones femeninas sexualizadas para el consumo cultural de masas. Ese nuevo espacio de intercambios se fue abriendo a otros medios que, como en la conquista del Oeste americano, se dispusieron a ocupar las parcelas de terreno todavía disponibles. En el cómic, el estereotipo de la dumb blonde comenzó a exteriorizar progresivamente la sexualidad que ya insinuaba en sus encarnaciones más tempranas, como Torchy, y se instaló en un espacio contiguo al de la playmate, llegando incluso a convivir con ella en la misma publicación en el caso de Little Annie Fanny. Ambas idealizaciones se posicionaron como opción sexual y fantasía realizable de lo políticamente correcto, diferenciándose entre ellas por su mayor proximidad al realismo o la caricatura. Se introdujeron en el paisaje mental de sus consumidores masculinos intentando aproximarse a ellos lo máximo posible. Se mudaron a su mismo bloque de apartamentos, dejaron que les cedieran el asiento en el transporte público, procuraban cruzarse con ellos en los pasillos de la oficina donde trabajaban como secretarias. Parecían esforzarse para que sus miradas las encontrasen sin necesidad de desplazarse mucho más allá de sus propios hogares. El espacio de la proximidad, dentro de la topología de lo pornográfico, fue ocupado con rapidez, y los personajes femeninos que vieron la luz posteriormente salieron en busca de nuevos territorios. En el medio del cómic, Pussycat y sobre todo Sally Forth fueron pioneras en esa exploración hacia otros géneros que culminaría en la gestación de un modelo complementario de sexualidad femenina: la megavixen.
 
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Tura Satana en Faster Pussycat, Kill! Kill! (1965).

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Raquel Welch en One Million Years B.C. (1966).

Nacida en lo exótico, en lo lejano, en un imprevisible territorio todavía no cartografiado, la megavixen prefirió la frondosa jungla del mundo perdido o la oscuridad del espacio exterior a las comodidades que ofrecía un piso compartido en alguna gran ciudad. Su alejamiento de lo cotidiano obedecía en este caso a una función muy parecida a la humorística. Alcanzar un alto grado de distanciamiento respecto a la realidad del consumidor favorecía la aceptación de una sexualidad desatada; una moral férrea en el hogar no tenía por qué entrar en conflicto con el relajamiento de las costumbres que regían esos otros entornos remotos y salvajes. Su fisonomía no se diferenciaba mucho de la de sus predecesoras, su cuerpo estaba cincelado como un modelo griego de perfección física con atributos sexuales sobredimensionados. Pero existía un marcador que señalaba su oposición radical a los estereotipos anteriores: la absoluta consciencia de esa hipersexualidad. Atrás quedaba la ingenua que resultaba provocadora sin desearlo, la megavixen gestionaba su potencial erótico de forma autónoma a partir de sus propias decisiones. Y esa independencia permeaba la totalidad de sus acciones y quedaría reflejada en una completa ausencia de pudor a la hora de mostrarse desnuda, incluso desde un ángulo frontal.
 
En el medio cinematográfico, la incubación de este modelo de feminidad (que eclosionaría plenamente a finales de la década de los sesenta, alentado por una multimediática revolución sexual) se puede comenzar a apreciar ya en algunas producciones de serie B de los años cincuenta. Su argumento, esclerotizado por las dinámicas genéricas de la popularidad, consistía en abordar el conflicto sexual que surgía en planetas habitados únicamente por mujeres, por tribus de amazonas guerreras, cuando veían alterada la estabilidad de su mundo con la llegada de un grupo de astronautas. Abbott and Costello Go to Mars (1953), Cat Women of the Moon (1953), Fire Maidens from Outer Space (1955) o Queen of Outer Space (1958) encajarían dentro de este subgénero que todavía se vería continuado a finales de los sesenta con Voyage to the Planet of Prehistoric Women (1968), producida por Roger Corman y dirigida por Peter Bogdanovich. Pero a pesar de la premisa narrativa, en estas películas el erotismo permanecía todavía sublimado, agazapado en un nivel más o menos implícito, sin llegar a reflejarse con plena libertad en las acciones de sus personajes ni imponer en su imagen un desnudo sin restricciones. Lo que sí empezaban a manifestar con claridad era esa otra característica fundamental de la megavixen: su naturaleza híbrida. Su condición mestiza determinada por habitar varios territorios genéricos simultáneamente: el mundo primitivo de la novela de aventuras, el espacio exterior de la space opera, el castillo terrorífico de la novela gótica.

Continuar hablando de la aparición y el proceso de sexualización exponencial que esta representación femenina experimentó en el mundo del cine resultaría una tarea difícil de circunscribir dentro de los límites de este artículo. Sería necesario analizar a Raquel Welch y Martine Beswick como encarnaciones fílmicas de la sexualidad salvaje y prehistórica, que también hizo proliferar a las jungle girls en el cine de serie B durante los sesenta y en adelante (Gungala, Tarzana, Kilma, Luana). Se debería mencionar a Tura Satana como la auténtica megavixen que habitó a este lado de la pantalla: además del exotismo de su origen (hija de padre japonés y madre norteamericana) completa su currículo como arquetipo con un cinturón negro de kárate y su trabajo como bailarina de burlesque y actriz en todo tipo de producciones eróticas y de serie B. Resultaría imprescindible comentar la labor del fotógrafo de Playboy reconvertido en director de cine que mitificó esa imagen y le dio nombre: Russ Meyer. Convendría explicar cómo con su primera película, The inmoral Mr. Teas (1959), estableció el tono de comedia erótica ingenua en las producciones cinematográficas mainstream que se consolidaría dando lugar a todo un género, precursor del porno hardcore: las películas conocidas con el sobrenombre de nudie cuties; en las que aparecían desnudos, pero siempre evitando mostrar esa perspectiva frontal que permitiera atisbar los genitales de sus protagonistas. Habría que citar las palabras del mismo Russ Meyer reconociendo cómo una de sus mayores influencias, a la hora de desarrollar ese tipo de películas, había sido el cómic Li´l Abner, de Al Capp [12]. Y también convendría recordar la infinidad de demostraciones de hibridación entre géneros populares y pornografía que vieron la luz dentro de la dinámica de producción cinematográfica conocida como sexploitation, desde su auge hasta los años noventa del siglo pasado, cuando la emergencia de la World Wide Web fue consolidando un monopolio frente a otros medios como el vídeo, que marcó el principio de su decadencia.

