Víctor Mora, guionista Bruguera y autor de El
Capitán Trueno.
Mora es un narrador pragmático producto de una
época concreta y capaz de desarrollar el oficio en unos cauces
sociopolíticos y laborales manifiestamente hostiles. Gran parte de
su actividad profesional está enmarcada en la plantilla Bruguera
en actividades de traductor, redactor y guionista, desplegando en
ella la mayor parte de su prolífica obra. Su actividad fabuladora
está regida y regulada por la censura que vehicula y normaliza la
dirección conceptual y formal de cualquier variante de narrativa,
incluida la historieta. Ésta se presenta inflexible en temas
sexuales y en la sátira de valores que el Estado considera
intocables y, dependiendo de épocas, presenta una mayor
flexibilidad en la violencia épica. Eludirla se hace una tarea
compleja más no imposible. Y siempre gratificante.
Víctor Mora derrocha un dilatado caudal de
conocimientos en lo relativo a cultura popular, y de manera
particular en los cómics. Es un enamorado de los llamados seriales
río (como Príncipe Valiente y Terry y los Piratas)
con los que presenta sugestivas afinidades, consiguiendo en
determinados momentos asumir esas técnicas y todo lo que
comportan, esto es, caracterización de figuraciones, descripción
de atmósferas y paso del tiempo.
Su prolificidad es un hecho que además de
constatable, se ha mantenido con un gran promedio de calidad, no
siendo pocos los momentos en los que su oficio ha dado muestras de
brillantez, a consecuencia de acontecimientos que suelen
concretarse al comienzo de sus seriales.
Una libertad creativa la
suya con pocas trabas editoriales que no sólo le permite alejarse
de las normas impuestas por los seriales de aventuras sino el
asumir las influencias antes citadas –de contrastada mayor
solvencia- con lo que además evita la reiteración de supuestos argumentales. Añádase
a esto algunas circunstancias externas como cierta
tolerancia censorial (una laxa ley de prensa de 1955) y la
elección de un dibujante apto, que realza el potencial narrativo
del guionista.
La capacidad de establecer vínculos o afinidades
con ciertos dibujantes ha caracterizado y valorado los
guiones de Víctor Mora. Cuando ha sido el genial Ambrós, su
narrativa ha fluido con una gran libertad, prácticamente sin
rémoras. Parte de esa química también se hace presente en los
primeros números de El Jabato ilustrados por Darnís, que el
tiempo no ha tratado tan bien por constituir en parte una
canibalización de su anterior obra.
La libertad editorial acompañada de una tolerancia
censorial sirve de acicate a la estimulación creativa, y en Víctor
Mora no supone ninguna excepción. Ello le permite entrar sin
cortapisas en las normas que determinan las leyendas épicas.
Deshace arquetipos y consolida la personalidad de protagonistas,
secundarios y malvados, añadiendo además un magnífico elenco
femenino que le asegura la complicidad de las lectoras, con lo que
se incrementan las ventas, al contener la trama argumentaciones
apasionadas al estilo de Milton Caniff. Mora aporta una cierta
ambientación que hace distinguibles los espacios geográficos que
pisan los personajes, dando identidad a Tierra Santa, Extremo
Oriente, los mares de China, regiones variadas de América, fiordos
noruegos y otros. Se asoma al serial río al enlazar episodios de
ritmos trepidantes mediante fabulaciones secundarias,
contribuyendo a dar objetivo y finalidad a las aventuras de los
protagonistas. De esta manera queda muy presente un argumento
subsidiario, materializado en la búsqueda y traslado de un tesoro
fabuloso, y en la restauración de los derechos reales de Sigrid en
el trono de la fosteriana Thule (cuadernillos 59 al 129 de
Ambrós). Pese a las prometedoras maneras iniciales que
significaban los primeros años de la serie, la insuficiencia de
Mora se patentiza en multitud de textos de apoyo absolutamente
innecesarios para el relato -cargados de ecumenismo y con doctrina
de connotaciones que podrían tenerse por franquistas y en una
excesiva simplificación del espacio y del tiempo.
