ENSAYO DE FISIOGNOMÍA
por Rodolphe Töppfer
con traducción y notas de Breixo Harguindey1
Capítulo primero
Podemos escribir historias con capítulos, con líneas, con palabras: así es la literatura propiamente dicha. Podemos escribir historias con sucesiones de escenas representadas gráficamente: así es la literatura en estampas. Podemos igualmente no hacer ni lo uno ni lo otro y, a veces, es lo mejor.
La literatura en estampas tiene sus propias ventajas: admite, junto a la riqueza de detalles, una extrema concisión relativa. Porque uno o dos volúmenes escritos por el mismo Richardson2 difícilmente equivaldrían —para decir las mismas cosas de forma tan contundente— a esas diez o doce planchas de Hogarth3 que —bajo el título Marriage A-là-Mode— nos hacen asistir al triste destino y al fin miserable de un manirroto.
Esta también tiene la ventaja propia de ser instructiva en cierta manera y, por principio, de una extrema claridad relativa. Porque todos los volúmenes, por lo demás estimables, que se han escrito para la instrucción moral del pueblo o de la infancia no equivalen —para decir de forma tan contundente las mismas cosas— a esa veintena de planchas de Hogarth que —bajo el título Industry and Iddleness— nos hacen asistir al doble espectáculo del vicio perezoso y la honestidad laboriosa cumpliendo, por su fuerza propia, destinos tan diversos.
Por lo demás, Hogarth es —antes que un artista hábil— un moralista admirable, profundo, práctico y popular.
Portada de la obra de Töppfer, firmada "RT." |
Capítulo segundo
Por estas causas, la literatura en estampas —de la que los críticos no se ocupan y de la que los eruditos poco sospechan— es extremadamente activa en todas las épocas y, tal vez, más que la otra, pues —además de haber muchas más personas con vista que personas lectoras— actúa principalmente en la infancia y sobre el pueblo, es decir, sobre las dos clases de personas más fáciles de pervertir y que sería más deseable moralizar.
Con una buena literatura en estampas casi se repararía, paso a paso, el mal que hacen en las clases inferiores de la sociedad tantos libros moralmente viciosos y deletéreos; es decir, que Hogarth, por ejemplo, sería el antídoto victorioso contra Sand, Balzac o incluso Sue, tres moralistas ciertamente —y que se enorgullecen de serlo— pero también seguro viciosos y deletéreos4.
En efecto —con sus ventajas propias de mayor concisión y mayor claridad relativa— la literatura en estampas, siendo todas las demás cosas iguales, batiría a la otra por razón de que se dirigiría con mayor vivacidad a un mayor número de espíritus5 y también por razón de que, en toda lucha, aquel que golpea primero vence al que habla por capítulos.
La parodia que intentamos a veces bajo diferentes formas —y que también podemos intentar en estampas— no es esa arma de la que decimos aquí que, bien manejada, saldría victoriosa. La parodia, en efecto, marchita o desacredita aquello que traduce en cargas picantes y —si ciertamente se complace en tocar con el dedo los fallos del arte— no sé hasta qué punto recula ante el travestismo de los más grandes caracteres, de las pasiones más nobles o de las acciones más virtuosas. No es necesariamente malvada, es a menudo ingeniosa, pero su profesión es reír y ¿quién no sabe que la risa aplicada indiferentemente a todas las cosas es el más alegre pero también el más necio y no el menos temible de todos los escepticismos?
El antídoto contra una novela que ataca la santa castidad del matrimonio en provecho de relaciones ilegítimas no es una parodia de esta novela; es otra novela en estampas que acepta las tesis de la primera para traducir a los ojos —con una facundia seria que no excluye lo cómico— sus consecuencias chocantes para el sentido común, absurdas para la razón, perniciosas para el corazón, detestables para el individuo y la sociedad.
Por desgracia, Hogarth sigue siendo único en su orden y en su género. Para mayor desgracia, esta alianza que se necesita aquí entre moralista y dibujante resulta muy rara de encontrar. Por desgracia finalmente, los grandes artistas que estarían mejor calificados por el alcance de su ingenio y de su talento para inventar y, a la vez, ejecutar esta literatura trabajan para el arte y no para la moral, para las exposiciones y no para el gran público, incluidos el pueblo y la infancia.
Portadilla del ensayo. |
Capítulo tercero
Hacer literatura en estampas no es constituirse en obrero de una obra concreta para extraer de ella —y a menudo hasta la hiel— todo lo que comprende. No es poner al servicio de una fantasía únicamente grotesca un lápiz por naturaleza bufón. No es tampoco poner en escena un proverbio o representar una charada; es inventar realmente un drama cualquiera cuyas partes coordinadas en un diseño conducen a realizar un todo, esto es —bueno o malo, grave o leve, alocado o serio— haber hecho un libro y no solo trazar una frase ocurrente o versar una cantinela en estrofas.
Pero hay libros y libros, y los más profundos —los más dignos de admiración por las cosas bellas que contienen— no son siempre los más hojeados por el mayor número. Algunos muy mediocres —con la condición de que sean sanos en sí mismos y atractivos para la mayoría de los espíritus— a menudo ejercen una acción más extensa y, en esto, más saludable. Por eso nos parece que —con cierto talento para la imitación gráfica unido a cierta elevación moral— algunos hombres, por lo demás muy poco distinguidos, podrían ejercer una influencia muy útil al practicar la literatura en estampas.
Y la prueba de que no se necesita una gran cantidad de conocimientos o habilidades para practicar la literatura en estampas es lo que nos ha sucedido a nosotros mismos ya que —sin tener realmente ningún conocimiento adquirido de la imitación gráfica y sin habernos preocupado primitivamente por otra cosa más que por dar, para nuestra propia diversión, una especie de realidad a los caprichos más alocados de nuestra fantasía— resultaron esta suerte de pequeños libros llamados "Mr. Jabot", "Mr. Crépin" o "Mr. Mengano" que el gentil gran público adoptó, como tales, muy afablemente. Si, por el contrario, todos estos libritos —de los cuales solo uno o dos atacan sesgos o atizan extravagancias de moda— hubieran sacado a la luz un pensamiento moral útil, ¿no es cierto que habrían llegado a muchos lectores que no van a buscar estos pensamientos en los sermones, mientras que apenas los encuentran en las novelas?
Sea como sea, es dibujando estos libritos sin saber dibujar —y precipitando, por consiguiente, la imitación gráfica de los personajes que allí figuran hasta el punto de que, a menudo, son absurdos en sus extremidades, rasgos6 o estatura sin cesar por ello de expresar, bien que mal, aquello que deben expresar— como hemos llegado a recopilar algunas observaciones fisiognómicas sobre las que queremos hacer no otro gran sistema sino, de nuevo, otro librito. Lo que nos invita, sobre todo, a hacerlo es la atractiva ventaja que presenta el procedimiento autográfico en un asunto en el que se trata, ante todo, de poder explicarse mediante ejemplos gráficos que solo tienen valor en tanto trazados directamente por la propia pluma del escritor, y en la medida que son necesarios.
Además y para decirlo de pasada —desde el momento en que se trata de literatura en estampas, es decir, de una serie de bocetos donde la corrección no cuenta para nada y donde, por el contrario, la claridad de la idea expresada elemental y velozmente lo es todo— nada es comparable en rapidez, comodidad y economía al procedimiento autográfico que no requiere la asistencia intermedia de un grabador, ni que se dibuje al revés para que la imagen impresa se encuentre al derecho, ni que esperemos más de una hora antes de que el dibujo calcado sobre la piedra se haya convertido en grabado y esté listo para dar mil, dos mil copias. Para mayor velocidad y menor molestia, nunca hemos usado, nosotros, este procedimiento sino tal como es —aún muy grosero— apto para imprimir facturas y circulares; pero lo hemos practicado suficientemente como para estar bien convencidos de que sería susceptible de ser perfeccionado indefinidamente hasta el punto de dar resultados equivalentes a los del aguafuerte grabado con punta seca y buril7.
Capitulo cuarto
Si —desde el punto de vista que nos ocupa— el procedimiento autográfico presenta ventajas incontestables, el procedimiento del simple trazo gráfico también las presenta igual de manifiestas.
En efecto, aunque es un medio de imitación completamente convencional —en el sentido de que no existe en la naturaleza y de que desaparece en la imitación completa de un objeto—, el trazo gráfico no deja de ser un procedimiento suficiente —y más allá de eso— para todas las exigencias de la expresión, así como para todas las de la claridad. Desde este último enfoque —en particular el de la claridad— esa viva simplicidad que comporta contribuye a dotar de luz su sentido y facilitar su comprensión para el común de los espíritus. Esto proviene de que no da del objeto sino sus características esenciales —suprimiendo aquellas que son accesorias— de tal manera que, por ejemplo, un niño pequeño distinguirá imperfectamente en un lienzo tratado según todas las condiciones de un arte complejo y avanzado la figura de un hombre, un animal o un objeto, pero nunca dejará de reconocerla inmediatamente si —extraída de allí por medio del simple trazo gráfico— se ofrece así a su mirada desnuda de accesorios y reducida a sus características esenciales.