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Cartel de la película Prehistoric Women (1967), protagonizada por Martine Beswick.

Cartel de Supervixens (1975), dirigida por Russ Meyer.

Volviendo atrás en el tiempo es posible comenzar a detectar esta misma tendencia en el mundo del cómic durante la década de los cuarenta con la aparición de un nuevo género que gozaría de gran popularidad: las aventuras de jungle girls. Sus protagonistas eran mujeres en las que se fusionaba el perfil aventurero de Tarzán con los rasgos de divinidad selvática que introdujo Henry Ridder Haggard en el personaje de Ayesha, la protagonista de su novela She. La primera jungle girl, fundadora de esta prolífica estirpe, asumió esa deuda genética naciendo en un cómic británico y tomando el nombre de Sheena. Su éxito inmediato provocó la migración cultural del concepto a Estados Unidos, donde dio lugar, durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta, a la aparición de numerosas reinas de la selva a su imagen y semejanza: Camilla, Tiger Girl, Rulah, Jann, Tygra, Lorna, Princess Pantha… Además de exhibir una vestimenta escasa, tanto en su variedad como en la cantidad de tela empleada para confeccionarla, limitándose al uso continuado de bañadores y bikinis de piel de leopardo, todas ellas compartían una peculiaridad fundamental. Representaban una inversión radical del rol reservado a la mujer en una de las coartadas narrativas más persistentes en los géneros de aventuras: la situación de “la damisela en apuros”. La jungle girl asumía sin complejos el papel de rescatadora y cedía su puesto como víctima a los aguerridos aventureros que, pese a su valor y fortaleza, se veían superados por las dificultades que enfrentaban en el entorno selvático, tan hostil y ajeno para ellos. Esa condición de heroínas que reinaban en su hábitat natural (completamente diferente a ese otro reino doméstico que se les había atribuido en la calidez del hogar), demostrando su independencia de lo masculino, las identificaba con la marca reconocible del germen que daría lugar a la megavixen.

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Portadas de diferentes cómics protagonizados por jungle girls donde aparecen “aventureros en apuros”. Se puede identificar el momento de su publicación, como anterior o posterior a la implantación del Comic Code, en función de si van vestidas con bikini o bañador, respectivamente.

 
Ilustrando a la megavixen: la Corben girl

Pero el autor que se puede considerar responsable de dar forma definitiva al arquetipo de la megavixen en el medio del cómic es, sin duda alguna, Richard Corben. En mayor o menor medida, todos sus personajes femeninos poseen en parte los elementos constituyentes de su tipología.

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Página del cómic Den 2: Muvovum (1983).  
Pueden resultar ejemplos paradigmáticos o limitarse a adoptar esa representación formal guiada por un ideal de voluptuosidad desmesurada, heredera de aquellos personajes humorísticos que ofrecían una imagen caricaturesca de la sexualidad femenina. Aunque en este caso ese dibujo hiperbólico no produce el mismo efecto de distanciamiento antirrealista al verse contrarrestado con dos de los rasgos más característicos del estilo de Corben. El primero de ellos es el asombroso dinamismo que trasmiten los cuerpos de sus personajes, que, independientemente de la dificultad de su pose o de la infrecuente perspectiva que se adopte en las viñetas, conservan siempre una exactitud anatómica en la que se adivina un exhaustivo trabajo con referencias fotográficas y esculturas. El otro es el empleo de una innovadora técnica de coloreado desarrollada por él mismo [13], con la que consigue unas transiciones tonales entre zonas de luminosidad variable que enfatizan todavía más esa sensación de realismo. El efecto total que produce el estilo de Corben sobre el espectador es de extrañamiento, de encontrarse frente a una imagen contradictoria en la que se conjugan armónicamente niveles estéticos asociados a campos semánticos contradictorios: la caricatura y el realismo.
 
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Horrilor, la versión hipersexualizada del guardian de la cripta de la editorial EC. Página de Grim Wit (1973).

Corben convierte ese cuerpo hipersexuado, tan proclive al desnudo integral, en una imagen estándar y recurrente que sirve como seña de identidad reconocible a sus mujeres. Llega incluso a utilizarlo como si fuera un tótem simbólico de ese concepto de lo femenino, sobre el que construye personajes como si fueran collages, mediante técnicas de superposición y pastiche, dando lugar a anomalías híbridas como Horrilor, la maestra de ceremonias que presenta algunas de las historias cortas de terror publicadas en el fanzine autoeditado Grim Wit; o la Lady Madeline de su particular adaptación gráfica de El hundimiento de la casa Usher (1984), protagonizada por el propio Edgar Allan Poe; o algunas de sus criaturas humanoides de origen alienígena.
 
En el momento en que Richard Corben comienza su carrera como autor de cómic el desnudo frontal ya no resultaba algo censurable en muchas esferas de la cultura popular próximas al mainstream. A finales de los sesenta ya había sido introducido en diferentes medios, y los escándalos iniciales empezaban a quedar atrás. En una escena del musical Hair, que debutó en el circuito off-Broadway de Nueva York en 1967, todo el reparto aparecía completamente desnudo en una escena. La película sueca I’m curious (yellow), producida ese mismo año, se estrenaba en los cines norteamericanos mostrando los primeros desnudos frontales proyectados en la gran pantalla. En el cómic, sin embargo, Little Annie Fanny o Sally Forth no habían llegado tan lejos. Y aunque en el underground estadounidense no eran infrecuentes las imágenes pornográficas, el estilo que adoptaban se encontraba muy próximo a la estética de los cartoons o los funny animals, lo que minimizaba su potencial erótico. Habría que esperar a la entrada en escena de Corben para que el desnudo femenino alcanzara en este medio el nivel de protagonismo que él le otorgó en sus historietas y el grado de perfección que logró con sus dibujos.
 
