EL ENSAYO DE FISIOGNOMÍA DE
RODOLPHE TÖPFFER
Y LA ESTÉTICA DEL SIGLO XVIII
PROEMIO
Publicado originalmente en 1845, el Ensayo de Fisiognomía de Rodolphe Töpffer constituye el primer testimonio gráfico sobre teoría del Noveno Arte. Algunos de sus intérpretes, como Thierry Groensteen, atribuyen una importancia crucial al hecho de haber sido escrito, además, por un autor de Historieta: nos encontraríamos ante la primera reflexión autoconsciente sobre el arte de las viñetas, al que incluso se denomina por primera vez bajo el rótulo específico de “literatura en estampas”.
Por supuesto, esto no significa que el Ensayo emerja espontáneamente del vacío. Como indica su mismo título, el opúsculo de Töpffer se inscribe en una tradición que hunde sus raíces en la antigüedad helénica con el pseudo-aristotélico Fisiognómica (c. 300 a. C.), continúa en el Renacimiento con De humana physiognomonia (1586) de Giovanni Battista della Porta y cuenta —ya en el mundo moderno— con los antecedentes del Método para aprender a dibujar las pasiones (1658) de Charles Le Brun y El arte de conocer a los hombres por la fisiognomía (1775-1778) de Johann Kaspar Lavater, referente inmediato de Töpffer. En esta introducción no seguiremos, sino marginalmente, esa trayectoria concreta.
En su lugar, proponemos acercarnos al texto de Töpffer desde otro de sus vectores de influencia: la filosofía estética del siglo XVIII. A lo largo de su Ensayo, el caricaturista ginebrino insiste abundantemente en la «unidad inmaterial del alma» y, en su descripción del rostro de Mr. Crépin, lo define como «un particular, uno e indivisible». Esto trae a la memoria los célebres primeros apartados de la Monadología de Leibniz donde se proclama: «La Mónada, de la que vamos a hablar aquí, no es sino una sustancia simple que entra en los compuestos, es decir, sin partes» [Monadología, 1] y «Donde no hay partes tampoco hay extensión, ni figura, ni divisibilidad posible» [Monadología, 3] (Leibniz, 2012: 105).
Este vínculo se explicita en el capítulo ocho al retomar nuestro autor los términos del conflicto entre monismo y pluralismo, unidad y multiplicidad de Leibniz: «las paridades en la diversidad, las diversidades en la paridad, he aquí, en efecto, el gran problema psicológico que no encuentra su solución sino en la unidad inmaterial del alma». Significativamente, la unidad donde se armoniza tal pluralidad no solo es, para Töpffer, el alma o el rostro humano sino también cualquier obra completa de literatura en estampas «cuyas partes coordinadas en un diseño conducen a realizar un todo», invención que él mismo remite, confusamente, a los procedimientos de síntesis y análisis.
Esta tesis de la armonía leibniziana sería uno de los ejes rectores de la teoría estética alemana del siglo XVIII, principalmente, a partir de la influencia de los trabajos de su epígono Christian Wolff (1679-1774) y del ilustrado judío Moses Mendelssohn (1729-1786). Con todo, la identidad implícita entre las esferas psicológica y metafísica a partir de la noción del alma como substancia simple e indivisible —común a Descartes, Leibniz, Wolff, Mendelssohn y tantos otros— sería finalmente derrumbada por Kant en su Crítica de la razón pura (1781), sin que Töpffer dé ninguna noticia al respecto.
Esta subjetividad moderna pre-kantiana —ilustrada a través de metáforas como la del genio maligno de Descartes o la cámara oscura de John Locke— cuenta con su propia imagen en el Ensayo, aquella por la que «un hombre que viviera completamente recluido —pero que fuese observador y perseverante— podría llegar por sí mismo —y sin otra ayuda que la de ensayos mil veces repetidos— a poseer pronto todo el saber fisiognómico necesario para crear a voluntad figuras, cabezas, tan mal dibujadas como se quiera pero que tengan, sin equívoco posible, una expresión determinada». Sin cuestionar la originalidad —y aquí sí, probable espontaneidad— de este procedimiento que entremezcla la percepción con la producción del rostro, sus antecedentes filosóficos también resultan evidentes:
Siguiendo a Bacon, [Wolff] piensa que no puede haber una distinción clara entre saber y hacer, ciencia y arte. Explicamos las cosas cuando sabemos cómo hacerlas, cuando podemos recrearlas a partir de sus elementos; pero el poder de hacer cosas es arte. El científico que sabría cosas también debe ser un artista que sepa cómo hacerlas. Por lo tanto, Wolff refiere a los filósofos hacia los talleres de los artesanos y hacia los campos de los agricultores para que tengan conocimiento de la naturaleza (§25; 12). Él explica que son las artes las que amplían el campo de nuestra experiencia más allá de lo que se da solo a los sentidos; estas nos muestran el funcionamiento interno de la naturaleza porque producen cosas empleando los mismos poderes creativos que la naturaleza misma (§24; 11) (Beiser, 2009: 54).
La obra del dibujante suizo permite, desde luego, otros abordajes como, por ejemplo, precursora del análisis del lenguaje no-verbal o, incluso, afín a la novedosa sociología de las emociones. En este punto, resulta muy llamativo que el Ensayo de Fisiognomía comparta un mismo campo disciplinar, la psicología, con otro libro sobre el Noveno Arte de influencia nefasta: Seduction of the Innocent (1954) de Fredric Wertham. Significativamente, en el testamento teórico de Töpffer hallamos cincuenta y tres referencias a términos relacionados con la inteligencia frente a cuarenta y una remisiones a la esfera de la moral. El Ensayo de Fisiognomía no solo bebe de fuentes anteriores, sino que todavía hoy proyecta sus luces y sus sombras sobre nuestro mundo contemporáneo.
UT PICTURA POESIS
En la Nota sobre L’Histoire de Mr. Jabot de 1837, Töpffer proporcionó lo más cercano que ha escrito a una definición de la “literatura en estampas”:
Este librito es de naturaleza mixta. Se compone de una serie de dibujos autografiados al trazo. Cada uno de estos dibujos está acompañado de una o dos líneas de texto. Los dibujos, sin este texto, no tendrían sino un significado oscuro; el texto, sin los dibujos, no significaría nada. Todo en conjunto forma una suerte de novela especialmente original en tanto no se parece más a una novela que a cualquier otra cosa (Groensteen, 2014: 219-221).
El caricaturista suizo pone así en primer plano las relaciones entre letra e imagen como elemento privilegiado que determina los principios del Noveno Arte. En primer lugar, cabe destacar que los historiadores reunidos en el Salón de Lucca en 1989 para señalar a The Yellow Kid and His New Phonograph (1898) de Richard F. Outcault como punto de origen del Cómic1 consideraron, erróneamente, que esta tira de prensa combinaba por primera vez la secuencia de viñetas con la integración de la palabra mediante el globo. En sus historietas, como es sabido, Töpffer prescinde de este último recurso para colocar el texto al pie de sus cuadros, lo que no le impidió ser reivindicado en 1998 por otro grupo de historiadores2 como, si no su creador, punto de inflexión crucial del Cómic moderno. En segundo lugar, una peculiaridad de Töpffer, señalada en su definición, es el método autográfico que le permitía, tanto en las historias en estampas como en el Ensayo, presentar su propia letra manuscrita junto a las imágenes, en lugar de optar por la reproducción mecánica del texto a través de la tipografía, constituyendo un «entrelazamiento de la escritura y el dibujo, específico de la epistolaridad romántica y cercano al dibujo hablado de los niños, atestiguado en […] sus cartas juveniles» (Men, 1997: 9-21) (fig. 1). Letra al pie manuscrita, por tanto, cuya relación primordial con sus caricaturas es remitir a un mismo y único trazo de autor.