Ilustración 1. |
He aquí un hombre, un patito, un carro, he aquí sobre todo un asno, ya que es un animal de cuatro patas, orejas largas, gran panza y nadie puede equivocarse; pero coloread, terminad este asno —que por sus tintas se confunda más o menos con tintas análogas, que por sus formas se combine con otras formas como puede suceder en un lienzo— y este asno ya no será, al menos para el niño pequeño, de comprensión tan intuitiva como tal —incluso reducido a estos términos, es decir, hecho de unos pocos trazos no muy bien alineados—. [Ilustración 1]
Ilustración 2. |
Y —si rompo la forma del conjunto— la claridad sigue siendo la misma ya que, además de que los caracteres principales permanecen, la ruptura —a causa también de su simplicidad gráfica— no distrae del objeto principal y el ojo menos ejercitado suple las lagunas del contorno mucho mejor que si estos troncos, por un lado, distrajeran con sus detalles, mientras que, por otro, se uniformizarían por sus tonos de corteza gris, armonizándose con la panza gris8 [Ilustración 2].
Ilustración 3. |
Otra ventaja del trazo gráfico es la entera libertad que deja en cuanto a la elección de los rasgos a indicar, libertad que una imitación más acabada ya no permite. Ya quiera en una cabeza expresar el espanto asombrado (número 1), el humor desagradable y agudo, el estupor o la curiosidad estúpida e indiscreta en conjunto (números 2, 3 y 4) me limito a los signos gráficos que expresan estas emociones desprendiendo todos los demás que se asociarían con ellos o que los distraerían en una imitación más completa [Ilustración 3]. Esto permite sobre todo a los torpes indicar, no demasiado mal, sentimientos y emociones, al ser una ayuda para su debilidad no tener que expresar sino una cosa cada vez a través de un medio que se vuelve poderoso por la misma razón de estar aislado. Y notadlo bien, la mirada menos ejercitada suple las lagunas de imitación con una facilidad y un verismo, sobre todo, que juegan por completo en favor del dibujante.
Ilustración 4. |
He aquí unas cabezas, y un caballero y una dama, que presentan en el más alto grado trazos quebrados, discontinuidades de contorno bastante monstruosas y, sin embargo —mientras que, para el dibujante, estas son unas formas abreviadas que disimulan ventajosamente sus asnadas en materia de dibujo correcto y acabado, sin dañar mucho la vida, la expresión o el movimiento de su figura— para el espectador son otros tantos blancos que su espíritu puebla, rellena, completa habitualmente, sin esfuerzo y con fidelidad [Ilustración 4]. Esto conduciría a juzgar que —en materia de dibujo vivo, abocetado y rápido— hay mucho que ganar siendo asno y —sin que osáramos afirmar de modo absoluto una cosa tan extraña— llegaremos sin embargo a decir en materia de bosquejos corrientes destinados a iluminar una idea viva y clara que el sentimiento que encuentra es más próspero que el saber que imita, que la brusquedad que violenta las formas pasando por encima de los detalles sirve mejor al genio que la habilidad circunspecta que corteja las formas al remarcar los detalles y que, finalmente, en los temas sobre todo agradables o de loca fantasía, una asnada audaz que salta un poco brutalmente sobre la idea que tiene en vista —a riesgo de omitir algunos rasgos y romper algunas formas— ha logrado la meta con mayor frecuencia que un talento más ejercitado pero más tímido que se dirige allí lentamente a través de todos los meandros de una ejecución elegante y una imitación fiel. Y, a mayores, esto explica por qué en este tipo de temas los ingleses prevalecen sobre los franceses: es que son, generalmente, dibujantes mucho menos correctos y mucho menos escrupulosos. Por esta causa pues —al tratar las formas por encima y sin mucho respeto— logran en sus bocetos de publicidad corriente un vigor de alegría bufa y genio humorístico al que no se eleva comúnmente el lápiz muy ingenioso pero demasiado estricto y correcto —incluso en lo bufo, incluso en lo excéntrico— de los franceses.
Ilustraciones 5 y 6. |
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Esta facilidad que ofrece el trazo gráfico para suprimir ciertos rasgos de imitación que no sirven al objetivo —para no usar sino solo los que son esenciales— hace que se parezca así al lenguaje escrito o hablado, que tiene como propiedad poder con mucha más facilidad aún —en una descripción o en un relato— suprimir partes enteras de las escenas descritas o acontecimientos narrados para no dar más que los trazos que son expresivos y que contribuyen al objetivo. En otras palabras, ese trazo gráfico —en razón misma de que su sentido es claro, sin que la imitación sea allí completa— admite, demanda, elipsis enormes de accesorios y detalles de tal modo que —mientras que en una pintura acabada, la más mínima discontinuidad de imitación crea mancha y laguna al mismo tiempo— en el trazo gráfico, por el contrario, unas discontinuidades monstruosas no crean ni mancha ni laguna incluso cuando ellas no presentan, como sucede muy a menudo, el feliz empleo de una concisión permitida por el procedimiento y deseada por el autor.
Por fin —y para terminar con el trazo gráfico— es incomparablemente ventajoso cuando, como en una historia continua, sirve para trazar bocetos rápidos que no piden sino ser vivamente acentuados y que —en tanto eslabones de una serie— no figuran allí a menudo más que como recordatorios de ideas, como símbolos, como figuras retóricas dispersas en el discurso y no como capítulos integrantes del tema.
Así, y por ejemplo, recordamos haber visto en una historia en estampas no solo este símbolo de aquí [Ilustración 5] —que regresa en varias ocasiones para expresar las tormentas de una educación paterna un poco brutal— ni este otro [Ilustración 6] —que también solamente regresa en varias ocasiones para expresar que el héroe del libro es un borrico que cambia constantemente de oficio—, sino también verdaderas hipérboles ejecutadas gráficamente para tener casi el alcance de las hipérboles escritas o habladas. Voy a transcribirlas. En la primera, se trata del mismo borrico quien —habiéndose convertido en comerciante de vinos— recibe la visita de algunos amigos políticos que lo ayudan a ir a la quiebra y, sobre la rápida eficacia del método empleado, se traslada la hipérbole. En la segunda, se trata todavía del mismo borrico —quien, convertido en vendedor ambulante, va de piso en piso proponiendo la compra de una metafísica pintoresca— y la hipérbole se traslada, a la vez, sobre la multiplicidad y la importunidad obsequiosa de sus visitas interesadas [Ilustración 7]9.
Ilustración 7. |
Capítulo quinto
Cualesquiera que sean la excelencia y las propiedades del trazo gráfico para quien desee practicar la literatura en estampas de una manera cómoda, económica y popular, es evidente que uno no puede aventurarse a representar personajes en el más pequeño drama dibujado al trazo sin poseer hasta cierto punto conocimientos prácticos de fisiognomía10, es decir, sin saber al por menudo cuáles son los medios que se deben utilizar para dar a las fisiognomías la expresión concreta que reclama el rol que se les asigna en una acción determinada.
Lo curioso es que estos conocimientos prácticos de fisiognomía es posible adquirirlos, hasta cierto punto, sin haber nunca estudiado realmente la figura11, la cabeza, la protuberancia y —aún menos— esos ojos, esas orejas, esas narices que son en las escuelas el agradable ejercicio por el que se hace pasar a los dibujantes en ciernes. Es más, planteamos, de hecho, que un hombre que viviera completamente recluido —pero que fuese observador y perseverante— podría llegar por sí mismo —y sin otra ayuda que la de ensayos mil veces repetidos— a poseer pronto todo el saber fisiognómico necesario para crear a voluntad figuras, cabezas, tan mal dibujadas como se quiera pero que tengan, sin equívoco posible, una expresión determinada.
Dos hechos que vamos a exponer resultarán ser la explicación más simple de esta aserción a primera vista un poco extraña. El primero de estos hechos —que uno nunca debe perder de vista en este asunto— es que cada cabeza humana —tan mal, tan puerilmente dibujada como se suponga— tiene, necesariamente y por el solo hecho de haber sido trazada, una expresión concreta perfectamente determinada. Siendo ese el caso —e independientemente de todo saber, arte o estudio—, para quien le presta atención o curiosidad resulta de inmediato la posibilidad de reconocer a qué signos responde que esta cabeza tenga esta expresión determinada. Sin embargo —si se limita a investigarlos en abstracto— se arriesgará a pasar mucho tiempo para encontrarlos de modo imperfecto y dudoso. Pero ese no es, en efecto, el curso natural de este tipo de cosas. En lugar de meditar, trazamos una nueva figura: de inmediato, las analogías permanecen mientras que las diferencias se remarcan y vamos camino de comprender, con gran precisión, a través de qué inflexiones del trazo la primera cabeza tenía una expresión de estupidez mientras que la segunda tenía una expresión de dureza. He aquí un ejemplo, y para hacerlo más evidente, tomo prestada su manera a los niños de escuela. [Ilustración 8]
Ilustraciones 8 y 9. |
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Aquí está —no puede negarse— una cabeza humana tan elemental como es posible, tan puerilmente ruda como pueda desearse. Y bien, ¿qué hay de sorprendente en esta figura? Que —al no poder carecer de una expresión— tiene efectivamente una; es la de un particular estúpido, balbuciente y además no demasiado insatisfecho de su suerte. Afirmar de partida a qué se debe aquí esta expresión no resulta sencillo, pero encontrarla por comparación es fácil para cualquiera que aplique su curiosidad. Porque al hacer una nueva cabeza [ilustración 9] encuentro que es menos estúpida, menos balbuciente —dotada, si no de ingenio, al menos de cierta capacidad de atención— y observo, con mucha facilidad, que esto se debe principalmente a que he avanzado el labio inferior, reducido el espacio entre los párpados y acercado el ojo a la nariz; que —si multiplico las cabezas para multiplicar las comparaciones [ilustración 10] — tenemos ya un comienzo de saberes fisiognómicos adquiridos independientemente de cualquier estudio a partir de la naturaleza, de la protuberancia o de las narices, ojos y orejas. Porque —para cada una de estas cabezas— puedo renovar la investigación que hice sobre la segunda comparada con la primera; sin contar con que —al contemplarlas así alineadas— descubro de primeras que su carácter común de estupidez se debe al trazo más análogo que tienen entre ellas, a saber, la forma del ojo y el lugar que ocupa.