Con el revival de El Capitán Trueno en la
década de los ochenta se ha querido ver en el héroe un icono de la
lucha contra las dictaduras de opereta y una constante burla de la
censura. Incluso se le ha alineado en una izquierda sin matices,
que empareja los genocidios estalinistas con las tesis cercanas al
capitalismo de la social democracia. Este razonamiento, tan
apurado, resulta muy discutible. Si bien es cierto, que el final
de los episodios suele coincidir con el derrocamiento de un tirano
militarista y su sustitución por un senado de economía
agropecuaria (un consejo de ancianos, una especie de aristocracia
que sustituye la expansión militarista por la agricultura y
ganadería), no lo es menos que estas asambleas ni se rigen por
usos democráticos ni por socialistas, del todo inexistentes de una
Edad Media, por ficticia que sea. No solo eso; buena parte de la
ideología personal del héroe lo equipara con un alto funcionario
del régimen al esgrimir como valores universales el machismo, la
beatería, el sentido jerárquico de casta y el subsiguiente dominio
de las elites, y si lo libera de otras valías “trascendentes” como
la familia, en sentido de procreación, es por hacerle portador del
cristianismo que difunde por apostolado. Una posible tendencia que
reconcilie al personaje con el incomprendido mundo de la
tolerancia, radica en su desarraigado cosmopolitismo, y su
consecuente poliglotismo y ausencia de racismo. Pese a todo, la
censura vuelve a estropear estos valores universales al imponerle
la “españolidad”,
originando
una paradoja que combina el alma libre de un vagabundo con la
ideología reaccionaria que acompaña al nacionalismo.
La elusión de una censura en temas sexuales o
excesivamente apasionados toma cuerpo en la fogosidad erótica que
determinados personajes femeninos sienten hacia el protagonista,
en un claro homenaje a las historietas de Milton Caniff. Desde las
apariciones de una primigenia Sigrid (cuadernillo 3) a los envites
posesivos de la pirata oriental Singhi Lai (cuadernillo 31),
incluyendo la culminación del erotismo visible en el poligámico,
sádico y enfermizo amor que la reina Kundra siente hacia El
Capitán Trueno y el vikingo Kyril (cuadernillos 78 al 81),
idealizaciones viriles, sensuales y sobre todo sudorosas que
fascinan a la dama de pelo negro. La maestría de Ambrós retrata
este capítulo en miradas y gestos considerablemente explícitos, y
lo hace físico en el enorme magnetismo animal que exudan ambos
personajes masculinos.
Las apostillas oportunistas de algunos
comentaristas sobre la búsqueda de otros referentes sexuales
(homosexualidad, pederastia, calidad de refractario al sexo
opuesto…) se basan en precedentes similares a los expuestos por el
Dr. Wertham en su libro La seducción del inocente, y aparte
de ser demasiado rebuscados, apenas contribuyen con nada original,
por lo que su comentario es ajeno al cuerpo del presente escrito.
Como en cualquier comienzo de cualquier obra, la
reiteración argumental permanece inicialmente alejada, por lo que
los primeros episodios manifiestan una agradable soltura y un
discurrir por un camino que Mora hace que parezca poco trillado.
La repetición de los esquemas narrativos se presenta en cualquier
obra seriada, y su presencia será tanto más pronta, cuanto más
circunscrito sea su libro de estilo, o más cerradas sus
condiciones editoriales. El oficio de su autor y la ampliación de
los preceptos estilísticos permiten el suficiente fuelle para la
progresión de la obra, que iniciará su decadencia con el abandono
de Ambrós.
En estas condiciones El Capitán Trueno es un
triunfo editorial que llega a vender 350.000 cuadernillos
semanales y 100.000 de Pulgarcito. Y además es una obra con
un sentido narrativo brillante, sobre todo en su formato primero.
El éxito induce a Bruguera a la expansión de su título, que con
seguridad significaría un nuevo ingreso de dividendos, aunque para
ello necesite contratar otros dibujantes pues Ambrós está sobre
explotado. Pero la avaricia rompe el saco y en muy poco tiempo
todas estas inmejorables condiciones cambian de rumbo, al menos en
su acepción estética. Ambrós se retira, se abre un tercer título (El
Capitán Trueno Extra) que nace herido por la imposición
de Bruguera de la imitación / plagio de las maneras de su
dibujante estrella, y Ángel Pardo se hace cargo de los
cuadernillos aplicando un quehacer en nada parecido al de Ambrós.