Fig. 1: Rodolphe Töpffer, Carta a Michel Domergue (31 de agosto de 1819). |
En cualquier caso, el debate sobre las relaciones entre texto e imagen precede a un Töpffer plenamente consciente de ello, remitiéndose al viejo adagio latino Ut pictura poesis (Así la pintura como la poesía) que Horacio había dejado por escrito en su Ars poetica (19 a.C.) y que Simónides de Ceos —padre del Ars memoriae— ya había sentenciado con anterioridad: Poema loquens, pictura poema silens (La poesía es una pintura que habla, la pintura es una poesía silente)3. Esta polémica sería retomada bajo el nombre de “paragona” durante el Renacimiento italiano por, entre otros, Giorgio Vasari en Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos (1550) y Leonardo da Vinci en su Tratado sobre la pintura (1651), en defensa de la supremacía del sentido de la vista. Con todo, el antecedente inmediato de esta querella en tiempos de Töpffer proviene de su recepción de la teoría estética del siglo XVIII que —en reciente polémica entre Thierry Groensteen y Thierry Smolderen4— se ha circunscrito a la posible influencia sobre el dibujante ginebrino del Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía (1766) del dramaturgo y filósofo alemán G. E. Lessing.
Si es cierto que la pintura, para imitar la realidad, se sirve de medios o signos completamente distintos de aquéllos de los que se sirve la poesía —a saber, aquélla, de figuras y colores distribuidos en el espacio; ésta, de sonidos articulados que van sucediéndose a lo largo del tiempo— […] entonces signos yuxtapuestos no pueden expresar más que objetos yuxtapuestos, o partes yuxtapuestas de tales objetos, mientras que signos sucesivos no pueden expresar más que objetos sucesivos, o partes sucesivas de estos objetos. Los objetos yuxtapuestos, o las partes yuxtapuestas de ellos, son lo que nosotros llamamos cuerpos. En consecuencia, los cuerpos, y sus propiedades visibles, constituyen el objeto propio de la pintura. Los objetos sucesivos, o sus partes sucesivas, se llaman, en general, acciones. En consecuencia, las acciones son el objeto propio de la poesía (Lessing, 1990: 106).
Este célebre comienzo del capítulo XVI de su Laooconte resume a la perfección el programa de Lessing. Por una parte, se propone finiquitar la empresa iniciada por el erudito y polígrafo francés Charles Batteux en Las Bellas Artes reducidas a un único principio (1746), al poner de relieve las especificidades para cada campo expresivo. Por otra, pretende desacreditar el género de la poesía descriptiva basada en la écfrasis que traslada minuciosamente en palabras las características visuales de un objeto, construyendo así una suerte de “imagen verbal” o, como había sentenciado La Fontaine: «Les mots et les couleurs ne sont choses pareilles. Ni les yeux sont les oreilles». Por último, Lessing no discrimina tan solo entre las artes sino que, sutilmente, las jerarquiza: al asociar la pintura con lo corporal, la poesía se decantaría hacia el noble reino del espíritu.
Aunque el alemán reconocía la posibilidad de desarrollar una acción a través de una serie de cuadros, sus tesis aparentemente arrinconan al Noveno Arte, ya que, como aprecia Groensteen: «la Historieta no solo contradice, por su naturaleza secuencial, lo que Lessing afirmó sobre la imagen sino que, como lenguaje compuesto que asocia texto e imagen, también contraviene su concepción esencialista, esta "ideología de pureza" que invita a cada forma de expresión artística a aislarse en su propio dominio» (Groensteen, 2014: 87). En cualquier caso, la pregunta se sostiene, ¿cuál era la posición de Töpffer respecto al debate Ut pictura poesis en general y a los argumentos de Lessing en particular? En primera instancia, uno de los apartados de sus Réflexions et menus-propos (1830-1843), titulado bajo el mismo adagio latino, sitúa al caricaturista suizo a favor de la superioridad de la poesía en relación con la pintura:
Sin embargo, vemos aquí por qué una de las hermanas vence a la otra; y es precisamente porque imita con mayor libertad. La poesía es un arte superior al arte de la pintura, no porque mantenga la naturaleza más cerca de su modelo, sino al contrario porque se desvía de ella aún más libremente, porque el pensamiento está ahí aún más liberado de la materia. La poesía habla directamente a los ojos del alma; para hablar al alma, la pintura se ve obligada a dirigirse a los ojos del cuerpo, más obtusos y que solo entienden lo que está terminado. Esta no puede, como la otra, entre sus trazos dejar lagunas; como la otra, no puede, al omitir las medias tintas y las sombras, sacudir a los ojos con la deslumbrante combinación de algunos colores vivos (Töpffer, 1848: 136-137).
En este punto Töpffer concuerda no ya con Lessing sino con la mentalidad general alemana que comparte el menoscabo de las imágenes en su tradición iconoclasta protestante junto con la identificación del lenguaje verbal como rasgo principal de su identidad nacional. Sin embargo, en el mismo apartado, el suizo recupera un ejemplo de écfrasis tomado de La Eneida de Virgilio, es decir, la misma obra donde se relata el sufrimiento del personaje de Laocoonte que da título al libro del dramaturgo alemán. Este posible navajazo, más o menos indirecto, a Lessing, se confirma, de acuerdo con Smolderen, en otro capítulo de sus Réflexions et menus-propos titulado “De la simultaneidad vista como un atributo propio a la concepción de lo bello”, donde el caricaturista ginebrino contrapone claramente su propuesta de la simultaneidad como atributo universal de todas las artes a las tesis del Laocoonte:
No es, seamos claros, que la simultaneidad por sí misma presente lo bello ante el espíritu, sino que solo ella hace posible que surja allí: porque, en cualquier forma que lo concibamos, lo bello está compuesto por partes, y esas partes están relacionadas; ¿cómo podemos concebir entonces que, si aparecen en sucesión en lugar de aparecer como un todo, lo bello no sea, por ese mismo hecho, no solo alterado sino destruido? Es imposible (Töpffer, 1848: 337).
Ciertamente, Töpffer no menciona a Lessing por su nombre a lo largo de su amplia bibliografía, pero resulta harto improbable que estuviese familiarizado con otros autores como Mendelssohn o Lavater y desconociera el trabajo de Lessing, personal e íntimamente relacionado con estos dos últimos, como reflejó, por ejemplo, la posterior recreación de su encuentro a manos del pintor judío alemán Moritz Daniel Oppenheim (fig. 2).
Fig. 2: Moritz Daniel Oppenheim, Lavater y Lessing visitan a Moses Mendelssohn (1856). |
De hecho, vale la pena considerar la influencia sobre Töpffer no ya de Lessing sino de su amigo Moses Mendelssohn, cuyo artículo Sobre los principios de las Bellas Artes y las Bellas Letras (1757) puede ser tomado claramente como precursor del Laocoonte y donde se establece la separación entre Bellas Artes (pintura, escultura y arquitectura) y Bellas Letras (poesía y retórica) que, por lo demás, conjuga con el empleo del caricaturista como profesor de Retórica y Bellas Letras Generales en la Academia de Ginebra.
Mendelssohn parte de la división clásica de los signos entre naturales, de la pintura, y arbitrarios, de la poesía, una escisión cuyo origen se remonta al diálogo platónico Crátilo y que subyace, por igual, en la partición entre las artes de Lessing. Aun compartiendo esta dicotomía, el ilustrado judío no proscribe la combinación de ambos «para hacer que la expresión sea aún más sensual y para asaltar nuestras mentes, por así decirlo, desde todos los lados» (Mendelssohn, 2003: 184). Mendelssohn acoge esta mezcla entre los signos naturales y arbitrarios bajo la regla de la “perfección o belleza compleja” en consonancia con el principio leibniziano de la armonía entre las partes y el todo, mencionando directamente a la Historieta:
La sátira en la pintura es mucho más compatible con el signo simbólico y parece requerir tales signos mucho más, al igual que la poesía y la retórica exigen más ingenio que sentimiento. Los grabados de Hogarth, algunos de los cuales se encuentran en el apéndice de la segunda edición de su Análisis de la belleza, están llenos de estos ejemplos. [...] Solo con mucho cuidado se puede combinar la pintura con la poesía y la retórica como tal. La expresión de inclinaciones y pasiones en la pintura es, sin duda, no tan animada y conmovedora como en la música, sin embargo, es más clara y definida. Por lo tanto, necesita la ayuda de signos arbitrarios mucho menos que con el sentimiento en la música. Aquí la acción es más claramente evidente para los sentidos y los rostros, las posiciones y los gestos de las personas que actúan dan a las pasiones con las que están representadas una individualidad que les falta en la música. Por lo tanto, solo los chapuceros más miserables recurren en la pintura a una nota con palabras que salen, como lo desearían, de la boca de las personas que representan. La verdadera condición, el desempeño y la acción de cada persona deben ser representados de una manera que sea, en un sentido absoluto, puramente una cuestión de la pintura. […] La combinación más difícil y casi imposible de las artes tiene lugar cuando se combinan las artes que representan bellezas una al lado de otra con las artes que representan a las bellezas sucesivamente. La naturaleza casi ha guardado este secreto para sí misma (Mendelssohn, 2003: 183-190).