Ilustración 10. |
El segundo hecho es que los signos gráficos mediante los cuales se pueden producir todas las expresiones tan variadas y complejas de la figura humana parecen ser en el fondo muy poco numerosos y que, por consiguiente, los procedimientos de expresión son poderosos no por su multiplicidad, sino por las fáciles e innumerables modificaciones que se les hace sufrir. Un perfil tiene una sola fosa nasal que se expresa así , y este único signo —en tanto se modifica— basta para evocar una gran cantidad de emociones12: porque tenemos aquí narices [Ilustración 11] que —en tanto narices— son o bien calmadas o melancólicas o maliciosas o apenadas o molestas o de un humor de hacer echar pestes a la señora y a la sirvienta. Igualmente, una boca no es sino esto ,y he aquí bocas [ilustración 12] que —trazadas de otra manera— ciertamente expresan matices o, incluso, expresiones opuestas. De esto resulta que —con un poco de tanteo— los signos de expresión se aprenden pronto y que —una vez aprendidos aquí como antes— es de la comparación tan fácil de las diferencias o los matices de expresión que sus modificaciones engendran de donde nace —para cualquier hombre que aplique allí su curiosidad— la facultad de poder, a ciencia cierta y voluntad, infundir en una determinada cabeza una expresión deseada. En cuanto a nosotros, no hemos conocido ningún otro método para adquirir esta facultad; por eso —sin aconsejarlo como superior y sin recomendarlo como único— nos limitamos a afirmarlo como posible. Los siguientes capítulos serán fruto de las observaciones que hemos recopilado al practicarlas, pero —antes de proceder a escribirlos— algunos perfiles más, aunque solo sea para no dejar desarticuladas estas funestas narices y estas pobres bocas que acaban de servir para nuestra demostración. [Ilustración 13]
Ilustración 11. |
Ilustración 12. |
Ilustración 13. |
Capítulo sexto
Por lo demás, si este método no es superior, es al menos muy divertido ya que probar incesantemente (y a tiempo perdido, para menor remordimiento) a dibujar figuras humanas —que siempre y necesariamente tienen una expresión determinada y, a veces, mucho más viva o mucho más cómica de lo que podríamos haber esperado— es evidentemente recreativo. Después de todo, estas caras viven, hablan, ríen, lloran —tales son buena gente, tales malvados, tales insoportables— y he aquí al momento, sobre la página, una sociedad con la que estáis en relación, así que vuestras simpatías y antipatías andan en juego [Ilustración 14]. Por nuestra parte, siempre hemos preferido estos socios a los compañeros de whist o de piquet13.
Ilustración 14. |
Ilustración 15. |
Ilustración 16. |
Entre estos socios vemos algunos que tienen bastante ventaja, inteligencia en el asunto o, incluso, una estupidez fatua perfectamente suficiente como para volverlos en todo momento satisfechos de sí mismos y contentos con su destino, y los dejamos tal cual. También vemos algunos [ilustración 15] cuyo ojo, nariz, boca o algún otro rasgo indica algún defecto o algún vicio que amenaza su felicidad o la de sus familiares, y cedemos al deseo de librarlos de él [ilustración 16].
Casi siempre, también entre estos socios, descubrimos quienes —puestos en relación los unos con los otros— pueden dar lugar a una escena agradable; entonces los reunimos, los completamos, encontramos la escena que ha precedido a esa, inventamos aquella que debe seguir y vamos camino de componer una historia en estampas. Así queda claro que, cuando la pluma ha dado como aquí [Ilustración 17] una buena mamá que consuela a su querido niño, es que este querido niño acaba de recibir alguna corrección de su padre aquí al lado [Ilustración 18], y uno es libre entonces de proseguir la escena sobre las ventajas de una primera educación en la que el niño ha sido constantemente maltratado, por un lado, y curado, por el otro.
Ilustración 17. | Ilustración 18. | Ilustración 19. | Ilustración 20. |
Ilustración 21. |
En efecto, así es como a menudo procede la invención que, en las artes y también en otros lugares, es o bien analítica —es decir, se eleva de las partes al conjunto— o bien sintética —es decir, desciende del conjunto a las partes14—. Solamente el trazo gráfico —debido a su rápida comodidad, a sus ricas indicaciones, a sus azares felices e imprevistos— ya es admirablemente fecundo para la invención. Se podría decir que él por sí mismo dispone las velas y sopla en ellas. Lo que nos dio un día la idea de hacer toda la historia de un Monsieur Crépin fue haber encontrado de un golpe de pluma, completamente al azar, la figura que reproducimos aquí [ilustración 19]. ¡Ea!, nos dijimos; aquí tenemos definitivamente un particular, uno e indivisible, desagradable a la vista, tampoco destinado al éxito por su simple aspecto y de una inteligencia antes estricta que abierta pero, por otra parte, bastante buen hombre, dotado de sentido y que sería firme si pudiese confiar suficientemente en sus luces o ser suficientemente libre en sus pasos. Por lo demás, con toda seguridad, padre de familia y ¡apuesto a que su mujer lo contraría!… Nosotros lo hemos probado y, efectivamente, su mujer lo contrariaba en la educación de sus once hijos; prendándose sucesivamente de todos los zotes institutores, de todos los métodos delirantes, de todos los frenólogos pasajeros. A partir de ahí surge toda una epopeya, mucho menos de una idea preconcebida que de ese tipo encontrado al azar. Tipo dirigente además —y eminentemente regulador— porque ¿imaginamos que cualquier otro destino, que cualquier otra vicisitud, serían igualmente apropiadas a esta figura? En absoluto, Mr. Crépin —muy bien casado con una mujer amable y sensata que o bien lo domina o bien es enteramente dominada por él— Mr. Crépin —que cría sin mucho alboroto, contrariedades e intentos infructuosos no menos de once niños— es un hombre imposible; así como, tallado tal como está, es imposible que el institutor Fadet no sea un zote ventajoso [Ilustración 20] y el Doctor Craniose, un charlatán lenguaraz, un vendedor ambulante de tonterías sistematizadas, un profesor parásito, un ponente de cursos pregonados en las esquinas, a cinco francos por cabeza y de primera lección gratuita [ilustración 21].
Capítulo séptimo
Sin embargo —y es el momento de decirlo, ya que el Doctor Craniose nos hace pensar en ello—, si la frenología15 —al ubicar las facultades en el cerebro para asignarles a cada una un lugar material que, más o menos extenso o prominente, es la medida dada de la inteligencia o la moralidad de un individuo— es en esto un sistema manchado en primer lugar de materialismo, la fisiognomía —que pretende concluir de las formas y de los rasgos faciales las facultades intelectuales o morales de un individuo— podría parecer a unos pocos espíritus manchada en segundo lugar de materialismo, o al menos abriéndole el camino. Dos palabras sobre este tema que es, sin embargo, demasiado grave para ser abordado únicamente en este opúsculo.
La frenología es materialista en principio porque —en lugar de dejar al alma su íntegra e independiente unidad, primera garantía de su inmaterialidad— localiza sus facultades en el cerebro, que no es entonces ya nada más que el instrumento de sí mismo. Pero en la fisiognomía no hay nada absolutamente semejante; no se localiza nada, no se toca ni la independiente unidad del alma ni, por consiguiente, su inmaterialidad. Mucho más, sin el alma tal como es —sede única de las facultades y motor exclusivo de las emociones— la fisiognomía no tiene sentido porque se convierte de inmediato en un efecto sin causa. Justamente, la fisiognomía humana no podría llevar grabada una expresión sino en tanto el alma allí la graba. Eliminad el alma y esta expresión no tiene ya ni causa, ni regla ni medida. ¿O bien se pretende imponer de oficio a quien pone las reglas fisiognómicas la estupidez de creer que tal hombre es fatalmente malicioso porque sus fosas nasales adoptan una determinada forma antes que creer, con todo el mundo, que este hombre —por no haber reprimido una inclinación maliciosa— ha visto torcerse su nariz hasta el nasus aduncus de Horacio16? En verdad, sería necesario entonces abstenerse de toser, del miedo a pasar por tísico; o de mirar con placer un bello rostro, del miedo a pasar por un hombre sin moral.