Víctor Mora entra en cierta irregularidad creativa al modificarse
buena parte de los parámetros que le acompañaban al inicio del
serial. Y por si fuera poco, la censura se fanatiza con la
aparición de la Ley de prensa de 1964, mucho más inflexible que la
anteriormente derogada. De 1960 a 1968, el talento de Mora ya no
brilla de manera continua, haciéndolo tan sólo en retales
expresados en determinados trabajos de Ángel Pardo en los
cuadernillos, Fuentes Man en contadas ediciones del formato Extra,
y Ambrós con su efímero retorno en algún número especial.
Víctor Mora y Ambrós.
Miguel Ambrosio Zaragoza (1912-1992) es un
dibujante de estilo clásico que se acoge al mismo como resultado
de su propia evolución y por asumir maneras e influencias
escolásticas. Su característica fundamental, la más definitoria,
es el dinamismo y la ingravidez que impone a sus figuras, la
coreografía que emanan sus composiciones, y una dinámica postural
que jamás aparece desvitalizada. El motivo fundamental de sus
viñetas son pues sus personajes permaneciendo los fondos
difuminados, variando poco los encuadres, y utilizando de manera
muy moderada la documentación.
En su estilo destaca además la expresividad facial
de los personajes aunque bien es cierto que toda su cosmología
se
integra en pocas fisionomías, por lo que muchas de sus
figuraciones tienen la misma cara. Estas limitaciones alcanzan su
significado en escasos primeros planos, lo que añadido a la poca
definición del escenario se plasma en un ritmo narrativo mantenido
con pocos acordes. Páginas con profusión de planos generales, con
ausencia de panorámicas descriptivas, sustituidas por textos de
apoyo, la mayoría innecesarios. Es una visión simplificada del
ritmo del tebeo, casi tosca pero efectiva, puesto que sus grandes
aciertos coreográficos superan con creces las limitaciones en angulación, perspectiva, encuadres y profundidad de campo.
Las privaciones técnicas de Ambrós pueden ser
debidas a una cadencia laboral excesiva con plazos de entrega muy
limitados. El viejo maestro hace de la simplificación y de la
economía narrativa un arte, y de la no documentación una
necesidad, centrándose en los motivos que dibuja con mayor
eficiencia. Son recursos que no lo hacen único, pues son muchos
los autores que han sentado su técnica en estas bases, obviando
escenas intermedias, centrándose en motivos principales y forjando
relatos de ritmo trepidante.
El trabajo de Ambrós en El Capitán Trueno,
pronto sufre una rémora de calidad, consecuencia directa del ritmo
laboral y de los plazos de entrega. El entintado de Beaumont
impide el uso de pinceles a un Ambrós muy virtuoso, por lo que sus
dibujos se endurecen, perdiendo parte de su llamativa ingravidez y
de su expresividad facial, que había caracterizado las primeras 35
entregas del cuadernillo.
Con un dibujante como Ambrós y con toda la serie de
supuestos favorables descritos en líneas precedentes, Víctor Mora
roza los conceptos del serial río quedando el trabajo de
Pulgarcito con un cierto aire promocional, secundario. La
magia que convierte a la obra en un clásico y en un referente
nostálgico queda unida de manera indeleble a la edición en
cuadernillos y de una manera especial a aquellos firmados por Mora
y Ambrós. La descripción de los personajes y aventuras del serial
inicial cala hondo, no sólo en millares de lectores, sino también
de lectoras, más propensas a identificarse con las heroínas
retratadas por Mora que con las protagonistas de los relatos para
niñas tan sólo preocupadas por servir de reposo y útero virtual de
los melifluos galanes. De todos es sabido que en aquellas épocas
la descendencia se producía por la actividad sin descanso de
ciertas aves ciconiformes que anidaban en los campanarios de las
iglesias...