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Viñetas de una de las primeras historietas de Corben: Cuando los sueños chocan (1970).  
En sus obras, la desnudez del cuerpo femenino se pone al servicio de una sexualidad ejercida con total libertad. Esa supresión de las restricciones morales, que da forma al carácter liberal de la megavixen, queda patente desde las primeras historietas de Corben. En Cuando los sueños chocan (1970), las fantasías megalómanas a las que se abandona un predicador mientras viaja en autobús, en las que se imagina convertido en un dios ultraviolento y represor con apariencia de superhéroe, sufren la interferencia del sueño de una joven hippie que acaba imponiendo su visión de libertad en ese universo onírico compartido. La victoria de esa sexualidad natural, que representa la muchacha, sobre la moral restrictiva y perversa que personifica el sacerdote será uno de los motivos recurrentes en los relatos del autor. El desnudo pretende convertirse así en una reivindicación de la ideología liberal [14] que impregnó esos años finales de la década de los sesenta y principios de los setenta.
 
Pero la respuesta del público consumidor y de la sociedad general a estas representaciones pornográficas, según fueron consiguiendo una mayor cuota de mercado en los medios basados en lo visual, fue haciéndose más compleja y, en general, más hostil. Los sectores conservadores promovieron el endurecimiento de la regulación antiobscenidad, llegando a emprender acciones judiciales contra determinadas películas o publicaciones. Pero también desde ambientes más progresistas se promoverían duras campañas contra la pornografía. Algunos círculos feministas, como veremos más adelante, resultaron muy críticos con la obra de Richard Corben.
 
Durante la era Reagan, en los años de mayor endurecimiento de la oposición a la pornografía, se puede apreciar cómo Richard Corben suaviza el erotismo de sus historietas hasta hacerlo prácticamente desaparecer. Tras concluir uno de los cómics en los que mejor demuestra su maestría para tratar los géneros populares en tono de parodia erótica, The Bodyssey, a partir del año 1985 resulta muy difícil encontrar un desnudo en sus obras. Los personajes femeninos (y también masculinos) seguirán conservando esa anatomía vertiginosa, pero en la mayoría de las ocasiones sólo podrá ser adivinada indirectamente, bajo las formas exageradas que imprime a las ropas que la ocultan. Es muy probable que esa decisión de renunciar al desnudo estuviera influida por la publicación ese mismo año del informe de la Comisión Meese. Encargado por Ronald Reagan con el objetivo de encontrar nuevas vías para controlar el supuesto problema de la pornografía, en sus conclusiones recomendaba endurecer la legislación vigente sobre obscenidad y expandir su definición para ampliar el marco de la considerada como ilegal. La trascendencia social de este informe llevó a la cadena de comercios 7-eleven a retirar durante un tiempo de sus estanterías las revistas Playboy y Penthouse. Una de sus consecuencias fue el establecimiento de una frontera infranqueable que separaba los ámbitos del consumo público o privado. 
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Portada de la edición española de Den 5. Elementos (1989). Kath aparece vestida con los harapos que se convertirían en su uniforme habitual.

Mientras que la industria cinematográfica sólo tuvo que mantener la política que ya venía practicando, consistente en no mostrar nada explícito en la cartelería publicitaria, y compensó el abandono del porno de las salas de exhibición con la aparición del vídeo doméstico, los medios impresos se enfrentaron a mayores problemas, ya que sus productos, al ser vendidos en lugares públicos, eran susceptibles de ser hojeados por cualquiera, no sólo por adultos. No resulta descabellado pensar que antes de exponerse a las represalias de esa nueva ola de seudomoralismo, que él tanto repudiaba, Richard Corben decidiera suavizar el contenido erótico de su obra. Pero esto no deja de ser una hipótesis que requeriría una investigación más exhaustiva para su confirmación. Posteriormente, en las dos últimas entregas de la serie Den, Densaga (1992) y Denz (1996), publicadas por capítulos en las revistas Heavy Metal y Penthouse, respectivamente, durante el gobierno de Clinton (que contribuiría a título personal en la instalación de los códigos propios de la pornografía en el imaginario de la sociedad posmoderna), volvería a saturar sus viñetas con desnudos frontales masculinos y femeninos por última vez. Nadie podría borrar los centenares de páginas que hasta entonces había poblado con exuberantes megavixens prehistóricas del espacio exterior, pero el pudor que se aprecia en su obra posterior a 1986 no pasa desapercibido.
 
 
Corben y lo pulp
 
Los géneros populares, por los que Corben parece sentir una especial predilección, le proporcionaron el escenario idóneo para llevar a cabo la colonización pornográfica de la historieta con sus ejércitos de mujeres hipersexuadas. Gracias a su distanciamiento respecto al espacio de lo cotidiano y el tiempo presente (que marcan la escala sobre la que medir su potencial para la evasión) y a la porosidad ofrecida a cualquier ingrediente adicional que supusiera un posible incremento de su público, lo pulp se convirtió en una arcilla perfecta para moldear el cuerpo de la megavixen. Así, adquirió sustancia en todo tipo de encarnaciones dentro del terror gótico, la fantasía heroica, las aventuras en mundos perdidos y la ciencia ficción. Encontró su sitio en esos universos híbridos donde se fusionan elementos de distintos géneros en una combinación equilibrada, armonizando a la perfección sin que sus intersecciones produjeran discordancia alguna. Cómo podríamos calificar la graphic novel Bloodstar (1976), en la que una situación apocalíptica, característica de los relatos distópicos, produce un mundo idéntico a los que podemos encontrar en obras adscritas al género de espada y brujería. ¿Y dónde situaríamos Jeremy Brood (1982) o la saga Den?
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Viñetas finales de La bestia de Wolfton (1972).  
El problema es similar. Las convenciones narrativas de la space opera permiten que las expediciones a planetas distantes se conviertan en viajes hacia el pasado, sin necesidad de realizar ningún salto cronológico, cuando los pobladores que se encuentran esos exploradores ficticios viven en un estado de civilización asimilable al de las sociedades primitivas conocidas por el lector. Esto mismo también es aplicable a las tramas de mundos perdidos, como en el caso de Rip tiempo atrás (1986), donde el recurso del viaje en el tiempo, tan característico de la ciencia ficción, se utiliza como medio para acceder a la prehistoria. Todos estos géneros comparten una esencia estructural común, basada en la sucesión constante de aventuras, que permite la superposición natural de unos y otros sin que exista una discontinuidad brusca entre ellas que dificulte el acoplamiento. Y Richard Corben sabe aprovechar al máximo esa cualidad combinatoria para demostrar la capacidad de adaptación a lo pulp de la megavixen.
 