Este es nuestro segundo mensaje. La frenología —ya sea porque, en razón misma de los hechos misteriosos de los que se ocupa, carece de base cierta o porque, como sistema psicológico, se apoya en principios falsos— no pudo alcanzar ningún resultado directo y seguro, ninguna aplicación útil, ventajosa o simplemente realizable, de tal modo que —cuando por una anticipación peligrosa uno se apresura a erigirla en sistema— ella misma se reduce, incluso hoy, a no ser ni siquiera una recopilación de hechos rigurosamente establecidos o, en otras palabras, ni siquiera un comienzo de ciencia verdadera. La fisiognomía, por el contrario —ya sea porque, en razón misma de los hechos obvios que la ocupan, se apoya sobre una base perfectamente certera o porque ella, en efecto, no estudia sino fenómenos que tienen como punto de partida el alma única, libre e inmaterial— ha alcanzado teórica y prácticamente, bajo la pluma de los observadores y el lápiz de los artistas, una gran cantidad de resultados directos y certeros, una multitud de aplicaciones factibles, ventajosas o útiles. Desde que existen artes gráficas, plásticas, artes en una palabra que emplean el procedimiento de la imitación directa y como procedimiento de primer orden la expresión de la figura humana, existe una fisiognomía real, fundada sobre principios ciertos y que conduce a resultados seguros. Profunda, sutil, misteriosa, a menudo objeto de las más atrevidas adivinaciones del genio en los escalones superiores del arte: se vuelve —en sus escalones inferiores— positiva, práctica, un conjunto de reglas y casi de procedimientos tan sencillos de conocer como fáciles de verificar. Y —si puedo, yo mismo, trazar a mi gusto una cabeza que expresa el vicio o la honestidad, la abyección o la nobleza, la alegría o la aflicción, la delicadeza o la dureza, de modo que no podáis allí confundiros— entonces es absolutamente necesario que sea en virtud de reglas certeras como obtengo con total seguridad un resultado anunciado de antemano.
Por igual —después de haber distinguido netamente tanto en su principio como en sus resultados la fisiognomía de la frenología— procederemos no a forjar un nuevo sistema de fisiognomía sino a establecer los principios de la materia, a hacer surgir de unos pocos experimentos imaginados con este propósito ciertos resultados generales y a limitar, por un lado, para extender, por el otro, la esfera de la ciencia fisiognómica. Al tiempo que nos esforzamos por ser lo más breves posible, solo avanzaremos prueba en mano, es decir, apoyándonos a cada paso sobre ejemplos gráficos.
Capítulo octavo
La primera distinción que uno se ve llevado a hacer en fisiognomía es que los signos de expresión que el dibujante tiene a su alcance atrapar con el trazo gráfico son de dos tipos: permanentes y no permanentes.
Los signos permanentes son aquellos que expresan los hábitos permanentes, en efecto, del alma —aquellos que abarcamos bajo el término general de carácter— y también sus hábitos permanentes de pensamiento, actividad, poderes —aquellos que abarcamos bajo el término general de inteligencia—.
Los signos no permanentes son aquellos que expresan todos los movimientos y todas las agitaciones temporales u ocasionales del alma como la risa, la ira, la tristeza, el desprecio, el asombro, etc. —y que abarcamos bajo el término general de emociones—.
He aquí una distinción que cimenta toda fisiognomía pero, a esta distinción, se suma ahora una observación de hecho que no solo es muy curiosa sino de mucha importancia en el asunto. Y es que si —por una parte y como veremos en su lugar— los signos no permanentes son siempre —ya se les considere en su conjunto o se les considere aisladamente— indicios invariables e infalibles de toda una expresión dada: risa, llanto, horror u otra cosa, por otra parte, los signos permanentes, al contrario, son —en tanto indicios de la inteligencia y el carácter— solo indicios variables y siempre falibles. Así, si —considerando los signos permanentes— se aísla en una misma cabeza la frente, el ojo, la nariz, por ejemplo, o la boca, el mentón, el cogote... es imposible concluir de la visión de estos signos parciales el significado de los signos en su conjunto o, en otras palabras, la medida de la inteligencia y la moralidad del sujeto. Pongamos un ejemplo.
Ilustración 22. |
Ilustración 23. |
En cuanto a signos de expresión moral o pertenecientes al carácter, hay uno —los labios— que es importante, y generalmente se dice, con razón, que unos labios de piñón y extremadamente menudos son un signo de malicia o, incluso, insensibilidad mientras que, al contrario, unos labios muy grandes pasan por un signo de bonachonería o incluso debilidad. Y bien, resulta fácil mostrar que el valor de este criterio no es absoluto ya que he aquí unas cuantas cabezas —algunas de ellas con labios de piñón y pequeños— que están lejos de tener todas malicia o insensibilidad en proporción [Ilustración 22]; mientras las otras —todas con labios enormes— están igualmente lejos de ofrecer debilidad y, sobre todo, bonachonería [Ilustración 23].
Si se trata ahora de inteligencia y ya no de moralidad, he aquí un ejemplo aún más acentuado. Generalmente se admite que una frente vasta y grande es un rasgo principal de capacidad intelectual: ahora bien, he aquí grandes y vastas frentes que no pertenecen, que yo sepa, a altos portentos intelectuales. Inversamente, se admite en general que una frente pequeña y aplastada es un criterio principal de incapacidad intelectual. Ahora bien, he aquí una serie de particulares que —con frentes comparativamente pequeñas y aplastadas— poseen ingenio, sentido, finura y, en resumen, inteligencia, veinte, cien veces más que nuestras vastas frentes de arriba [Ilustración 24].
Ilustración 24. |
Estos ejemplos —que nos sería fácil multiplicar indefinidamente— bastan, parece, para sacar a la luz que —en términos de signos fisiognómicos permanentes— uno no puede concluir desde un valor a la totalidad, desde un signo parcial de expresión a la expresión de conjunto, pero iremos más lejos y diremos que del conjunto mismo de estos signos no se puede concluir con certeza la medida de la inteligencia y la moralidad del sujeto. Un hecho de observación común hace presentir ya la verdad de esta aserción: que —en cada instante de la vida cotidiana— nos vemos llamados a reformar errores fisiognómicos que provienen de esta falibilidad de los signos permanentes. ¿Cuántos rostros que pertenecían a hombres dignos de toda nuestra estima han excitado, de entrada, nuestra desconfianza o que pertenecían a hombres indignos de nuestra confianza han sometido, de entrada, nuestra simpatía? ¿Cuántas veces hemos encontrado inteligencia, alcance, genio incluso, en cabezas que, de entrada, nos habían pronosticado casi lo contrario? y ¿cuántas veces la necedad, la idiotez, la estupidez incluso, en rostros que, de entrada, nos habían parecido presagiar sensatez, ingenio o cierto alcance?
Pero lo que la observación común ya hace presentir a este respecto lo demuestra el más mínimo estudio de los fenómenos fisiognómicos. En efecto —una vez reconocido el significado si no certero al menos probable, plausible o asumido de los signos permanentes considerados de modo aislado— pronto se reconoce igualmente que estos signos por lo general se combinan en la cabeza humana de la manera a la vez más compleja y más inextricable. Así encontramos en ella ya contrarios, como bondad y maldad, que se neutralizan; ya diferentes que se armonizan, como finura y aturdimiento; ya opuestos que se coordinan, como astucia y estupidez; ya desafortunados en su conjunto sobre los que prevalece uno feliz o unos desafortunados que equilibran, que borran, a unos felices; igual que si, en efecto, la unidad independiente del alma, el yo íntimo y emancipado —lejos de permitir localizarse en algún rasgo particular de la cara— al contrario, los dominase a todos por su unidad esencial; igual que si —en lugar de manifestarse exclusivamente en alguna parte especial del que, sin embargo, es su símbolo más directo y transparente, a saber, el rostro humano— al contrario, permaneciese esencialmente inasible. Esto encontrará su demostración gráfica en el capítulo décimo de modo que, sin insistir más por el momento, proseguiré el curso de mis observaciones sobre los signos permanentes.
Ilustración 25. |
Aunque los signos permanentes son solo signos probables y falibles de la medida de la inteligencia y la moralidad, el arte los combina en el dibujo gráfico para darles una claridad perfectamente suficiente a su objetivo. No obstante, se debe destacar aquí que tiene más poder a través de los signos negativos que a través de los signos positivos, es decir, que normalmente se confecciona una cabeza intelectual y moralmente buena aún más al excluir signos de debilidad intelectual o vicio moral que al admitir y acumular signos positivamente significativos de las facultades inversas. He aquí, por ejemplo, una cabeza promedio [Ilustración 25] en términos de cualidades de inteligencia y carácter; pues bien, agregarle mucho en este sentido sería muy difícil. Para eso ahora es preciso abandonar las reglas y actuar con el genio; sobre todo, es necesario apartarse del tipo humano general para entrar en el tipo individual; finalmente es preciso mezclar con la calma de la regularidad no fealdades inequívocas sino signos bruscos, enérgicos, rupturas de simetría. Y es por esta razón que las cabezas de los hombres de genio —no muy bellas en general desde el punto de vista de la regularidad de sus rasgos— sin embargo, chocan o atraen por contrastes de fuerza y finura, por extraños salientes, por desacuerdos armoniosos o accidentes sublimes. Es que el genio tiene por compañeros, en efecto, al vigor activo, la energía poderosa, la pasión tumultuosa. Porque —si se trata exclusivamente de una alta elevación moral— entonces es cierto que se combina con la calmada regularidad de rasgos bellos en sí mismos; como si, en este caso, la cara no tuviese que reflejar más que la paz religiosa de un alma victoriosa por el amor, humilde por la piedad, dulce por la ternura, melancólica por la compasión y sonriente por la caridad. El ideal humanamente posible de semejante cabeza lo consumaron los grandes maestros, a veces, en la cabeza de Cristo.