Sin duda, Töpffer subscribiría para la “literatura en estampas” que las acciones de esa posible mezcla de poesía y retórica —tendentes, en el caso de Hogarth, al desciframiento jeroglífico— son eminentemente más claras e individuales. Asimismo, se cuidó mucho en seguir el consejo de Mendelssohn que rechaza los globos o filacterios, separando claramente en sus historietas el texto de los dibujos. No obstante —por su inclinación romántica hacia la espontaneidad, incluso defectuosa— Töpffer no podía compartir sin reservas el edificio teórico basado en la belleza como perfección leibniziana:
Mendelssohn y algunos escritores ingleses dicen de lo bello que su esencia es la unidad en la variedad. […] Esta fórmula no aguanta tres minutos de examen. […] Lo bello está encima y fuera de la unidad en la variedad, como lo está por la razón filosófica que hemos dado, es decir, por su propia naturaleza, encima y fuera de todas las fórmulas en las que se pretendiera encerrarlo (Töpffer, 1848: 293-295).
De vuelta al Laooconte, la contraposición entre pintura de cuerpos y poesía de acciones de Lessing reinstauró —es importante señalarlo— la fractura dualista cartesiana entre mente y cuerpo, no ya contra la écfrasis de la poesía pictórica, sino también contra esas acciones de los cuerpos, los gestos, que —bajo el nombre de “lenguaje de la acción”— supuso, allende la fisiognomía, el principal discurso filosófico en el siglo XVIII sobre el motivo que vertebra el Ensayo de Töpffer. Aunque la reflexión sobre los vínculos entre lenguaje y acción se remonta a la oratoria clásica de Demóstenes, Cicerón y Quintiliano5 (Aarsleff, 2003: XXI); el término “lenguaje de la acción” sería introducido por el obispo inglés William Warburton en su obra Divine Legation of Moses Demonstrated (1738-1741), una digresión proto-evolucionista sobre la historia de la escritura:
La conversación en los primeros siglos del mundo se sostenía por un discurso mixto de palabras y acciones. [...] Por sus acciones los profetas instruyeron al pueblo en la voluntad del Señor. [...] El lenguaje de la acción era entonces y singularmente entre los judíos una manera común y familiar de conversar. [...] Esta manera de expresar los sentimientos por acciones, se ajusta perfectamente con la de conversar a través de la pintura [...] El fundamento común de los diferentes tipos de escritura y de lenguaje ha sido una pintura o bien una imagen presentada a la imaginación a través de los ojos o de las orejas (Warburton, 1846: 185-190).
Quizás Töpffer no accedió a los textos de Warburton pero, con total seguridad, leyó El Análisis de la belleza (1753) donde su admirado William Hogarth retoma la idea de su compatriota desgajándola del planteamiento filogenético para vincularla, especialmente, a la danza y el teatro (fig. 3):
La acción es una especie de lenguaje que tal vez algún día pueda llegar a ser enseñado mediante algún tipo de reglas gramaticales pero que, por el momento, solo se adquiere mecánicamente y por imitación. […] Los movimientos característicos de cada persona, como su porte al caminar, pueden descomponerse en las líneas que cada una de sus partes describe, según los hábitos que éstas hayan contraído (Hogarth, 1997: 141-147).
Fig. 3: William Hogarth, Lámina treinta del Análisis de la belleza (1753).6 |
El planteamiento de Warburton sería recuperado para el ámbito francés por el sensualista Étienne Bonnot de Condillac —cuyo ascendiente inglés es bien conocido— en su Ensayo sobre los orígenes del conocimiento humano (1746), reuniendo el lenguaje de acción como lengua primigenia junto a su relación con la danza:
Falto de ejercicio, el órgano de la voz perdió en seguida en el niño toda flexibilidad. Sus padres le enseñaron a manifestar sus pensamientos por medio de acciones: modo de expresarse del cual las imágenes sensibles estaban mucho más al alcance suyo que los sonidos articulados. […] El lenguaje de acción, tan natural entonces, era un obstáculo difícil de superar. […] Según el lenguaje de sonidos articulados fue siendo más abundante, llegó a ser más apropiado para ejercitar tempranamente el órgano de la voz. […] Hubo, pues, un tiempo en que la conversación se sostenía con un discurso entremezclado de palabras y de acciones (Condillac, 1999: 83).
Justo al contrario de Lessing, Condillac propone, con anterioridad, una poesía figurativa a partir del lenguaje de la acción. El sensualista reúne lo simultáneo, la sensación y lo tabulario en oposición a lo sucesivo, la razón y lo lineal, prescribiendo lo primero tanto para la pintura como para la literatura, por ejemplo, en su Tratado de las sensaciones (1754):
Podríamos incluso recoger diferentes fábulas en un poema y ordenarlas en sucesión, como pinturas en una galería. Este método ha sido seguido por Ovidio, Estacio y muchos otros poetas. Pero muchos años antes que ellos, cuando la poesía todavía se encontraba en su infancia, Homero descubrió que permitiría un entretenimiento más placentero a la mente colocar en una vista o pintura un número de personajes concurriendo todos en el avance de la misma acción. Esta idea produjo el primer poema épico (Condillac, 1774: 40).
Aunque en sus escritos nuestro caricaturista no se refiere al “lenguaje de la acción”, su influencia colateral ha quedado sobradamente probada por Kaenel (Kaenel, 2015) y Smolderen a través de su aplicación al teatro en una serie de repertorios gestuales para los actores y actrices, cuyo caso ejemplar es Ideas sobre la mímica (1785) de Johann Jakob Engel, «publicado en los anexos del Arte de conocer a los hombres por su fisiognomía (1820) de Lavater, que Töpffer muy probablemente poseía» (Smolderen, 2014: 35). Y —aunque el dibujante ginebrino tampoco cita a Condillac, como a Lessing— resulta plausible que haya tomado de él su noción de la simultaneidad como atributo de lo bello, quizás a través de la influencia sobre su estimado Diderot, cuya Carta sobre los ciegos seguido de carta sobre los sordomudos (1749) proclama:
Entonces, recorre el discurso del poeta un espíritu que mueve y vivifica todas las sílabas. ¿En qué consiste ese espíritu? A veces he sentido su presencia; pero todo cuanto sé de él es que es quien hace que las cosas sean dichas y representadas a la vez; que al mismo tiempo que el entendimiento las capta, el alma se conmueve, la imaginación las ve, y el oído las oye; y que el discurso ya no es solamente una concatenación de términos enérgicos que exponen el pensamiento con fuerza y nobleza, sino que también es un tejido de jeroglíficos puestos los unos sobre los otros, que la pintan. Podría decir en este sentido que toda poesía es emblemática (Diderot, 2012: 110-111).