Los hombres lobo y sus diferentes mutaciones en cánidos con actitudes algo más sociables, como Rowlf (1970) o el protagonista de El mago Wafstaff (1974), ocupan un lugar de privilegio en el imaginario de Corben, que los convirtió en protagonistas de numerosas historias donde se fundían elementos terroríficos con otros de fantasía heroica. El contrapunto ideal a la ferocidad de esa incontrolable bestia asesina que aterroriza con sus crímenes a los indefensos habitantes de aislados villorrios medievales, lo encontró en la belleza sobredimensionada de la megavixen. Y pese a que una predisposición narrativa ineludible la forzaba a asumir el papel de víctima, de damisela en apuros raptada por el monstruo, no dudaba en recurrir al sexo para invertir esa situación. Así sucede en La bestia de Wolfton (1972), una curiosa reelaboración del relato clásico de la bella y la bestia, donde el hombre lobo, pese a demostrar su nobleza a Lady Chabita y ser devuelto a su forma natural después de tener sexo con ella, acaba siendo decapitado por esa misma mano que poco antes le acariciaba.
 
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Página de Roda y el lobo (1984) en la que Richard Corben reelabora la escena del intercambio de preguntas entre caperucita y la abuela.

Otro ejemplo perfecto de esas historietas que se balancean en la frontera de lo liminal, jugando con varias convenciones genéricas simultáneamente, lo encontramos en Roda y el lobo (1984), paradigma de esa estética de la hibridación tan característica de Corben. En apenas ocho páginas lleva a cabo una magistral adaptación del cuento de Caperucita Roja, convirtiendo a su protagonista en una primitiva virgen pelirroja, que huye al bosque escapando del sacrificio al que va a ser entregada por su tribu y acaba en la cabaña de una chamánica abuelita que resulta ser una mujer lobo. Finalmente, los miembros de su clan acudirán a rescatarla y serán devorados por la bestia, con la que tendrá que acabar la propia Roda, ejerciendo ella misma la función salvadora reservada al leñador del relato original.

Las aproximaciones de Corben a los territorios de la espada y brujería más ortodoxa, siguiendo los pasos de Robert E. Howard, quedaron muy lejos de su modelo. Haciendo a un lado la seriedad propia de lo épico, acabaron convertidas en parodias eróticas, donde el comportamiento de sus héroes no resulta en absoluto heroico. Razar y Pilgor, protagonistas de estas fantasías antiheroicas, podrían ser los vástagos producto de la imposible unión física de Conan el bárbaro y Little Annie Fanny. Su ingenuidad y torpeza se convierten en sustitutos de la astucia que deberían demostrar, trasladada en esta ocasión a sus rivales femeninas. Es frecuente encontrar en estas historietas otra inversión respecto a los estereotipos narrativos asociados a la feminidad sexualizada, y en lugar de presentar a un grupo de hombres acosando a una protagonista físicamente superdotada, como sucedía con Torchy o Pussycat, ahora es ese antihéroe masculino quien se ve perseguido y forzado a ejercitar su sexualidad una y otra vez. Sin embargo, estas situaciones parecen ser fruto de una dinámica inherente a la parodia y no deben atribuírseles pretensiones distintas, como podría ser la de ampliar el público del texto promoviendo la incorporación del sector femenino.

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Viñetas de Razar el antihéroe (1970). Tras ser obligado a mantener relaciones sexuales, Razar recibe una paliza de su amante karateka.

Una de las impresionantes ilustraciones que Corben realizó a partir de escenas de la saga de Pilgor, The Bodyssey. Nótese el tono paródico de su título: "Machola seeks a remembrance". La fecha de la ilustración (1979) antecede a la de publicación del cómic en varios años (1985).

Pero es en la creación de la saga del héroe Den (de perfil más canónico que los anteriores) donde Richard Corben mejor demuestra su destreza para la fusión genérica. Tomando referencias de la mitología lovecraftiana, de los relatos de Robert E. Howard y, especialmente, de la serie de novelas de John Carter escritas por Edgar Rice Burroughs, engendra el mundo de Nuncanada, un universo paralelo al nuestro donde un enclenque estudiante de electrónica puede convertirse en un culturista superdotado (en todos los aspectos) y una novelista, menuda y débil, que paseaba por la campiña inglesa en el verano de 1892, se ve metamorfoseada en megavixen al atravesar una puerta interdimensional.

   
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Kath relata a Den su llegada al mundo de Nuncanada. Viñetas del volumen que recopiló la primera entrega de la saga Den en 1978.  
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Kath y Den en el paraiso. Página de la primera entrega de la saga Den (1978).

 

En ese tránsito de Katherine Wells, en ese salto de apenas unos segundos, podemos intuir el proceso completo de transformación que sufriría el modelo de belleza representado por la dama frágil decimonónica, pasando por diferentes avatares, hasta convertirse en una mujer hipersexuada. 