La observación que acabamos de hacer sobre los signos fisiognómicos permanentes ya constata una oposición fundamental entre la fisiognomía y la frenología, pero he aquí otra que establece no menos manifiestamente la distancia que hay entre estas dos ciencias y los resultados totalmente contrarios a los que llegan. La frenología —que no observa más que el cerebro— se jacta de explicarlo todo si no por sus prominencias al menos por su conformación y, en realidad, no explica nada, ya que aún no ha llegado a una sola conclusión certera. La fisiognomía, al contrario —que ni por asomo se ocupa del cerebro directamente— puede demostrar a quien quiera no solo que la forma externa del cerebro no implica nada cierto o absoluto en cuanto a las facultades intelectuales y morales sino... sino... —provocaré un grito de sorpresa e incredulidad— que la forma de la boca y del mentón parece implicar al respecto infinitamente más.
Ilustración 26. |
En efecto, ya hemos visto que con todas las formas del cerebro —por muy inclinadas que se las suponga— se puede encontrar en una cabeza un muy buen promedio de inteligencia o carácter. Para esto, ver nuestros ejemplos de la página dieciocho [Ilustraciones 22, 23 y 24]; pero desconfiamos de que se pueda encontrar un promedio tan elevado —sea cual sea por lo demás la forma del cerebro— en una cabeza que une a cierta conformación de la boca un mentón desmesuradamente largo o prodigiosamente deprimido. Y aquí está la prueba gráfica [Ilustración 26] ya que todos o casi todos estos particulares tienen cerebros, frentes, propias del Apolo de Belvedere y, al mismo tiempo, están casi tan imperfectamente dotados bajo el punto de vista moral como bajo el punto de vista intelectual; uno o dos comerían heno si se lo presentasen. Ahora bien, ¿qué tiene entonces que ver el pensamiento, la inteligencia y el carácter con la boca o el mentón? y ¿no tiende a mostrar este hecho cuán falso es el punto de partida de toda psicología exclusivamente fisiológica, cuán bastardo es este método de analogía que concluye —particularmente en materia de ángulo facial— del perro al mono, del mono al negro, del negro al blanco17? Efectivamente —si las facultades son localizables, es decir, si el alma es material en algún grado— su naturaleza puede ser modificada por accidentes de forma visible y hay razones para argüir del perro al hombre. Pero si ella es inmaterial, ¿qué le importan a su naturaleza las cuestiones de forma? y ¿no está más cómoda y ampliamente alojada en un punto antes que en un mundo? Además —sin conceder mucha importancia por otra parte a esta última observación— concluyamos, de modo general —en lo que concierne a los signos permanentes de inteligencia y carácter— que, por un lado, varían con cada cabeza y que, por otro, ninguno de ellos considerado aisladamente es un criterio absoluto y certero; mientras que —tomados en su conjunto— son indicios generales, como mucho probables y jamás infalibles.
Los signos no permanentes —es decir, aquellos que en la cabeza humana corresponden a los movimientos o agitaciones temporales y ocasionales del alma como la risa, el miedo, la ira, etc. — presentan características absolutamente opuestas a aquellas que acabamos de reconocer en los signos permanentes, a saber que, por un lado, estos signos son invariables —quiero decir, los mismos en todas las cabezas humanas para una expresión dada— y que, por otro lado, de cada uno de ellos considerado aisladamente es posible concluir todos los demás o, en otras palabras, de una parte de la expresión al conjunto de la expresión.
Al dividir ahora estos dos puntos afirmo —en cuanto al primero y para tomar el ejemplo más simple— que es imposible, de hecho, que mil, cien mil personas que se ríen no tengan todos los ojos, las fosas nasales, las comisuras de la boca elevadas hasta sus extremos: así como es imposible que de hecho cien mil, doscientas mil personas lloren desconsoladamente sin que sus ojos, sus fosas nasales y las comisuras de su boca declinen en sus extremos. Aquí tenemos a Juan que ríe [Ilustración 27]:
Ilustración 27. |
Aquí tenemos a Juan que llora, y es muy justo que se lo tome todo al revés [Ilustración 28]:
Ilustración 28. |
Ilustración 29. |
Y sobre este principio se funda la broma gráfica de Heráclito y Demócrito —uno que reía y otro que lloraba siempre— representados en el mismo rostro [Ilustración 29] que al haber regresado presenta para la expresión del llanto exactamente los mismos rasgos que, boca abajo, forman la expresión de la risa18.
En cuanto al segundo punto —a saber que, en cuanto a los signos no permanentes19, es posible concluir con certeza a partir de uno de ellos, considerado aisladamente, todos los demás o de una parte de la expresión, el conjunto de la expresión— esto es, evidentemente, una consecuencia de lo primero pero, para clarificarlo con un ejemplo, trazaremos esta serie de ojos [Ilustración 30] que no solo ríen muy bien por sí mismos sino que también son, por otra parte, el indicio infalible de que los particulares a quienes pertenecen ríen a carcajadas; tal como los siguientes [Ilustración 31] son el indicio no menos infalible de que los desafortunados a quienes pertenecen están, por un buen rato, muy lejos de reír.
Ilustración 30. |
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Capítulo noveno
A través del trazo gráfico, disponemos de un doble orden de signos, los permanentes y los no permanentes; esto ya es un gran recurso, pero todavía es más fecundo al combinar mutuamente en conjunto estos dos órdenes de signos con el fin de dar una expresión determinada. Así —para reforzar y a la vez hacer que la expresión del miedo sea más cómica, por ejemplo— a los signos no permanentes del miedo agregaré los signos permanentes de debilidad mental y necedad —como aquí por ejemplo también— donde el mentón es bastante largo y el conjunto del cráneo mezquinamente estrecho [Ilustración 32]. De igual manera, para agregar ira a la expresión, eliminaré de los signos permanentes aquellos que atemperaban su brutalidad como serían una frente elevada y un conjunto de perfiles suaves y romos [ilustración 33].
Ilustración 32. | Ilustración 33. |
Ilustración 34 y 35. |
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Pero he aquí un caso que se presenta a menudo y sobre el cual llamamos la atención del lector. Como hemos dicho, una cabeza humana, una vez trazada, no puede sino tener una expresión determinada; esta es una ley, no una observación20. Ahora bien, esta ley es verdadera incluso cuando —contra todo permiso— nos apuramos a introducir en la disposición de los rasgos irregularidades arbitrarias, caprichos no autorizados por la naturaleza, incluso imposibilidades que ella parece proscribir. Así —retomando mis dos términos de Juan que llora y Juan que ríe— voy a combinarlos arbitrariamente de dos maneras inversas, poniendo en una cara ojos y nariz que ríen con una boca que llora [ilustración 34] y en otra cara, una boca que ríe con nariz y ojos que lloran, y tendré a los dos particulares de aquí [ilustración 35].
¿Qué resulta de esto? Ciertamente no es un sinsentido de expresión sino, al contrario, una expresión clara y determinada. Solo que, y esto es algo curioso, la expresión en lugar de ser —como en el caso de las risas o los llantos— temporal y ocasional se ha reconvertido en permanente y tenemos, por una parte, a un hombre desagradable, quisquilloso, hosco; por la otra, a un mediocre bastante jovial —o a un jovial no poco mediocre— en quien la contradicción de los dos términos se equilibra o, más bien, se resuelve en una muy notoria expresión de necedad, para nada misteriosa. Eso viene a confirmar de manera notable esta otra ley que hemos planteado sobre la invariabilidad y la infalibilidad de los signos no permanentes; ya que estos signos —en lugar de prestarse a cualquier alteración de significación cuando se amalgaman de manera arbitraria— cambian inmediatamente de naturaleza y se convierten, por este solo hecho, en signos permanentes, es decir, expresivos de inteligencia y carácter y, como tales, variables y falibles.
Sin embargo, si el arte —incluso cuando produce combinaciones de signos completamente arbitrarias— no llega pese a todo a sinsentidos de expresión, esto proviene de que —si en verdad hace algo más o diferente de la naturaleza— imita no obstante su ejemplo, aun sin copiarla. En efecto, la naturaleza ofrece constantemente tipos de rostros en los que se observan discrepancias, quizás diferentes pero absolutamente análogas a la que, por ejemplo, acabamos de producir amalgamando en una misma cara a Juan que llora y a Juan que ríe.
El arte de disfrazar la fisiognomía a través del cambio de un solo rasgo —la nariz por ejemplo, al ser este el rasgo más prominente y por esta causa el más fácil de agregar— sería una aplicación directa de la ciencia fisiognómica, si la ciencia tuviese algo que decir en un arte lleno de alegre locura donde, por lo demás, los felices azares sirven incluso mejor que el más exacto de los cálculos. Pero podemos entrever de paso que las narices postizas no producen, en general, una revolución tan divertida en una fisiognomía dada sino en tanto introducen —de común y casi necesariamente— alguna discordancia análoga a la amalgama de Juan que llora y Juan que ríe, engendrando los mismos resultados. También podemos entrever por qué el disfraz parcial de la fisiognomía —por medio de un solo rasgo fuertemente modificado— es de común también y casi necesariamente más cómico que ese mismo disfraz aplicado sobre todos los rasgos; como sucede cuando nos servimos de una máscara en lugar de servirnos de una simple nariz postiza.
Lo mismo ocurre con la caricatura, ya sea grotesca, bufona o, sobre todo, cómica; es decir, que es a partir de combinaciones de rasgos completamente arbitrarios y artificiales como nacen con mayor frecuencia los tipos de fisiognomía más graciosos; ya que —allende algún divertido misterio— ofrecen en una misma cara o contrastes o alianzas de expresión, cómicas en sí mismas. Voy a dar algunos ejemplos.