Estas disquisiciones entre pintura y poesía nos pueden parecer completamente desfasadas a ojos y oídos contemporáneos, acostumbrados ya al cine y los videojuegos, pero siguen formando parte del debate filosófico actual. Su vigencia se manifiesta tan solo al refrescar la importancia del “giro lingüístico” en el pensamiento del siglo XX o el reciente surgimiento de la disciplina de los “Estudios visuales”. De hecho, por ejemplo, dos obras fundacionales del post-estructuralismo recuperan el asunto del “lenguaje de la acción”: Las palabras y las cosas (1966) de Michel Foucault (Foucault, 1968: 109-115) y De la Gramatología (1967) de Jacques Derrida (Derrida, 1986: 339-353). Con posterioridad, en su célebre crítica del slogan austiniano “hacer cosas con palabras”, este último resumió cómodamente la serie de citas ilustres que hemos recorrido: «el lenguaje suple la acción o la percepción, el lenguaje articulado suple el lenguaje de acción, la escritura suple el lenguaje articulado, etc.» (Derrida, 1994: 352).
LA INTELIGENCIA DEL TRAZO
Una de las contribuciones pioneras del Ensayo de Töpffer es su elaboración teórica del concepto del “trazo” que para el traductor presenta, de entrada, un problema muy revelador. La palabra francesa trait –cuya etimología remite al participio latino tractus y «sugiere una fuerza motriz, la impulsión de un sujeto tractor» (Marion, 1993: 23)— reúne en un solo término varios significados, principalmente aquí, tanto “trazo” en el sentido de “segmento de un dibujo” como “rasgo” en referencia al rostro humano. Consciente de esta ambivalencia, Töpffer, en lugar de usar la palabra alternativa francesa trace, adjetiva su primera acepción habitualmente como trait graphique. Si bien este recurso reduce muchas ambigüedades, no las elimina completamente, como por ejemplo cuando, tras dibujar varias cabezas para compararlas, el caricaturista añade: «así alineadas, descubro de primeras que su carácter común de estupidez se debe al “trazo” más análogo que tienen entre ellas, a saber, la forma del ojo y el lugar que ocupa». ¿Se refiere aquí Töppfer al “trazo” gráfico o a un “rasgo” del rostro? Determinarlo con seguridad resulta complicado.
Esta oscilación en el significado de trait tiene profundas consecuencias, ya que mientras el mismo Töpffer define el trazo gráfico como «medio de imitación convencional», los rasgos del rostro podrían ser calificados por contraste como producto de la naturaleza. Tal es la opinión de quien, a través de su libro Arte e Ilusión, ha sido el responsable del actual resurgimiento de la figura de Töpffer: Ernst Gombrich. En el capítulo del libro dedicado a la caricatura, el eminente historiador del Arte reformula su fisiognomía para considerar que defiende el carácter innato de nuestras respuestas a las expresiones de los rostros, pero directamente traiciona las intenciones del dibujante al añadir que podrían estar «biológicamente condicionadas»7 (Gombrich, 2010: 288).
De principio, señalemos que, sobre la disyuntiva entre “cultura” y “natura”, Töpffer se aparta significativamente de una tendencia histórica fundamental de la fisiognomía: la investigación de las analogías de las figuras humanas con las especies animales, cuyo máximo exponente había sido la zoomorfología de Giovanni Battista della Porta (fig. 4):
¿Cuán falso es el punto de partida de toda psicología exclusivamente fisiológica, cuán bastardo es este método de analogía que concluye —particularmente en materia de ángulo facial— del perro al mono, del mono al negro, del negro al blanco?
Fig. 4: Giuseppe Arcimboldo, Terra (1563).8 |
Aplacemos momentáneamente esta polémica para centrarnos en el “trazo gráfico” como Töpffer lo describe —con anterioridad al Ensayo— en sus Réflexions et menus-propos (1830-1843). La pintura posee, a su juicio, tres medios de imitación de la naturaleza: el trazo y el relieve, que constituyen la forma, y, por último, el color. El color «llama sobre todo a los ojos: por ellos revela la imaginación, concurriendo con la poesía» (Töpffer, 1848: 64) mientras el trazo —único de los tres medios que es propiamente humano al no existir en la naturaleza— remite a la inteligencia:
En este sentido, me he preguntado a menudo si los animales reconocen la representación de un objeto con los mismos signos que nosotros. Un gato juguetea con su imagen reflejada en un espejo [...] También reconoce su rostro en una pintura bien hecha, de tamaño natural, y expuesta correctamente. ¿Se reconocerá aún en una imitación que no daría más que [...] el trazo? Lo ignoro, o mejor dicho, no lo creo, pero este es sin duda un medio tan bueno como cualquier otro de experiencia para clarificar el grado y naturaleza de su inteligencia, en comparación con la nuestra (Töpffer, 1848: 56).
Al respecto, Töpffer reescribe el famoso duelo pictórico entre Zeuxis y Parrasios. Según cuenta Plinio El Viejo, el primero pintó unas uvas con tanta pericia que los pájaros bajaron del cielo para intentar picotearlas. Seguro del triunfo, el artista solicitó a su rival que corriese la cortina que cubría su propia pintura para descubrir que la misma cortina era parte de la obra y así perder la contienda, de lo que el caricaturista ginebrino concluye:
El hombre se deja engañar por tres señuelos [el trazo, el relieve y el color] que fascinan a la vez su mente y sus sentidos, el animal se deja engañar por dos a los sumo [el relieve y el color], que no intervienen más que sobre sus sentidos. Ella es, por tanto, más difícil de engañar (Töpffer, 1848: 67) (Fig. 5)9
Fig. 5: Mark Tansey, The Innocent Eye Test (1981). |
¿De qué manera o por qué motivo el trazo puede indicar la inteligencia? Töpffer argumenta que, frente al color o al relieve, el contorno exterior nos revela la forma del objeto y el número de sus partes, es decir, la percepción del trazo implica una suerte de geometría y aritmética espontánea. ¿Qué estatuto corresponde a estas nociones matemáticas? Töpffer se alinea claramente en este punto con la doctrina conceptualista que sostiene que los universales solo existen como ideas en la mente, ya que «en la naturaleza, no vemos ni concebimos más que individuos» (Töpffer, 1848: 95). Por añadido, como bien apuntaba Gombrich, en la gran divisoria entre racionalismo y empirismo, Töppfer se posiciona en favor del carácter innato de la inteligencia «tal como la Providencia me la ha dado» (Töpffer, 1848: 56).
Hasta donde nuestro saber alcanza, aquí encontramos la primera fórmula que vincula explícitamente el trazo con la capacidad intelectual de los seres humanos por lo que, en justicia, Töppfer debería ser considerado como precursor de la pléyade de tests de personalidad a través del dibujo que proliferarían a lo largo del siglo XX como la pseudo-ciencia de la grafología, la semi-ciencia del cuestionario de Rorschach o los, aparentemente más rigurosos, Test de Dibujo de la Figura Humana (Goodenough, 1926) y Juego de Garabatos (Winnicott, 1958), por citar solo algunos.
Igualmente —aunque ciertos aspectos de la teoría del trazo de Töpffer, como su prioridad ante el color, se remontan hasta el sofista Filóstrato de Atenas (Renonciat, 1996: 265-273)— por su primeriza elaboración conceptual, debe reconocérsele también su estatus de precursor en la esfera del Noveno Arte, tal y como a finales del siglo pasado fue desarrollada —notablemente en Francia— por el psicoanalista Serge Tisseron (Tisseron, 2000) y por el narratólogo Philippe Marion. El punto de partida común a ambos es la psicodinámica de relación de objeto formulada por Melanie Klein (Klein, 2011) y desarrollada por Winnicott (Winnicott, 2003) y otros, cuyos principios en sentido amplio podrían resumirse así:
Melanie Klein y sus discípulos consideran el trazo como el equivalente de un mordisco al seno maternal. […] El interés de esta hipótesis me parece igualmente residir en la importancia que le asigna al vínculo de unión entre la boca y la mano. Una coordinación que, por lo demás, se reconoce muy indispensable en la función alimenticia […] Muchos psicólogos, muchos psicoanalistas –tales como Anzieu, Hermann, Abraham- han mostrado, por su parte, que el dibujo infantil aparece en el curso de un periodo esencial de su evolución. Un periodo caracterizado por las nuevas conquistas que le hacen acceder a la independencia: marcha, control del esfínter, desarrollo de las adquisiciones verbales. […] Es también la separación, la diferenciación de los contenidos psíquicos inconscientes y conscientes. […] La inscripción gráfica fijará entonces en una figura única los efectos de la separación en dos vivida por el niño, entre dos y tres años. Puede ser que esto sea una manera para él de neutralizar e incluso controlar los efectos perturbadores de esta diferenciación psíquica que se mezclan con aquellos de la separación de la madre (Marion, 1993: 16-20).