En Kath se proyecta una visión futurista de una nueva Eva, creada a partir del mismo patrón que da forma a su compañero Den: la hiperbolización de la fuerza y el erotismo que en los personajes de Burroughs se insinuaba sólo sutilmente. Si en Den se puede ver un trasunto de John Carter, Kath derivaría entonces de una amplificación, en todos los aspectos, de la princesa marciana Dejah Thoris. El primer encuentro entre ambos, que tendrá lugar en un enclave sospechosamente paradisíaco, teniendo en cuenta la desertización rampante que sufre la superficie de Nuncanada, remite a una versión pornográfica del Génesis, y al igual que este texto, sus páginas podrían incluirse dentro del canon que recopilara las imágenes fundamentales de la megavixen.
 
Sin embargo, en el primer volumen de la prolífica saga el personaje de Kath se limita a representar el rol de doncella en peligro (aunque en ningún caso virginal). Será en la segunda entrega, publicada en 1983, donde adquirirá un nuevo matiz totalmente distinto. En las primeras viñetas del cómic mantendrá una discusión con Den en la que defenderá su condición de mujer adulta, reivindicará su nombre completo y reconocerá estar cansada de que le digan lo que debe hacer. «No sé lo que daría por abandonar esta espantosa pesadilla machista», es la frase con la que da por concluida la disputa. Katherine Wells se convierte en el reflejo, dentro de la ficción, de algunos discursos feministas del momento que censuraban la pornografía acusándola de presentar a la mujer como un simple objeto. Corben establece así un diálogo paródico y metaficticio con esas críticas [15] asumiendo, mediante las palabras que pone en boca de Den, una postura defensiva fundada en argumentos estéticos y en la aceptación de la naturaleza irreal tanto de relatos como de personajes. Pese a la ironía que desprende toda la situación, resulta interesante observar a Corben proponer una visión conciliadora, en la que Den se pliega a los deseos de esa nueva Katherine, aceptando vestirse como un hombre común y llegando incluso a conseguir que un brujo les devuelva de nuevo a su mundo. Pero finalmente él acabará regresando solo a Nuncanada, renunciando a su vida en pareja al no poder convertirse en el hombre que ella desea.
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La discusión feminista de Kath y Den. Página del volumen Den 2 - Muvovum (1983).

Las convenciones que asumen los géneros de aventuras parecen determinar la personalidad de Den y marcar la agenda de sus relaciones con el otro sexo. Imponiéndose a la ideología que pueda poseer el autor, el texto imprime la suya propia, regida por ciertos parámetros difíciles de subvertir. Ésa parece ser la respuesta que Richard Corben ofrece, de forma implícita, a las acusaciones de machismo vertidas desde algunos sectores feministas. Pero como ya comentamos anteriormente, estas críticas, sumadas al acoso de las campañas antiobscenidad, pueden explicar esa supresión de lo pornográfico que se aprecia en sus obras posteriores a 1985.

En cualquier caso, es innegable que la imagen hipersexualizada de la megavixen debe su forma a unas dinámicas de mercado que, a día de hoy, todavía fomentan visiones estereotipadas de lo femenino como reclamo para atraer a un público exclusivamente masculino. Pero una vez reconocida esa componente sexista, que penetra el género de aventuras desde sus orígenes, puede resultar más fructífero analizar la evolución de las representaciones de la mujer dentro de este marco que entrar a juzgar la ideología machista (explícita o implícita) de determinados autores [16], tanto para los que las valoren negativamente como para aquellos que no.

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Den regresa a Nuncanada sin Kath. Viñetas del volumen Den 2 - Muvovum (1983).


Arqueología de la megavixen: en busca de su origen secreto

¿Cuál es entonces el origen secreto de la megavixen? ¿Dónde debemos buscar y qué método habría que seguir para rastrearlo? El psicoanálisis podría servir para esbozar teorías que justificaran esa relación entre el sexo y lo remoto salvaje apelando a relatos de carácter mítico, a una explicación psicológica del paraíso perdido, entendido como la idealización de un tiempo pasado y un espacio inaccesible donde la sexualidad operara con desenvoltura, de forma natural, sin sufrir la alienación impuesta por la cultura represora de las civilizaciones modernas. Incluso podría llegar a identificarse en esta idea una componente de raíz judeocristiana, exclusiva de la tradición occidental, que la vinculará a una percepción eurocéntrica. Esa visión edénica del sexo libre se habría introducido en la cultura popular en un momento determinado de la historia y su evolución a lo largo del tiempo habría dado lugar a manifestaciones concretas, como el arquetipo femenino que nos ocupa. La búsqueda de los restos arqueológicos que ese proceso habría ido dejando tras de sí podría permitir trazar un mapa donde quedara indicado el camino hacia la fuente perdida que vio nacer de sus aguas a la megavixen. Intentaremos entonces surcar ese camino.
 
Uno de los primeros hitos que pueden considerarse fundacionales en el establecimiento de la cultura popular de masas, construida gracias al éxito arrollador obtenido por determinadas obras que se convertían de inmediato en iconos atemporales, sería la publicación serializada en revistas pulp de las novelas de Edgar Rice Burroughs, sin duda alguna el autor más influyente en la literatura de género de todo el siglo XX. Gran parte de la obra de Richard Corben se puede remitir a la de Burroughs: a sus tramas, a sus mundos, a sus personajes. A las aventuras en la jungla protagonizadas por Tarzán, a las de los náufragos arrastrados accidentalmente a una isla habitada por criaturas prehistóricas en su trilogía de Caspak y sobre todo a la saga de John Carter en el planeta rojo. En la primera novela que protagonizó este último, Una princesa de Marte (1912), se puede identificar a una de las antepasadas primigenias de las megavixens de Corben. Cuando hace aparición, escoltada por un grupo de guerreros marcianos que la llevan prisionera ante su caudillo, la princesa Dejah Thoris es descrita así por John Carter, que ejerce de narrador en la obra:
 
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Portada de Frank E. Schoonover para la edición de Una princesa de Marte, publicada en 1917 por McClurg. A la derecha, portada de J. Allen St. John para la edición de El señor de la guerra de Marte, publicada en 1919 por el mismo editor.  
Estaba tan desprovista de ropa como los marcianos que la acompañaban; es más, salvo sus ornamentos extremadamente labrados, estaba completamente desnuda, y ningún tipo de ropa hubiera podido realzar la belleza de su cuerpo perfecto y simétrico. (Una princesa de Marte, Burroughs, pág. 33).
 