Ilustración 36. |
Ilustración 37. |
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Ilustración 38. |
Los dos primeros particulares combinan una mitad superior del rostro que pertenece a la ira con una mitad inferior serena e incluso risueña; el tercero, atención ligeramente inquieta o laboriosa con indolencia necia y contenta. El cuarto, sorpresa temerosa con seguridad imperturbable. El quinto, ánimo triste con ánimo vivo. El sexto, repugnancia colérica con flema glacial. El séptimo, finalmente, dulce melancolía con humor áspero [Ilustración 36]. Y —para convencerse de la realidad de estas combinaciones— no tenemos más que cubrir alternativamente la mitad superior e inferior de la cara tomando por línea de intersección la parte inferior de la nariz.
El tipo de Crépin —si osamos citarlo todavía— pertenece a esta categoría de figuras. La mitad superior del rostro posee humor; la mitad inferior, estupidez y el labio, juicio y, aparentemente, por esto Mr. Crépin es un hombre incompleto que —sensato en sus intenciones, inseguro en sus medios, malhumorado en sus procedimientos— no crió sin mucho esfuerzo a sus once hijos [Ilustración 37].
Capítulo décimo
En este capítulo retomaré lo que hemos llamado signos permanentes, aquellos que marcan no las emociones ocasionales sino la inteligencia y el carácter.
Para obtener algunos resultados al estudiar estos signos, debe tomarse una misma cabeza en su estado de calma y habitual y, luego, mantener ciertas partes de esta misma cabeza siempre semejantes, mientras se varía otras; entonces observamos qué se debe concluir de estas variaciones. A este fin, he recortado un patrón cuyo contorno seguiré constantemente para las porciones de la cabeza que queramos mantener iguales y abandonaré constantemente para las partes que queramos hacer variar. He aquí este patrón tal cual [Ilustración 38]. Es incompleto, sin duda, pero suficiente para nuestro objetivo cuando, además, es ventajoso no complicar la demostración con ningún elemento que no le sea esencial.
Primero tomaré la mitad superior del rostro hasta la nariz —esta incluida— mientras conservo todo el contorno del cerebro, y variaré solo la parte de abajo [Ilustración 39].
Ilustración 39. |
Lo que me sorprende de esta serie es que —en lo que concierne a las facultades intelectuales— las modifico, transformo o disminuyo a voluntad; lo que también me sorprende es que —en cuanto a facultades morales— funciona exactamente igual; esto me lleva a concluir —de acuerdo con el resto de lo que ya nos ha señalado una prueba hecha anteriormente— que la mitad inferior del rostro contiene en estos dos aspectos —facultades intelectuales y facultades morales— elementos más indicativos que los contenidos en la mitad superior.
Ahora tomaré como patrón la mitad inferior del rostro y variaré la mitad superior, pero aquí —para que la variación sea completa y para que los contornos puedan relacionarse— estoy obligado a suprimir la parte superior del cerebro [Ilustración 40].
Ilustración 40. |
Lo que me sorprende de esta serie es que se perciben los mismos resultados pero con menos intensidad, evidentemente, ya que todas estas cabezas —aunque seguramente diferentes en inteligencia y carácter— no ofrecen ni en modificaciones, ni en transformaciones, ni en disminución de las facultades intelectuales y morales desviaciones tan grandes y completas como las de la serie precedente y, en particular, la similitud de las bocas mantiene en todas ellas —a pesar de las muy considerables diversidades de nariz, ojos, cejas y, sobre todo, frente, cráneo y cogote— una similitud de bondad inteligente y moderación sensata. Esto me lleva a concluir, por contraprueba, que la mitad inferior del rostro contiene —fisiognómicamente hablando— más elementos indicativos de facultades intelectuales y morales que la mitad superior.
Ahora tomo el centro del rostro —es decir, la nariz, incluidas las fosas nasales, con todo el labio superior— y variaré todo lo demás [Ilustración 41]:
Ilustración 41. |
Estas cabezas, como vemos, son modificables a voluntad y en mayor o menor medida para que puedan o bien exceder o bien no igualarse al patrón en cuanto a los dos órdenes de facultades de los que nos ocupamos. De donde concluyo la relativa debilidad de los signos permanentes del centro del rostro en cuanto a la expresión intelectual y moral.
Ahora —en una primera serie— tomaré todo el patrón menos el ojo, que solo variaré de forma y posición; luego —en una segunda serie— tomaré todo el patrón con el ojo, menos las cejas que haré variar de la misma manera [Ilustración 42].
Ilustración 42. |
Estas dos series —y particularmente la de las cejas— demuestran que el ojo y las cejas —en su diversidad de forma y posición— son criterios aún más importantes que la frente y la parte superior del rostro en cuanto a las facultades intelectuales. En efecto, todas las figuras son moralmente si no semejantes al menos análogas; mientras que son intelectualmente desiguales, es decir, diversas en cuanto a la extensión, la penetración, la profundidad e, incluso, la elevación del pensamiento. Sin embargo, añadamos que son moralmente análogas solo en tanto algunas facultades morales pueden serlo cuando el otro término —a saber, las facultades intelectuales— varía. Porque —si hay un caso al que se aplica aquel dicho del Abad de St. Réal21 de que, en cosas similares, lo que tienen diferente hace cambiar mucho lo que tienen semejante— es obviamente este. En efecto, ¿cómo es posible, por ejemplo, que las facultades morales, buenas o malas, no sean —tanto en uno como en otro sentido— más intensas con un mayor grado de inteligencia? y ¿no vemos en efecto todos los días que tanto hombres eminentes por su virtud como hombres eminentes por su perversión tienen esto en común, es decir, una inteligencia superior?
Pero tocamos aquí el hecho que revierte y que siempre revertirá todos los esfuerzos procurados a favor de una localización de las facultades, como prueba victoriosamente a favor de la unidad inmaterial del alma. En efecto —si es de observación común e irrefutable que una mayor inteligencia comporta, en igualdad de condiciones, una virtud más eminente o una perversión más atrevida— o bien, por medio de la localización, os veréis obligados a alojar en el mismo espacio fuerzas del alma que son tan evidentemente diversas —y habréis hecho algo absurdo desde el punto de vista de vuestro principio— o bien las alojaréis en dos espacios diferentes —y habréis hecho una cosa igualmente absurda desde el punto de vista de su conexión, tan íntima que no la concebimos en la fuente, es decir, en el alma misma— sino como una paridad. Las paridades en la diversidad, las diversidades en la paridad, he aquí, en efecto, el gran problema psicológico que no encuentra su solución sino en la unidad inmaterial del alma22.
Pero no olvidemos que todavía nos falta hacer variar las fosas nasales, permaneciendo todo lo demás invariable y conforme al patrón [Ilustración 43].
Ilustración 43. |
Cosa curiosa me parece —al considerar esta serie— que las fosas nasales sean un signo poco indicativo de las facultades intelectuales y, al contrario, un signo más bien indicativo de las facultades morales; excepto por la misma restricción anterior, es decir, que las facultades morales responden a las facultades intelectuales de modo que si un hombre es, en general, muy impetuoso, por ejemplo, es por esto mismo, y en general, igualmente poco reflexivo. Sin embargo, debe destacarse de paso que la reacción en este sentido, aunque real, es menos evidente de lo que es en sentido inverso y que si, por ejemplo, mucha finura corresponde a mucha prudencia, mucha prudencia no necesariamente corresponde a mucha finura. Aún más, la constitución del alma humana —y esto por disposición de la Providencia que no sabremos admirar y bendecir suficiente— es tal que la independencia de todas las facultades morales más dignas de respeto y amor está allí garantizada; es decir, que podemos ver —y que vemos en efecto, todos los días— hombres de una gran nulidad intelectual, incluso simples, dotados de facultades morales no solo estimables y nobles: de honor, de probidad, de benevolencia, de paciencia, de resignación no solo desarrolladas hasta el punto de dar envidia a personas mucho más inteligentes que no las tienen en el mismo grado sino que también son persistentes, firmes, sólidas y victoriosas a lo largo de los incesantes ataques del interés, del egoísmo, del mal ejemplo o de los malos consejos. Por mi parte, nunca pienso en este hecho notable sin remitirme con mayor confianza todavía a estas palabras que parecen extrañas o profundas, paradójicas o sublimes según escuchemos su sonido o penetremos su sentido: “¡Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos!”. Sin duda, la psicología cristiana no carece de misterio a nuestros débiles ojos pero, en todo lo que les descubre, arroja la luz con profusión.
Del experimento que acabamos de intentar con los signos permanentes del rostro —es decir, con aquellos que son exclusivamente indicativos de inteligencia y carácter para cada cabeza en particular— se desprende en primer lugar que estos signos —increíblemente variables en sus modificaciones propias y en sus matices de estado— nunca son de hecho idénticos en dos cabezas dadas y, en segundo lugar, que nunca ofrecen —ni considerados aisladamente ni considerados en su conjunto— un criterio infalible o simplemente certero de las facultades tanto intelectuales como morales, sino solo probabilidades que todavía no tienen más que un valor muy aproximado en los casos extremos de fuerza y, sobre todo, de debilidad, tanto intelectual como moral. En consecuencia, también resulta que —tanto en los puntos donde considera las mismas partes del rostro humano que la frenología como en aquellos donde considera otras diferentes— la fisiognomía rechaza toda localización de las facultades, así como todo criterio absoluto y fatal extraído de los signos que ella contempla.