Como deja bien claro Freud en Totem y tabú, el psicoanálisis podría entenderse como un colapso sobre la esfera familiar del tránsito entre “cultura primitiva” y “sociedad civil”, el famoso contrato social que también es aquí —sobre todo y en primer lugar— un contrato sexual que asigna a las mujeres el rol de reproductora natural y a los hombres el control sobre la incorporación a la esfera pública del lenguaje. Apuntándose a las teorías evolucionistas sobre la Historia del Arte —cuyo antecedente, antes que Winkelmann, es el italiano Vasari— Töpffer se detiene en analizar la pintura de las civilizaciones antiguas como Egipto y Grecia —asimilada a la de los pueblos “bárbaros” como China o La India— para destacar que en ella predominaba el trazo, frente al color y el relieve, porque su función era esencialmente la comunicación pública por parte de instituciones más o menos despóticas frente a la cultura individualista moderna, atenta a las sutilezas cromáticas y de modelado, que requieren de un público instruido. En consecuencia, para Töpffer y el psicoanálisis, tanto el trazo como la “historia en estampas” suponen un grado de inteligencia que nos separa de nuestra naturaleza animal pero, a su vez, son superados por operaciones de mayor complejidad, especialmente el lenguaje abstracto. La Historieta corresponde a un escalón intermedio en el progreso de lo sensible a lo inteligible y, por este motivo, es aconsejable para esos “primitivos” entre nosotros: el pueblo y la infancia.
Aunque en general Töpffer no pueda ser considerado plenamente como antecesor del psicoanálisis, quizás no sea una casualidad que la inmensa mayoría de los protagonistas de sus historietas estén caracterizados por esa inquietud por el control, la obsesión compulsiva, que bajo el nombre de “neurosis” figuró como principal preocupación del fundador de la metapsicología. En cualquier caso, vale la pena retener para nuestro presente el estrecho vínculo entre el trazo y la subjetividad establecido, primero, por Töpffer y, luego, por los discípulos de Freud. En teoría del Cómic, este sujeto intencional y expresivo a quien el lector atribuye el dominio del dibujo sería designado por Philippe Marion con el nombre de “grafiador”, equivalente gráfico del narrador:
En los componentes escritos y dibujados de un mensaje de Historieta, el lector percibe la marca de una identidad gráfica responsable de un trazo unificador específico. Esta identidad gráfica constituye una instancia enunciadora fundamental. Global y primaria, ella precede las encarnaciones “secundarias” en las formas más circunscritas que son el autor, el dibujante, incluso el rotulador o el lector. Con una intensidad ciertamente variable, la Historieta podría manifestar a priori una literalidad gráfica que reenvía al impulso, al gesto tractor de esta instancia enunciadora de base (Marion, 1993: 33).
La grafiación no solamente media entre el autor y el lector —como hace el narrador en literatura— sino que también supone una colaboración entre ambos para tender un puente entre el trazo espontáneo y el proceso de figuración. En este sentido, de vuelta al Ensayo, no cabe duda alguna de que Töpffer anticipó casi un siglo en sus observaciones la célebre “Ley de la clausura”, formulada en 1938 por Max Wertheimer como uno los principios de la Psicología Gestalt de la percepción: «Y —si rompo la forma del conjunto— la claridad sigue siendo la misma ya que, además de que los caracteres principales permanecen, la ruptura —a causa también de su simplicidad gráfica— no distrae del objeto principal y el ojo menos ejercitado suple las lagunas del contorno» (fig. 6).
Fig. 6: Rodolphe Töppfer, ilustración 2 del Ensayo de Fisiognomía (1845). |
En este capítulo cuarto del Ensayo, Töpffer hace derivar los mecanismos de la literatura en estampas a partir de las propiedades del trazo gráfico. Las relaciones entre viñetas también se rigen por la ley de la clausura, son igualmente para el espectador «otros tantos blancos que su espíritu puebla, rellena, completa habitualmente, sin esfuerzo y con fidelidad», hasta el punto de que algún teórico como Scott McCloud ha llegado a proclamar que «el Cómic es la clausura» (McCloud, 1993: 67). En la literatura en estampas «las partes coordinadas en el dibujo conducen a la construcción de un todo» o, como esclarece de nuevo Marion:
Fundamentalmente, emito la hipótesis de que el dibujo, en tanto ofrece al espectador la consistencia espacio-temporal de un trabajo gráfico, produce una suerte de “infra-narratividad” interna, una infra-narratividad marcada por el trazo gráfico mismo […] Esta prepara así la intervención “superior” de la narración figurativa, tal como se manifiesta en la “puesta en cadena” de las imágenes. Por el dinamismo participativo que suscita el trazo gráfico, el acto de lectura reconduce, en mi opinión, a ciertos desafíos que presiden la elaboración misma de los dibujos. […] Más ampliamente, emito la hipótesis de que todo dibujo, en tanto fija el trazo de un acto de expresión gráfica, invita al espectador a un “camino hermenéutico”. El trazo dibujado, en su inacabamiento perpetuo, metaforiza por naturaleza su gestación, es decir, su tiempo de elaboración propio (Marion, 1993: 113-115).
Quizás en su faceta de profesor desde 1833 de la asignatura de Retórica y Bellas Letras Generales en la Academia de Ginebra, equivalente a la actual universidad, Töppfer explicita un programa para aplicar al Noveno Arte los recursos de la oratoria clásica, al considerar que sus dibujos «en tanto eslabones de una serie, no figuran allí a menudo más que como recordatorios de ideas, como símbolos, como figuras retóricas dispersas en el discurso», alguna de ellas mencionada para el Cómic por primera vez en su Ensayo, por ejemplo, la hipérbole o, ni más ni menos que, la elipsis narrativa:
Esta facilidad que ofrece el trazo gráfico para suprimir ciertos rasgos de imitación que no sirven al objetivo —para no usar sino solo los que son esenciales— hace que se parezca así al lenguaje escrito o hablado, que tiene como propiedad poder con mucha más facilidad aún —en una descripción o en un relato— suprimir partes enteras de las escenas descritas o acontecimientos narrados para no dar más que los trazos que son expresivos y que contribuyen al objetivo. En otras palabras, ese trazo gráfico […] admite, demanda, elipsis enormes de accesorios y detalles.
Töpffer bien pudo inspirarse en Quintiliano o Cicerón —como argumenta Wiese (Wiese, 1965: XVI-XIX)— pero, por mucho que se equipare a la lingüística, creemos que atribuirle el estatuto de «precursor de la semiótica visual» (Junod, 1983: 75-84) o «iniciador del estructuralismo moderno» (Thévoz, 1967: 891-909) es una retroproyección errónea en tanto que jamás podría asociarse al ginebrino con la “destitución del sujeto” característica de esta tradición intelectual. Antes al contrario, en su obra —caracterizada según Smolderen por «la estética de la substracción» (Smolderen, 2014: 31)— el trazo y la subjetividad se encuentran tan estrechamente vinculados como para hacer del dibujo, y no del lenguaje, el pilar básico que da origen a la humanidad.
MOVIMIENTOS DEUTEROPATÉTICOS Y EL ALMA BELLA
Una ausencia clamorosa salta a la vista en el recuento pormenorizado entre los críticos de Historieta sobre las influencias de Töpffer. Antes que por Lessing, el caricaturista ginebrino sentía una devoción especial por otro dramaturgo y filósofo alemán: Friedrich Schiller, el gran amigo de quien legitimó sus novelas gráficas, Goethe. Sus referencias al restaurador de Guillermo Tell, héroe nacional suizo, son no ya elípticas sino explícitas, hasta el punto de proclamar en una de sus cartas privadas: «Mi nombre es alemán, mi figura también, creo, y un tanto mi temperamento; por otra parte me gusta, me encanta Schiller, incluso en francés» (Gautier, 1974: 127).