Buena parte de las condiciones favorables que
impulsaron a El Capitán Trueno hacia la brillantez se
repiten en los primeros noventa números de la serie El Jabato,
ilustrado con la misma tónica clásica por Francisco Darnís
(1910-1966) dotando a los inicios del serial de un imponente
empaque estético. Víctor Mora fuerza algo más la tolerancia
censorial al mostrar a un héroe de clara extracción proletaria (un
agricultor, un paria de la tierra) que se alza en armas contra
imperios expansionistas, de manera similar a lo acontecido con el
tracio Espartaco unos cien años antes. Cabría preguntarse si
Víctor Mora conocía la obra de Arthur Koestler (finales de los
años treinta) de clara influencia socialista, o la película de
Stanley Kubrick de 1960, con la que le unen curiosas similitudes
argumentales, que se hacen muy palmarias en el cuadernillo 72 de
febrero de 1960. Como un Espartaco cristianizado, El Jabato es
convertido por Roma en un líder guerrero capacitado no sólo para
las guerrillas, sino para asumir el generalato en guerras
convencionales en las que prima la táctica y los saberes de Sun
Tzu (El Arte de la Guerra) sobre el sabotaje y la
guerrilla. Como su anterior serial, El Jabato gozó de un
importante éxito económico que la posteridad no ha elevado a
clásico porque buena parte de sus supuestos iniciales son análogos
a los exhibidos en El Capitán Trueno.
Con el retorno de Ambrós en 1964 hacia formatos
verticales (siete ediciones Extra, y dos Especiales) todas
aquellas circunstancias que habían permitido la expansión de Mora
hacia las grandes historias, se ven sustancialmente modificadas.
Una censura intransigente (Ley de prensa de 1964), una autoría
editorial y una inhibición profesional del guionista, se traducen
en unas historias que sustituyen la épica por el estrambote bufo.
Pese a todo, la magia de Mora resurge en una historia publicada en
el Almanaque de 1965, la titulada “El conde bromista”, en donde el
argumento vira hacia la alta comedia de diálogos ingeniosos,
aderezada con algo de slapstick (golpes, peleas sin
violencia, caídas al agua...) Un Ambrós maduro, que se entinta a
plumilla y que mantiene su mágico e inmutable estilo hace de esta
historia una de las más ocurrentes que jamás haya vivido El
Capitán Trueno, quien cede su protagonismo a las chanzas de Goliat
y a los divertidísimos personajes secundarios magníficamente
caracterizados.
Una
auténtica delicia en su aparente modestia.
El mágico tándem resurge de sus cenizas en 1970,
con la creación de una “superproducción” Bruguera que pueda
competir con éxito ante el aluvión de cómics americanos que
pueblan los kioscos españoles: El Corsario de Hierro.
Aunque inicialmente aparece en las páginas de una nueva revista,
Mortadelo (el otro gran gigante Bruguera) enseguida goza de
una atractiva edición similar a los comic books de EE UU, con
fabulosas portadas pintadas por el genial Bernal. Desde el primer
momento, El Corsario de Hierro responde a las expectativas
estéticas y comerciales que sobre la nueva obra se habían
depositado. Las características que capacitan la labor creativa de
Mora y el Ambrós inmutable, más dueño de su estilo que nunca,
hacen de la obra el mejor serial de aventuras publicado en España.
Con una estructura en relatos más independientes (de 30 páginas),
entrelazados por subtramas secundarias que se pueden englobar en
ciclos argumentales más o menos extensos, Mora cuaja una gran
historia con todos sus ingredientes básicos (amor, pasión,
aventuras, realismo y comedia) que sujetan unos personajes
definidos en un entorno muy atractivo. Su mejor historia, “El
Circo Bambadabum”, y su secuela, nos presenta una comedia de ritmo
enloquecido, plena de personajes excéntricos en los que destaca
por encima de todos la figuración del rey inglés Carlos II,
paradigma de cualquier monarquía: Pobreza de espíritu, falacidad,
un cargo que le viene enorme, y una incapacitación definida en su
rostro, mitad sensual y mitad lerdo. Es una obra testamentaria, en
algunos momentos crepuscular, con un guionista tan maduro que se
autoplagia para seguir progresando. La química con su dibujante
favorito está más presente que nunca dando forma como nadie a sus
historias, siempre convencionales, y casi siempre magistrales.
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