Sin embargo, esto no impide que el arte —en las combinaciones que hace de estas líneas entre sí y con las demás— llegue a producir a voluntad expresiones de inteligencia y carácter suficientemente claras y determinadas para su objetivo. Pero, por ejercer ahí el arte su profesión legítima de hábil encantador o divertido embaucador, no debe autorizarse que sus juegos apoyen sistemas a veces tan perniciosos, filosóficamente hablando, como osados y, por esto, hemos creído necesario insistir sobre los puntos que nos han ocupado en este capítulo.
Capítulo undécimo
Hablaré ahora de los signos no permanentes de expresión; solo de aquellos que, por supuesto, son susceptibles de ser captados por un perfil y, por esto mismo, accesibles al procedimiento del trazo gráfico.
Ilustración 44. |
He aquí, de entrada, la enumeración de estos signos. De entrada, tenemos todos los signos permanentes en sí mismos, desde el momento en que al modificarse bajo el imperio de cualquier emoción se convierten, por este mismo hecho, en signos de expresión ocasional y temporal. Así, la frente, la nariz, la boca, las fosas nasales, el mentón, el ojo y sus dependencias —desde el momento en que abandonan el estado normal para volver a él más tarde— se convierten, uno tras otro, en signos no permanentes y, en el fondo, estos son los más numerosos. Así todavía —tomando como modelo el patrón de una cabeza en estado normal— si, para obtener una expresión dada, frunzo el ceño, agrando la abertura del ojo, levanto la nariz, bajo las comisuras de la boca, las cejas, ojos, fosas nasales y boca —que solo eran signos permanentes en la primera de estas dos figuras— se convierten en signos no permanentes en la segunda [Ilustración 44].
Pero además de estos signos —que no son todavía sino signos permanentes transformados— hay otros que surgen en todos los casos de emociones vivas para desvanecerse y desaparecer tan pronto como estas emociones han cesado; y estos signos son pliegues o en la mejilla o en las comisuras de la boca y los ojos o en las sienes y la frente. Sin estos signos, la expresión de emociones temporales y ocasionales por el trazo gráfico se empobrecería singularmente; con estos ella manifiesta todo tipo de sentimientos y pasiones.
Porque —dependiendo de si separamos, fruncimos, multiplicamos, curvamos o inclinamos estos pliegues en diferentes direcciones— todos los matices de las emociones vienen, uno tras otro, a pintarse en la fisiognomía trazada gráficamente para darle vida, movimiento, para acentuarla, de alguna manera [Ilustración 45].
Ilustración 45. |
Ciertamente, varios de estos pliegues se rencuentran en muchas cabezas en estado normal —como las arrugas, entre otras, sobre la frente de los ancianos o como los pliegues en las comisuras de los ojos en muchas personas— y, además, al dibujar, podemos agregarlos arbitrariamente a una cabeza en estado normal sin obtener, por eso, un sinsentido de expresión; esto es lo que hago aquí al lado sobre el patrón [Ilustración 46].
Ilustración 46. |
Pero entonces —de acuerdo con la ley que hemos verificado anteriormente— estos pliegues, más que prestarse como signos no permanentes a una alteración arbitraria de significación, se convierten pronto en signos permanentes, es decir, dejan inmediatamente de tener un valor de expresión ocasional.
No es mi propósito exponer en detalle las reglas fisiognómicas por medio de las cuales se producirá a voluntad una u otra expresión ocasional; aunque esta sea precisamente aquí la parte de la ciencia fisiognómica que —en razón misma de la significación rigurosa e invariable de los signos no permanentes— es la más susceptible de ser formulada en reglas prácticas y casi en procedimientos. Porque —además de nuestra repugnancia por todo lo que tiende a introducir los artilugios de la regla y el procedimiento en las cosas de arte, sentimiento o verbo ingenioso— resulta que esta parte de la fisiognomía ya ha sido tratada mucho más a menudo con fines prácticos en obras a las que cualquiera puede recurrir. Por tanto, terminaré este capítulo sobre los signos permanentes únicamente con la siguiente observación.
Como hemos podido observar en relación a la mayoría de las cabezas que me han servido de ejemplo en este ensayo, si los medios gráficos de expresión que he empleado aquí son poderosos, también son groseros en tanto ofrecen un valor relativo demasiado grande. Sobre todo en figuras tan pequeñas, con rasgos que son comparativamente mucho menos prominentes y mucho más finamente atenuados en la naturaleza. De ahí dos consecuencias: la primera es que se hace más difícil imprimir la expresión por el trazo gráfico en rostros o bien puros de rasgos o simplemente jóvenes y, con mayor motivo, infantiles porque los pliegues —al mismo tiempo que expresan— alteran y envejecen. La cabeza de un niño no los soporta. La segunda consecuencia es que, en efecto, resulta un inconveniente del método expuesto anteriormente —que consiste en proceder experimentalmente y por comparación de los signos gráficos expresivos independientemente de los estudios de la figura propiamente dicha— descuidar los elementos fisiognómicos de la juventud y la belleza para inclinarse por aquellos de expresión, en efecto, pero a condición de estar sobrecargados. Sin embargo, poco importa este inconveniente si, por lo demás, no aplicamos la carga expresiva sino a las cosas que conviene con alegría, incluso con bonachonería, y, en consecuencia, guardándonos cuidadosamente de derivar hacia la caricatura personal que es, en materia gráfica, el apéndice de la burla, la soflama y el epigrama, tres armas cuyo uso rara vez es legítimo y cuyo empleo es casi siempre justo prohibirse.
Capítulo duodécimo y último
Al tratar los signos permanentes de expresión, hemos visto que son, por su naturaleza, inciertos y falibles. Por este lado, entonces, hay que reducir el valor y el alcance que generalmente se ha atribuido a estos signos fisiognómicos. Por contra, en nuestra opinión, debe hacerse entrar en los signos fisiognómicos cosas que están fuera de la cara e incluso de la cabeza humana, cosas que son de pura conformación. Por este lado, entonces, hay mucho que añadir a la extensión comúnmente aceptada de los signos fisiognómicos. Sin querer tratar en profundidad este asunto, discerniremos sumariamente sus partes y proporcionaremos algunos ejemplos gráficos a favor de esta afirmación.
Al considerar no ya el rostro humano sino el cuerpo entero y sus miembros, encontramos —desde el punto de vista que nos ocupa— la misma distinción de signos permanentes y signos no permanentes de expresión. Los no permanentes —de los que no me ocupo— son el porte como variable, el gesto, la actitud. Los permanentes son la conformación y, para conocer el valor de este signo, recurramos inmediatamente al patrón.
He aquí tres cabezas semejantes, de las cuales solo haré variar los entornos [Ilustración 47]. Lo que observo en esta serie es que la expresión, sea intelectual o moral, de una misma cabeza ha variado de valor con las variaciones del busto e independientemente de cualquier gesto y actitud. En efecto, la primera de estas figuras se ha vuelto inferior en firmeza tanto intelectual como moral respecto a la segunda, que también ha ganado en fuerza y penetración; mientras que la tercera pierde de nuevo, si no en fuerza y firmeza, al menos en penetración segura e inteligente. De donde concluyo —circunscribiéndome además a esta indicación decisiva— que la conformación es un signo fisiognómico indirecto con suficiente valor por sí mismo para hacer variar de manera muy sensible los signos fisiognómicos directos, es decir, los pertenecientes al rostro humano.
Ilustración 47. |
Este es el valor absoluto del signo de conformación. Ahora —para apreciar su valor comparativo— retomo aquí mis tres bustos y les ajusto diferentes cabezas para ver si —mediante signos de expresión de la cara, al oponerlos a los signos de expresión de estos bustos— puedo disminuir o destruir su valor [Ilustración 48]; pero encuentro que —al revés de la serie precedente— el que tenía menos firmeza tiene ahora más y, el que tenía más, tiene menos. De donde concluyo que los signos permanentes de conformación son infinitamente inferiores a los signos permanentes de la cara en cuanto a la indicación de las facultades tanto intelectuales como morales. Pero, al mismo tiempo, obsérvese bien que están lejos de ser neutros ya que —todavía en mi segunda serie— puedo duplicar la expresión de firmeza de mi figura número uno simplemente dándole el busto de mi número dos o, incluso, la panza de mi número tres.
Ilustración 48. |
La conformación es el último signo fisiognómico que examinaremos en este ensayo, aunque algunos autores —dejándose arrastrar por el espíritu de sistema— hayan asignado a algunos otros signos un valor exagerado. Así, fue Lavater23 —si no nos equivocamos— quien dio a entender de la escritura aquello que Buffon24 dijo sobre el estilo, a saber, que ella es el hombre o, en otras palabras, que —de la misma manera que se concluyen del estilo de un escritor sus facultades intelectuales y morales— también se puede concluir de la escritura, total o parcialmente, la inteligencia y el carácter de quien la trazó. Pero los principios generales que hemos establecido nos encarrilan a concluir —de ahora en adelante con certeza— que esta opinión de Lavater no es ni justa en su exageración, ni nula en su principio puesto que —del valor ya muy inferior de los signos indirectos de conformación, comparados con los signos directos de la cara, aun así muy apreciables— se concluye en consecuencia el valor cada vez más reducido, pero nunca completamente nulo, de los signos que son aún más indirectos. Y dado que la cita de Buffon nos acaba de traer a la memoria otro orden de signos mucho más seguros y mucho más elevados que los que nos han ocupado en este opúsculo, lo terminaremos diciendo que una sola página de un hombre que escriba sobre un asunto determinado —por ser esto una emanación directa de su pensamiento— resulta un criterio sin comparación e infinitamente más seguro de las facultades intelectuales y morales de este hombre que todos los signos fisiognómicos de su figura examinados uno por uno o tomados en conjunto.