Fig. 7. Friedrich Schiller, Ilustración 6 de Las aventuras del nuevo Telémaco (1768). |
Años atrás, en 1768, el mismo Schiller se había entretenido como caricaturista con las Aventuras del nuevo Telémaco o Vida y ejercicios de Körner el decente, el consecuente, el picante, protagonizada por un amigo suyo, consejero consistorial de Dresde (fig. 7). Este ejercicio jovial, propio de su etapa romántica, no tendría cabida en el posterior giro neoclásico de su carrera bajo la égida de Goethe, quien años después en El coleccionista y su círculo (1799) repudiaría el género de la ilustración cómica, como precisa David Kunzle:
La caricatura, esencial o potencialmente una forma de arte hostil, era la antítesis de la amistad y la comunidad. Son, no por coincidencia, algunas características familiares de la caricatura y la sátira, lo “roh, übertrieben, gigantisch” (crudo, exagerado y gigantesco), aquello que Goethe aplaude en su amigo Schiller haber superado bajo su influencia, tras él, el mismo Goethe, haberlas sometido a partir de su juventud romántica sturm und drang. En ambos escritores, la ira y las polémicas sociales de la era sturm und drang confluyeron ahora en favor de la retirada hacia los ideales “superiores” (Kunzle, 1985: 169).
Entre estos ideales superiores uno destaca para Schiller como atributo de lo bello: la libertad. Así lo elaboraría en sus Kallias: Cartas sobre la educación sentimental del hombre (1794) donde reprocha indirectamente a Kant no reconocer cualidades objetivas a la belleza. En este punto, Töpffer milita claramente de su parte. No solo porque en sus Réflexions et menus propos entre las tres características que atribuye a la belleza —además de la simultaneidad y la unidad— figure la libertad, sino también porque retoma, a su manera, la crítica de Schiller al pensador de Königsberg:
Kant, antes de abordar el análisis de lo bello, plantea sus principios, y entre ellos que la cualidad estética de una cosa es completamente subjetiva, es decir, que esta cosa no es realmente bella en su propia naturaleza, sino que nos parece bella en virtud de las leyes de nuestro espíritu. La noble y gran consecuencia que se deriva de este principio así planteado es que lo bello, y la impresión de lo bello, y las leyes de lo bello, tienen un carácter de universalidad e inmutabilidad, fundado sobre la conformidad misma de las inteligencias humanas. Pero el escollo del principio así planteado es el de exponerse a negar la realidad cuando la vemos reducida así a apariencias; es preparar el camino para el idealismo, llevando a negar la realidad material para reconocer solo la realidad intelectual (Töpffer, 1848: 184-185).
La sintonía de Töpffer con Schiller también se manifiesta en el grueso del Ensayo de Fisiognomía, singularmente en su médula espinal: la célebre distinción entre signos gestuales permanentes y no-permanentes. Los primeros «son aquellos que expresan todos los movimientos y todas las agitaciones temporales u ocasionales del alma como la risa, la ira, la tristeza, el desprecio, el asombro, etc., y que abarcamos bajo el término general de emociones»; mientras que los segundos provienen «del alma […] del carácter y también sus hábitos permanentes de pensamiento, actividad, poderes aquellos que abarcamos bajo el término general de inteligencia». Esta distinción ya había sido establecida por Lavater en su mastodóntico El arte de conocer a los hombres por la fisiognomía (1775-1778), alojando el gesto ocasional de las emociones en un continente especial dentro del campo de la fisiognomía que él denominó como pathognomonía.
La fisiognomonía, en sentido estricto, es la interpretación de las fuerzas, o la ciencia que explica los signos de las facultades. La pathognomonía es la interpretación de las pasiones, o la ciencia que se ocupa de los signos de las pasiones. La primera considera el carácter en estado de reposo, la otra lo examina cuando está en acción. […] La primera es la raíz y el tallo de la segunda, el suelo en el que está plantada. Adoptar una sin la otra es suponer frutas sin árboles, trigo sin tierra. La fisiognomonía es el espejo del naturalista y el sabio. La pathognomonía es el espejo de los cortesanos y las personas del mundo (Lavater, 1806: 176-177).
Entre estas dos categorías se produce, según Töpffer, un curioso comercio. Los signos permanentes pueden ser transformados, «modificarse bajo el imperio de cualquier emoción» para convertirse en «signos de expresión ocasional o temporal». La forma de una ceja puede combarse ante la sorpresa pero, una vez se desvanece la fuente de asombro, esta vuelve a su posición original. Sin embargo, si este sobresalto se reitera de continuo, esta misma ceja tiende a sostener esa curva como permanente. En suma, si se repite habitualmente, el signo temporal de una emoción termina por consolidarse en el rostro. Y, más importante, esta petrificación progresiva de los rasgos supone una suerte de compendio biográfico moral, el hombre no es «fatalmente malicioso porque sus fosas nasales adoptan una determinada forma» sino porque al no «haber reprimido una inclinación maliciosa ha visto torcerse su nariz». La fuente de este extraordinario argumento teleológico es, de nuevo, el clérigo Lavater:
Cada cambio, forma y estado del rostro que se repite con frecuencia, imprime, a largo plazo, un rasgo duradero en las partes suaves y flexibles de la cara. Cuanto más fuerte es el cambio, y cuanto más se repite, más fuerte, más profundo y más indeleble es el rasgo. […] Un cambio agradable, por repetición constante, imprime y agrega una característica duradera de belleza en el rostro. […] Un cambio desagradable, por repetición constante, imprime y agrega una característica duradera de deformación en el rostro. […] Los estados del espíritu moralmente bellos imparten bellas impresiones (Lavater, 1878: 98).
Desde luego, este tipo de cavilaciones sobre la afinidad entre rostro y ética son una constante filosófica que se remonta al Ethos, Antrophos, Daimon —el carácter es el destino del hombre— de Heráclito [B119], para llegar en el siglo XX hasta el pensamiento de la alteridad de Emmanuel Lévinas, y no faltan precedentes inmediatos en la época de Töpffer como, por ejemplo, Fichte que lo vincula en 1797 con ese tópico alemán por excelencia, la Bildung:
Todo esto, la expresión entera del rostro, no es nada cuando salimos de la mano de la naturaleza. Es una masa maleable de partes que confluyen una en la otra, en la que a lo sumo se puede encontrar lo que debe llegar a ser, y se lo encuentra sólo transfiriendo su propia formación en la representación. Precisamente a causa de esta incompletud el hombre es capaz de recibir una formación (Fichte, 1994: 170).
Es, no obstante, Schiller quien, a nuestro juicio, culmina esta problemática en su tiempo dotándola de un molde claramente definido. Con anterioridad a Kallias, en su temprano Sobre la conexión entre la naturaleza animal y espiritual en el hombre (1780), el dramaturgo alemán critica el determinismo fuerte de Lavater pero no solo adopta sino que también acuña un nombre para su teleología de los rasgos:
Los movimientos más secretos del alma se revelan en el exterior del cuerpo. [...] Cada pasión tiene sus expresiones específicas, su dialecto peculiar, por así decir, mediante el que se conoce una ley admirable de la Sabiduría Suprema, que cada pasión que es noble y generosa embellece el cuerpo, mientras que las que son malas y odiosas lo distorsionan hacia formas animales. [...] Si la pasión que simpáticamente despertaba estos movimientos del cuerpo a menudo se renueva, si esta sensación del alma se vuelve habitual, entonces estos movimientos del cuerpo también lo serán. Si esta pasión madurada tiene un carácter duradero, entonces estas características constitutivas del cuerpo quedan profundamente grabadas: se vuelven, por tomar prestado el término del patólogo, "deuteropatéticas" y son finalmente orgánicas. [...] En este sentido, también se puede decir, sin ser un "Stahliano", que el alma forma al cuerpo; y tal vez los primeros años de la juventud deciden las características de un hombre para toda la vida, ya que sin duda son la base de su carácter moral (Schiller, 1875: 428-430).