Sin embargo, la sexualidad del personaje, expresada sin cortapisas en la letra impresa, no llegó a trasmitirse a las portadas que ilustraron las publicaciones de Burroughs hasta varias décadas más adelante. En el texto, Dejah Thoris aparecía descrita con rasgos de megavixen, pero su imagen en las ilustraciones se parecía más a la de aquellas nobles damas de condición frágil que habitaron el siglo XIX. Una representación que se ajustaba a su condición de princesa, de acuerdo a los códigos establecidos en la pintura de la época, más próximos a las obras de los prerrafaelitas que a los desnudos renacentistas. Habría que esperar a los años setenta para que toda la carnalidad que desprendía su caracterización quedara reflejada en las ilustraciones de Frank Frazetta, precursor de Richard Corben, que también sintió una predilección especial por los motivos de la literatura popular y compartió con él esa misma visión que asociaba el culturismo a la heroicidad masculina y la sensualidad del semidesnudo a la belleza femenina. 
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Ilustraciones de Frank Frazetta tituladas A princess of Mars (1970) y A fighting man of Mars (1973).

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Pero si volvemos la vista un poco más atrás, podemos encontrar esa conexión entre la sexualidad y lo remoto salvaje en otro autor, sir Henry Rider Haggard. Aparte de su celebrada serie de novelas dedicadas al aventurero Allan Quatermain y su exploración del continente africano, fundadoras del subgénero de aventuras centrado en los viajes a mundos perdidos, Haggard creó un personaje femenino que se puede considerar también un precedente fundamental de la megavixen: Ayesha [17] (o She, la que debe ser obedecida). Reina hechicera de una tribu olvidada del África profunda y poseedora de una belleza capaz de subyugar la voluntad de los hombres que la contemplan, She se ve obligada a ocultarse tras un velo si quiere evitar el efecto de la fascinación que provoca. En esa capacidad de hechizar al que la mire se intuye el mismo poder que irradiaban, gracias a una sexualización mucho más obvia de su imagen, personajes como Little Annie Fanny, Pussycat o Sally Forth. Y pese a precederles en más de cincuenta años, Ayesha ya ejercía ella misma el control sobre esa fuerza atractiva, sin tener que someterlo al escrutinio o la supervisión de hombre alguno como les sucedía a ellas en sus historietas. En el personaje de Haggard es posible aislar el principio activo de la megavixen y atribuirle el mérito de ser la primera entre muchas. Varias décadas más tarde, a su imagen y semejanza, Burroughs introduciría en El retorno de Tarzán (1913) al personaje de La, reina y sacerdotisa de la ciudad pérdida de Opar. La expansión del arquetipo en la cultura popular comenzaba así su imparable avance.

Henry Rider Haggard y Edgar Rice Burroughs demuestran en sus obras el interés que habían despertado a finales del siglo XIX y comienzos del XX los descubrimientos realizados por un conjunto de disciplinas científicas emergentes, concentradas en fijar su mirada en el pasado y desarrolladas gracias a la expansión colonialista que tuvo lugar en Asia, América del Sur y, sobre todo, África. El hallazgo de tribus y culturas radicalmente distintas, que al ser clasificadas en una escala de civilización con referentes eurocéntricos fueron etiquetadas inmediatamente con el calificativo de primitivas, se entendió como una posibilidad de conocer en vivo lo que la paleontología sólo podía mostrar fosilizado y la arqueología en ruinas. Viajar al corazón de las tinieblas en lo profundo de África o adentrarse en la selva amazónica implicaba llevar a cabo una imposible expedición hacia el pasado primitivo de la humanidad. Ese viaje cultural en el tiempo, cuando traspasó la frontera de la ficción y fue transferido a la literatura popular, experimentó un fenómeno de refracción múltiple que dio lugar a tópicos imperecederos y a una variedad ingente de subgéneros que instituyeron el marco referencial de la novela de aventuras.

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Ilustraciones de Frank Frazetta tituladas John Carter and the Savage Apes of Mars (1971) y Thuvia - Maid of Mars (1974).

 
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Además de los autores ya mencionados, existen otros muchos que sucumbieron a esa fascinación que despertaron tanto la etnografía como la arqueología y la paleontología, y que son responsables de vertebrar la historia de la literatura de género: Arthur Conan Doyle y sus mundos perdidos, Howard Phillips Lovecraft y sus monstruosidades adoradas por sectas primitivas o Robert Ervin Howard y sus fantasías épicas son algunos de los más importantes. La imaginación de estos escritores se veía alimentada con revelaciones sorprendentes, como el descubrimiento en 1870 de los restos de la ciudad de Troya en las excavaciones arqueológicas que realizó en Turquía Heinrich Schliemannn; o el hallazgo, durante una cacería en 1867, de las ruinas del Gran Zimbabwe, una ciudad fabulosa que entre los siglos XI y XV llegó a albergar a miles de habitantes y sobre la que Karl Mauch teorizaría pocos años más tarde estableciendo conjeturas sobre su posible relación con el palacio de la reina de Saba; o la entrada en la cámara funeraria del faraón Tutankhamon en el año 1922, que Howard Carter descubría tras décadas de trabajo en el Valle de los Reyes egipcio. Incluso llegarían a inspirarse en las crónicas que recogían las hazañas en el sur de África de exploradores reales para crear personajes que se convertirían en arquetipos, como es el caso de Allan Quatermain, concebido por Rider Haggard tomando como modelo la figura de Frederick Courteney Selous.