Fin.
SUMARIO INDICATIVO DE LOS TEMAS TRATADOS EN CADA UNO DE LOS CAPÍTULOS DE ESTE ENSAYO
Fin del sumario de los capítulos
Autografiado en Schmidt, Ginebra, 1845.
BIBLIOGRAFÍA:
GIFFORD, W. (1817): The Satires of Decimus Junius Juvenalis and of Aulus Persius Flaccus V. II, Londres, G. and W. Nicol.
GOMBRICH, E. (2010): Arte e ilusión: estudio sobre la psicología de la representación gráfica, Londres, Phaidon.
GROENSTEEN, T. (2014): M. Töpffer invente la Bande Dessinée, Bruselas, Les Impressions Nouvelles.
TÖPPFER, R. (1845): Essai de Physiognomonie Ginebra : Schmidt, disponible en línea el 1-V-2020.
WIESE, E. (1965) : Enter the Comics: Rodolphe Töpffer’s Essay on Physiognomie and The True Story of Monsieur Crépin, Lincoln, University of Nebraska Press.
NOTAS:
1 Para la presente traducción nos hemos basado en el manuscrito original y su transcripción al francés disponibles en M. Töpffer invente la Bande Dessinée (Groensteen, 2014: 241-305). Igualmente, hemos contrastado esta fuente con las versiones en inglés (Wiese, 1965: 1-36) e italiano (Giuffredi, 2001: 211-240). Ante el asfixiante modelo de puntuación decimonónico del francés –que Töpffer comparte, por ejemplo, con Victor Hugo– hemos optado por emplear los guiones para facilitar la digestión del texto. El traductor quiere agradecer aquí su asistencia a Thierry Smolderen y Henrique Harguindey.
2 N. del T.: Töpffer se refiere al novelista inglés Samuel Richardson (1689-1791) conocido por sus novelas epistolares como Clarisa o la historia de una joven dama (1748), uno de los relatos más extensos de la literatura inglesa, con casi un millón de palabras.
3 N. del T.: William Hogarth (1697-1764) es el célebre pintor, ilustrador y grabador inglés de las obras aquí mencionadas por Töpffer : Marriage A-là-Mode (1745) e Industry and Iddleness (1747).
4 N. del T.: Respectivamente, los escritores franceses George Sand (1804-1876), Honoré de Balzac (1789-1850) y Eugène Sue (1804-1857), todos ellos progresistas.
5 N. del T.: El término francés esprit puede traducirse al castellano tanto por “espíritu” como por “alma”, como por “mente”, como por “ingenio”. Por norma hemos mantenido el término original, excepto con la acepción de “ingenio” y en el caso de faiblesse d'esprit que hemos traducido como “debilidad mental” en el sentido tanto popular como psiquiátrico, ya por entonces vigente.
6 N. del T.: La palabra francesa trait reúne en un solo término varios significados que en castellano se designan con palabras diferentes, principalmente aquí, tanto “trazo” gráfico como “rasgo” del rostro. El concepto de “trazo” es central en este ensayo de Töppfer, que aprovecha la amplitud semántica original, imposible de restituir en castellano.
7 N. Del T.: El procedimiento autográfico es una variante de la litografía —esta última creada en 1796 por el ingeniero y dramaturgo alemán Aloys Senefelder (1771-1834)— que permite la impresión directa del dibujo sin la intervención mediadora de un grabador. Aún sin ser el primero en emplearlo, Töpffer fue uno de sus grandes defensores (Groensteen, 73-81).
8 N. Del T.: En este párrafo, Töpffer se anticipa casi un siglo a la célebre “Ley de la clausura”, formulada en 1938 por Max Wertheimer como uno los principios de la Psicología Gestalt de la percepción,
9 N. del T.: Las ilustraciones 5, 6 y 7 están tomadas del álbum de Töpffer L'Histoire d'Albert (1845) que satiriza la carrera de James Fazy (1794-1878), líder de los radicales ginebrinos. Así también las ilustraciones 17 y 18.
10 N. del T.: En lugar de “fisonomía”, hemos querido mantener la denominación de Töpffer: “fisiognomía” y sus derivados, excepto en el título francés original donde el autor emplea el término physiognomonie.
11 N. del T.: Töppfer se refiere al rostro humano con varias palabras como visage, face y figure. Hemos decidido mantener figure como “figura” y traducir visage y face por “rostro” o “cara” según convenga.
12 N. del T.: Hemos traducido el término francés affection por “emoción” como suele hacerse en la psicología contemporánea, a pesar de la creciente influencia del término “afecto” en disciplinas como la sociología y la filosofía.
13 N. del T.: El whist y el piquet son dos juegos de cartas.
14 N. del T.: Evidentemente, aquí Töpffer se confunde ya que, al contrario, el análisis —del griego ἀνάλυσις, investigar— consiste en descomponer un objeto o fenómeno en sus elementos integrantes simples, es decir, del conjunto a las partes; mientras la síntesis —del griego σύνθεσις, componer— reúne las partes integrantes de un objeto o fenómeno en un todo, es decir, de las partes al conjunto.
15 N. del T.: La frenología fue inventada por el anatomista y fisiólogo alemán Franz Joseph Gall (1758-1828), a través de su libro Estudios médico-filosóficos sobre la naturaleza y el arte en el estado sano y enfermo del hombre (1791). La frenología interpreta la forma del cráneo de un individuo como clave de su personalidad. Las diferentes protuberancias que este presenta manifestaban, en opinión de Gall, la presión regional de órganos internos ligados a funciones tales como el talento arquitectónico, la benevolencia o el espíritu metafísico.
16 N. del T.: Nasus aduncus significa en latín nariz aguileña. En los comentarios a las sátiras del poeta romano Persius, de William Gifford, leemos: «Los animales, cuando se enfurecen, encrespan o retraen la punta de sus narices; de ahí, nasus aduncus llegó a significar desprecio o enojo; de ahí también, la expresión metafórica adunco suspendere naso, que significa retener o suspender este pliegue, aguantar o exponerse al desprecio. Este era un talento peculiar de Horacio: exponerse sin manifestar los signos habituales del ridículo. Se sacudía todas las arrugas de la nariz, dándole una apariencia de perfecta suavidad; y aun así, con una destreza inigualable, continuaba aguantando la risa de la multitud desprevenida –excusso naso populum suspendit» (Gifford, 258).
17 Alusión a la teoría del ángulo facial del naturalista holandés Petrus Camper (1722-1789) expuesta en su obra póstuma Dissertation physique sur les différences réelles que présentent les traits du visage (1791). Camper comparaba a las “razas” humanas a partir del ángulo facial que obtenía del cruce de dos líneas: una horizontal desde el orificio de la oreja hasta las fosas nasales y otra perpendicular que desciende desde la frente a través de la nariz. Camper —tal como Buffon— separaba claramente a la especie humana de los demás animales y demostró que el orangután no es un ser humano degenerado, como sostenían muchos naturalistas de su época. A pesar de ello, Diderot malinterpretó sus ideas como partidarias de la teoría de la Gran Cadena del Ser, tal como aquí Töpffer.
18 N. del T.: Aunque esta comparación entre Heráclito y Demócrito es un tópico desde la antigüedad; probablemente, la referencia de Töpffer sea aquí Las pasiones del alma de Descartes, en cuyo apartado CXCVI se lee: “Hacer el mal es también, de algún modo, recibirlo; de donde proviene que algunos unen a su indignación la piedad y otros la burla, según se dejen llevar por la buena o mala voluntad hacia aquellos a los que ven cometer faltas. Y es así como la risa de Demócrito y las lágrimas de Heráclito han podido proceder de idéntica causa” (Descartes, 263).
19 N. del T.: En el manuscrito original Töpffer escribe, por error, “signos permanentes” cuando, es obvio, se refiere aquí a los “no permanentes” (Wiese, 35).
20 N. del T.: Esta ley ha sido bautizada por Ernst Gombrich como “la ley de Töpffer” (Gombrich, 289).
21 N. del T. : César Vichard de Saint-Réal (1643-1692), escritor de Saboya, conocido por sus ensayos morales y novelas históricas.
22 N. del T.: Töppfer se alinea aquí en la tradición de la psicología y estética alemana de Christian Wolff (1679-1774), uno de cuyos problemas, a partir de Leibniz, es precisamente resolver el conflicto entre monismo y pluralismo, unidad y multiplicidad (perfectio est consensus in varietate, plurium in uno).
23 N. del T.: Johann Kaspar Lavater (1741-1801), teólogo suizo, autor del tratado en cuatro volúmenes Fragmentos fisionómicos (1775-1778), principal obra de referencia sobre fisiognomía en la era moderna.
24 N. del T.: Georges-Louis Leclerc, Conde de Buffon (1707-1788), naturalista francés célebre por su Historia natural (1749-1804), obra en cuarenta y cuatro volúmenes enciclopédicos.