Esta tesis deuteropatética sería desarrollada in extenso por el mismo Schiller en otro de sus textos capitales: De la gracia y la dignidad (1793), que continúa el programa para precisar la naturaleza de lo bello, iniciado en Kallias. Allí encontramos una división semejante a la de los rasgos permanentes y no-permanentes de Töpffer aplicada al estatuto de la belleza corporal:
Así, pues, la libertad rige a la belleza. La naturaleza ha dado la belleza de estructura; el alma da la belleza de juego. Y ahora sabemos también qué se ha de entender por gracia. Gracia es la belleza de la forma bajo la influencia de la libertad, la belleza de los fenómenos determinados por la persona. La belleza arquitectónica honra al Creador de la naturaleza; la gracia, a su poseedor. Aquélla es un don innato; ésta un mérito personal (Schiller, 2000: 25).
A fondo, Schiller pormenoriza todo un árbol de disyuntivas, un panorama sinóptico de los movimientos corporales. Primero distingue los propiamente orgánicos —“mudos” en su terminología— de aquellos “expresivos” o “mímicos” que surgen del espíritu como producto de las emociones o afectos. Entre estos últimos discrimina otras dos categorías, los movimientos "involuntarios" y los “voluntarios”. La dignidad es una represión “libre” que surge del dominio de los movimientos involuntarios, causados por una sensación, pues «el espíritu se conduce frente al cuerpo como soberano, porque tiene que afirmar su autonomía contra el instinto imperioso que, prescindiendo de él, obra directamente y trata de sustraerse a su yugo» (Schiller, 2000: 80). Finalmente, en cuanto a los movimientos voluntarios, estos se subdividen entre “deliberados” o “simpáticos”, así descritos: «el primero es al ánimo lo que el signo idiomático convencional es al pensamiento que expresa; mientras que el simpático o acompañante es lo que el grito apasionado a la pasión» (Schiller, 2000: 32). Estos últimos gestos simpáticos son los que muestran “belleza en movimiento”, aquello que según Schiller define la gracia. Entonces, la gracia se sostendría sobre los movimientos expresivos, voluntarios y simpáticos, caso resuelto. No obstante, en este punto, Schiller retoma de nuevo el argumento deuteropatético:
La gracia sólo puede convenir al movimiento, pues un cambio en el ánimo sólo puede manifestarse en el mundo sensible como movimiento. Esto no impide, sin embargo, que también los rasgos firmes y distendidos puedan mostrar gracia. Esos rasgos firmes no fueron, originariamente, sino movimientos, que, al repetirse muy a menudo, acabaron por hacerse habituales y trazaron huellas permanentes. […] Los movimientos afirmados —gestos convertidos en rasgos— tampoco están excluidos de la gracia (Schiller, 2000: 25-28).
Con todo, esta extensión del reino de la gracia a la belleza arquitectónica no debería tomarse como evidencia de la adhesión de Schiller a la fisiognomía ya que —a diferencia de Lavater y Töpffer— Schiller excluye cualquier interpretación de los “rasgos permanentes” para interesarse únicamente por la esfera de los movimientos corporales, eventualmente consolidados según la tesis deuteropatética (Beiser, 2005: 97-101). Igualmente, aunque la afinidad temática entre De la gracia y la dignidad y el Ensayo de Töpffer sea considerable, el caricaturista suizo no emplea estos dos términos, a pesar de que, antes de Schiller, ya Hogarth había articulado el concepto de la gracia con su “línea serpentina” (Hogarth, 1997: 75-87). No obstante, el texto de Töpffer se ve iluminado y complementado a través de la obra filosófica de Schiller para extraer las últimas consecuencias de su fisiognomía, consagrada definitivamente a través de una figura inaugurada en De la gracia y la dignidad, el alma bella «que puede abandonar sin temor la dirección de la voluntad al afecto y no corre nunca peligro de estar en contradicción con sus decisiones» (Schiller, 2000: 64). Hasta que Hegel la desmontase en su Fenomenología del espíritu (1807), el alma bella romántica —ese puente entre ley moral y sensibilidad que permite la acción correcta espontánea— sería el destino deuteropatético del rostro humano:
La conciencia vive con la angustia de manchar mediante la acción y la existencia esa gloria y brillo de su propio interior y, para conservar la pureza de su corazón, rehúye el contacto con la realidad y se empecina en la tozuda incapacidad que le impide decir que no a ese su self levantado a suprema abstracción […]. Ese vacío objeto que ella se genera, ella no puede, por tanto, llenarlo sino con la conciencia de la vaciedad o vacuidad; su hacer no es sino la nostalgia o aspiración que no hace sino perderse en ese convertirse ella misma en un objeto carente de contenido y esencia, y que, [yendo ella] allende esa pérdida y [desde ese ir allende] recayendo ella de nuevo en sí misma, no hace sino encontrarse perdida. Y en esta transparente pureza de sus momentos, esta “alma bella” como suele decirse, pero infeliz y desgraciada, se va apagando [como las ascuas] lentamente en sí misma, y desaparece en una especie de vaho informe que se deshace en el aire (Hegel, 2009: 761).
Fig. 8: Rodolphe Töppfer, Ilustraciones 24 y 25 del Ensayo de Fisiognomía (1845). |
LAS EMOCIONES MIXTAS Y LO SUBLIME
En su capítulo noveno, el Ensayo de Töpffer aborda la posibilidad de combinar en conjunto los signos permanentes y no permanentes pero, de hecho, buena parte o casi todo este apartado se concentra en otra opción: la mezcla en un mismo rostro de dos signos no permanentes de expresión emocionalmente contradictorios (fig. 8).
Así —retomando mis dos términos de Juan que llora y Juan que ríe— voy a combinarlos arbitrariamente de dos maneras inversas, poniendo en una cara ojos y nariz que ríen con una boca que llora y en otra cara, una boca que ríe con nariz y ojos que lloran.
Tal “amalgama” de sentimientos opuestos, como Töpffer la denomina, remite a un importante debate en la teoría estética del siglo XVIII: el de las emociones mixtas. Este problema surgiría, en primera instancia a partir de la “paradoja de la tragedia” expuesta en Reflexiones críticas sobre la poesía y la pintura (1719) por el sacerdote francés Jean Baptiste Dubos (1670 -1742) en estos términos: «El arte de la poesía y el arte de la pintura nunca son tan aplaudidos como cuando lograron afligirnos» (Dubos, 1760: 1).
Sin embargo, en segunda instancia, su formulación quizás más popular y perdurable correría a cargo de Edmund Burke (1729-1797) quien en su De lo sublime y lo bello (1757) reactualizaría el concepto del Perì Hýpsous de Casio Dionisio Longino, obra helenística redescubierta en el Renacimiento y ampliamente leída desde entonces por toda Europa. Nuestro contemporáneo italiano Elio Franzini resume elocuentemente esta capacidad de lo sublime burkiano para despertar pasiones del alma encontradas entre ellas:
El dolor se presenta así en situaciones naturales que indican, al parecer de Burke, un estado de “privación” como, por ejemplo, lo infinito, el vacío, la oscuridad, la soledad o el silencio. Pero precisamente porque, a través del sentimiento de lo sublime, tales situaciones son controladas, su presencia pasional suscita un sentimiento ambiguo, en el que la ausencia de un peligro “real” genera un placer negativo que Burke llama “deleite” (delight). Lo infinito impone, en efecto, una sensación sublime porque llena el ánimo de un “horror delicioso”: el deleite se acrecienta por tanto cuanto más pánico es suscitado en el intelecto, actuando también de un modo directo sobre la sensibilidad. Se culmina así una suerte de “fenomenología” de lo negativo y lo oscuro (Franzini, 2000: 121-122).