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Frederick Selous, fotografiado durante un safari en África en el año 1890.

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Duria antiquior, acuarela de Henry de la Beche que representaba por primera vez la vida en la prehistoria reconstruida a partir de los fósiles que encontró Mary Anning (1830).

Otro de los detonantes que activaron esa explosión de interés por las ciencias del pasado, tan acorde con el auge del positivismo y causante de una onda expansiva que se propagó a todos los niveles de la cultura popular, fue la introducción de la espectacularidad como forma de intensificar el atractivo de los museos dedicados a exhibir sus descubrimientos más recientes. La creación de dioramas y otro tipo de reproducciones miméticas de ese pasado inaccesible, pero descifrado y reconstruido a partir de los restos arqueológicos y paleontológicos, abrió las puertas de los museos al público general apelando a su sentido de la maravilla. La tipología del aventurero de ficción se perfilaba todavía más, dotándole de intereses científicos, a partir de las personalidades reales de arqueólogos y paleontólogos. Entre los más conocidos se encuentra Barnum Braum, que descubrió en 1902 en Hell Creek, Montana, un yacimiento a partir del que se reconstruiría el primer esqueleto de un Tyrannosaurus rex, empleando casi en su totalidad los huesos originales. En 1906 esa reconstrucción sería exhibida en el Museo de Historia Natural de Nueva York despertando la curiosidad de todos los habitantes de la Gran Manzana.

Pero fue gracias a la etnografía como el sexo se introdujo en esos nuevos espacios de lo remoto tan atractivos para el público general. La aparición de la revista de la National Geographic Society en 1888 contribuyó a introducir esta percepción en el imaginario colectivo. En sus artículos y monografías se ofrecían descripciones de tribus en las que hombres y mujeres semidesnudos vivían en un estado de civilización ajeno a las restricciones morales rectoras en las sociedades occidentales. A principios de siglo, las fotografías que comenzaron a acompañarlos profusamente se convirtieron en uno de sus principales atractivos.

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Barnum Brown examinando la reconstrucción del esqueleto de tiranosaurio en el Museo Americano de Historia Natural.  

Aprovechando la coartada de su carácter educativo, que les permitía evitar acusaciones de obscenidad, comenzaron a mostrar imágenes que ilustraban la desnudez de los pobladores de esos lugares exóticos. Al presentarlas de este modo, como curiosidades arqueológicas con fines didácticos, conseguían evadir los juicios morales de la época, que sí quedaban reflejados en el casto vestuario de la Gibson girl o en las recatadas ilustraciones de la (textualmente) exuberante Dejah Thoris. Desde este punto de vista podría considerarse a National Geographic como la primera revista pornográfica mainstream de la historia, anticipándose a Playboy en más de cincuenta años. Es muy difícil obviar que ese erotismo, amparado en lo remoto y legitimado también por esa condición de fantasía que refrendaba la literatura, podría resultar un importante aliciente para algunos de sus lectores, que poco a poco irían interiorizando y transmitiendo la asociación de sexo, primitivismo y aventura.

La pervivencia y fortalecimiento de esta vinculación esencial quedaría demostrada cuando en los años cincuenta llegara a introducirse de forma solapada en el ambiente que se postulaba como su antagonista: el universo Playboy, fundado sobre la domesticidad de lo cercano.

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Fotografía de una pareja de zulúes que apareció en el número de noviembre de 1896 de la revista National Geographic, mostrando por primera vez en una revista unos pechos desnudos.

Hugh Hefner incluiría en el diseño de su mansión de Los Ángeles la construcción de una cueva “natural” a la que los visitantes bautizaron como la “gruta jurásica” [18]. Este recinto atávico y discordante se convertiría en el centro neurálgico de las fiestas celebradas en la casa, en el lugar donde el play boy podía transformarse en un émulo del Tarzán de Edgar Rice Burroughs, dedicado ahora a perseguir conejitas en lugar de a saltar de liana en liana rodeado de simios. El primer magnate del porno creó así su propio mundo perdido artificial incorporado en los niveles inferiores de su espacio doméstico, siendo posible asimilar la elección de esta ubicación con la del inconsciente freudiano, relegado a ocupar los estratos más profundos de la mente humana. Incluso en el corazón de la mansión Playboy se reservó una suite salvaje que hiciera sentir cómoda a la megavixen, instalada con ánimo de quedarse en el imaginario pornográfico del siglo XX.

Con estos referentes culturales iniciaría su andadura el arquetipo de la megavixen prehistórica del espacio exterior. A partir de ellos se puede ensamblar una primera imagen, trazar su silueta sobre el paisaje que le sirvió de fondo. Utilizando una terminología más cercana a la historieta: llegar a descifrar su origen secreto. Así, partiendo de ese sutil don de la fascinación que ejercía Ayesha al desvelarse, llegaría a convertirse en una mujer refractaria a cualquier tipo de velo que pudiera ocultar su cuerpo hipersexualizado. Y sería Richard Corben quien mejor la plasmara en sus viñetas.

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Fotografía de una mujer del norte de África que podría ser una encarnación de la princesa Dejah Thoris realizada por Lehnert y Landrock para National Geographic.

Fotografías y plano de perfil de la cueva jurásica de la mansión Playboy.

 
NOTAS:

[1] Este primer apartado toma como referencia principal el artículo de Allan Mazur titulado U.S. Trends in Feminine Beauty and Overadaptation, publicado en The Journal of Sex Research. Vol. 22, nº 3, págs. 281-303. Agosto, 1986. En él se cita profusamente la obra American Beauty, de Lois Banner, publicada por la editorial Knopf en 1983, a la que no se ha tenido acceso.  
[2] La idea de presentar la girl next door como sexualización de lo doméstico se ha tomado de la obra Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en Playboy durante la guerra fría, de Beatriz Preciado, publicado por Anagrama en 2010 (págs. 70-72).
[3] Esa asociación entre éxito y sexualidad en la revista Playboy se ha extraído del libro The porning of America,de Carmine Sarracino y Kevin M. Scott, editado por Beacon Press en 2008 (págs. 33-34).
[4] La traducción es mía a partir de la transcripción de este diálogo que aparece en la página 36 de The porning of America. En el idioma original la última frase del doctor es: «Well, then I could hear myself coming!», quedando más patente el doble sentido entre los verbos ingleses «come» y «cum».
[5] Los responsables de la creación de Little Annie Fanny son el guionista Harvey Kurtzman, editor de la revista Mad, y el dibujante Bill Elder. En el número de octubre de 1962 aparecieron sus primeras viñetas. Se pueden encontrar más detalles acerca del personaje en: http://www.tebeosfera.com/obras/series/torchy_ward_1944.html
[6] Torchy Todd fue creada en 1944 por Bill Ward y apareció en varias publicaciones militares antes de establecerse en la editorial Quality Comics, donde consiguió su propia cabecera en 1949, de la que protagonizó seis números. Pese a la brevedad de esa trayectoria la trascendencia que ha alcanzado el personaje es un hecho a destacar. Para más información se puede consultar la web: http://www.toonopedia.com/torchy.htm
[7] Patsy Walker apareció por primera vez en el número de noviembre de 1944 de Miss America Magazine, publicado por la editorial Marvel, y obtendría su propio título en 1945. Fue uno de los más exitosos personajes femeninos que mostraban mujeres trabajadoras en puestos “adecuados” a su género: secretarias, modelos, enfermeras. Millie the model, Tessie the typist o Nellie the nurse son otros ejemplos que demuestran el éxito de esta tendencia durante los años de la guerra y los inmediatamente posteriores. Para más información: http://www.toonopedia.com/patsy.htm
[8] La existencia de este tópico la pone de manifiesto Trina Robbins en su obra From Girls to Grrrlz. A History of Women’s Comics from Teens to Zines, publicado por Diane Publishing en 1999 (págs. 21 y 34).
[9] El personaje de Pussycat apareció por primera vez en el annual número 3 de la revista Male de 1965 y sus historietas fueron publicadas también en las revistas Men y Stag. Pese a que su creación es atribuida a Wally Wood, el dibujante que le dio su forma definitiva fue Bill Ward.
[10] En Another Capricious Caper of the Country's Most Cataclysmically Cuddlesome Curvaceous Cutie de Bill Ward que apareció en la revista Men en 1967. 
[11] Sally Forth debutó en la historieta en la publicación militar Military News en junio del año 1968, dibujada por Wally Wood. Se puede encontrar más información en: http://www.tebeosfera.com/obras/series/sally_forth_wood_1968.html
[12] Sarracino y Scott, The porning America, pág. 103.
[13] En la entrevista que concedió a Brad Balfour, publicada en agosto de 1981 en el número 53 de la revista americana Heavy Metal, el mismo Richard Corben la describe en estos términos:         
«I invented a technique –my system of color overlays– which apparently nobody can understand, but it's really very simple. The luminescent quality of my color overlays is derived from the way I combine the colors. I shoot the photomechanical separations myself, to a slightly higher contrast than a normal photo engraver would do. This makes the colors appear brighter».
(«Inventé una técnica –mi sistema de superposición de colores– que aparentemente nadie llega a comprender pese a ser muy sencilla. La cualidad luminiscente de mis superposiciones de color se debe a la forma en la que combino los colores. Modifico yo mismo las separaciones fotomecánicas para conseguir un nivel de contraste ligeramente superior al que se conseguiría con un proceso corriente de fotograbado. Así se consigue que los colores sean más brillantes».)
El resto de la entrevista se encuentra disponible en: http://www.muuta.net/Ints/IntCorbHM51.html 
[14] En un sentido literal del término, que no tendría ninguna relación con las corrientes económicas liberales y neoliberales.
[15] Roger Sabin reconoce estas críticas en su obra Adult comics, publicada por la editorial Routledge en 1993:
«Partly due to their close association with the underground, the SF comics exhibited two conflicting characteristics. On the one hand, most were simply macho fantasies in space: they took the nudity and sex from the comix and transferred them to SF settings. ‘Adult comics’ in the post-underground period could often simply mean ‘more tits and bums’, and creators criticised by feminists for taking comics in this direction included Richard Corben and Howard Chaykin» (pág. 228).
(«Debido en parte a su estrecha relación con el underground, los cómics de CF mostraban dos rasgos contradictorios. Por una parte, la mayoría eran simplemente fantasías machistas en el espacio: tomaban los desnudos y el sexo de los comix y los trasladaban a escenarios de CF. “Cómic para adultos” en el periodo post-underground significaba a menudo “más tetas y culos”, y entre los creadores criticados por grupos feministas a causa de esta orientación se incluyen Richard Corben y Howard Chaykin”) 
[16] Se pueden consultar las ideas de Richard Corben respecto a la cosificación de la mujer en la entrevista de Brad Balfour antes referida.
[17] La primera aparición del personaje, al que Rider Haggard dedicaría tres novelas, se produce en 1886 en la revista The Graphic, donde se serializó su primera entrega: She, a history of adventure.
[18] La información sobre la gruta de la mansión Playboy se ha obtenido del libro ya mencionado de Beatriz Preciado (págs. 185-187).
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Creación de la ficha (2012): Óscar García. Revisión de Javier Alcázar y Manuel Barrero. Corrección de Alejandro Capelo. Edición de Antonio Moreno.
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
ÓSCAR GARCÍA LÓPEZ (2012): "Megavixens prehistóricas del espacio exterior. La representación de la mujer en la obra de Richard Corben", en Tebeosfera, segunda época , 9 (4-IV-2012). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 30/IV/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/megavixens_prehistoricas_del_espacio_exterior._la_representacion_de_la_mujer_en_la_obra_de_richard_corben.html