La figura capital en el traslado del motivo de lo sublime a la estética alemana sería Moses Mendelssohn, quien publicó una extensa reseña del libro de Burke tan solo un año después de su aparición en Inglaterra a la que, enseguida, añadiría su propio ensayo Sobre lo sublime y lo ingenuo en las bellas ciencias (1758) (Beiser, 2009: 217-224). Su entusiasmo con el sublime burkiano se comprende perfectamente porque él mismo se había planteado con anterioridad una solución muy semejante al dilema de las emociones mixtas de la tragedia en su Carta sobre los Sentimientos (1755), basada por igual en el motivo de la simpatía o compasión que supera el desagrado pero no lo elimina, dejando unas «pocas gotas amargas» que «se mezclan con la dulce miel del cuenco de placer» para mejorar su sabor (Guyer, 2011: 276). Mendelssohn desarrollaría con mayor amplitud sus tesis sobre nuestra respuesta a las emociones mixtas en su posterior Rapsodia (1761).
En la filosofía alemana del siglo XVIII, la discusión del concepto de lo sublime culminaría con Kant, primero, en Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764) y, posteriormente, en el capítulo “Analítica de lo sublime” de su Crítica del juicio (1790) donde el conflicto de (im)potencias entre la razón y la naturaleza oscila al borde del precipicio especulativo:
La inmensidad de la naturaleza y nuestra incapacidad para hallar una medida propia para la estimación estética de la magnitud de su dominio, nos han revelado nuestra propia limitación, pero nos han hecho descubrir al mismo tiempo en nuestra razón otra medida no sensible, que comprende en ella esta misma infinidad como una medida, ante la cual todo es pequeño en la naturaleza, y nos ha mostrado por esto en nuestro espíritu una superioridad sobre la misma considerada en su inmensidad; del mismo modo la imposibilidad de resistir a un poder, nos hace reconocer nuestra debilidad como seres de la naturaleza, aunque al mismo tiempo nos descubre una facultad, por la cual nos juzgamos independientes de ella, y nos revela de este modo una nueva superioridad sobre la misma: esta superioridad es el principio de una especie de conservación de sí mismo, muy diferente de la que puede ser atacada y puesta en peligro por la naturaleza exterior; porque la humanidad en nuestra persona queda firme, aunque el hombre ceda a esta potencia (Kant, 1999, §28).
Aún sin ser muy amigo de estas cabriolas intelectuales, ni el sentimiento de lo sublime ni ninguno de todos estos filósofos —a los que había leído— resultaban extraños para un Töpffer imbuido de espíritu romántico en sus recurrentes excursiones escolares a los Alpes suizos, «después de que Byron y sus amigos se hospedaran en las orillas del lago de Ginebra y Mary Shelley escribiese allí Frankenstein, la Ginebra alpina suponía magia, misterio y terror» (Kunzle, 2007: 128)10. Arrebatado por esta sensibilidad, nuestro caricaturista describe expresivamente ese paisaje en términos que recuerdan poderosamente a la célebre pintura El caminante en el mar de niebla (1818) de Caspar Friedrich (fig. 9) que «ejemplifica el giro trascendental y el poder administrador de la burguesía» en su relación con la naturaleza11 (Morton, 2018: 226):
La [zona] superior, sublime caos de cumbres canosas, desiertos rocosos, cimas a veces rasas y herbosas, otras veces cubiertas de desprendimientos y surcadas de abismos, aquí empapadas de nieve derritiéndose, allí erizadas de hielos rígidos, agrietadas, sonoras e incesantemente en trance de parir los ríos de la tierra, termina donde comienza el cielo. (Töpffer, 1843: 47).
Fig. 9: Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de niebla (1818). |
Si el cuadro de Friedrich prácticamente encarna el tópico de lo sublime, también destaca por no mostrarnos el rostro de su protagonista, facilitando la proyección del espectador en una suerte de regresión infinita de la representación, una puesta en abismo de la vigilancia cuyo destino teleológico es el designio de la divina providencia, el capitalismo unido a la gracia evangélica protestante12. Por su gesto corporal, podemos fácilmente adivinar cierta solemnidad en la expresión de la cara oculta del vigía apoyado en su bastón de mando, aún en coherencia con el “delicioso horror” del sentimiento mixto sublime. Con todo, el pintor tiene buenos motivos para no enseñarnos el rostro del alpinista, consciente de la ambigüedad inherente a lo patético: mientras la experiencia de lo sublime se nos presenta como grandiosa, la visión directa de su gesto conmovido podría romper el hechizo y movernos a la risa, por ejemplo, a través de la amalgama contradictoria de “Juan que ríe” y “Juan que llora”.
Töppfer describe este último procedimiento desublimatorio como el «arte de disfrazar la fisiognomía» de las «narices postizas», un «disfraz parcial [...] más cómico que ese [...] aplicado sobre todos los rasgos; como sucede cuando nos servimos de una máscara». Que la “broma gráfica” de nuestro ejemplo se construya a partir de una máscara completa en contraste con la postura corporal no debe distraer de esta alusión directa al teatro por parte de Töpffer. Las emociones mixtas no solo se dan en la tragedia sino que «lo mismo ocurre con la caricatura, ya sea grotesca, bufona o, sobre todo, cómica; es decir, que es a partir de combinaciones de rasgos completamente arbitrarios y artificiales como nacen con mayor frecuencia los tipos de fisiognomía más graciosos; ya que [...] ofrecen en una misma cara o contrastes o alianzas de expresión, cómicas en sí mismas».
Ciertamente, las diferentes tesis sobre las emociones mixtas se refieren, en conjunto, a la reacción de nuestros sentidos frente a fenómenos complejos —como la tragedia o lo sublime— sin profundizar específicamente en su resultado gestual y, por tanto, contrastan con la producción activa de un rostro a partir de rasgos de expresión emocionalmente contradictorios. Sin embargo, los filósofos tienden a coincidir en un resultado particular suscitado por lo sublime: el estupor, el agarrotamiento, la frigidez, la quietud o —en expresión de Burke— la “tensión de los nervios” provocada por el éxtasis vertiginoso de ese horror fascinante. Y, efectivamente, así sucede con la amalgama de “Juan que ríe” y “Juan que llora” cuya expresión, según Töpffer, cambia de estatuto inmediatamente al sumar dos rasgos emocionales contradictorios para consolidar un carácter permanente, para congelar sus rasgos, quizás, ante la mirada terminal de la Medusa.
NEURODRAMA DE LAS PASIONES
Diecisiete años después del Ensayo de Töpffer, otra publicación sobre fisiognomía señalaría el reconocimiento científico del caricaturista ginebrino y, al mismo tiempo, la superación de su disciplina tal y como se había formulado desde la antigüedad hasta entonces. Evidentemente, nos referimos al Mecanismo de la fisionomía humana o Análisis electro-fisiológico de la expresión de las pasiones (1862) de quien es, en general, considerado como fundador de la neurología, ni más ni menos: Guillaume-Benjamin Duchenne de Boulogne. En este trabajo pionero, Duchenne cita in extenso el Ensayo de Fisiognomía de «un escritor espiritual, Töpffer, [que] demostró de una manera muy original la existencia de un nuevo tipo de literatura que él llamó literatura en estampas» y añade:
Las observaciones juiciosas de Töpffer son perfectamente aplicables al tema científico y artístico con el que tengo que tratar. La vista de figuras fotografiadas que representan, como en la naturaleza, los rasgos expresivos específicos de los músculos que interpretan las pasiones, enseña mil veces más que las consideraciones y descripciones más extensas. […] Me bastará, para mostrar la exactitud de las nuevas e importantes proposiciones que se han expuesto en estas consideraciones generales, publicar el álbum compuesto por estas fotografías electrofisiológicas del rostro, con algunas notas explicativas. […] Así entonces, he compuesto un álbum de figuras fotografiadas del natural, con la intención de representar mis experiencias electrofisiológicas sobre el mecanismo de la fisiognomía y, en la explicación de las leyendas de estas figuras, resumí los principales hechos que provienen de estas experiencias. Publicaré en seguida un trabajo del cual este álbum será el atlas (Duchenne, 1862: 65-67).
Las menciones de Duchenne al dibujante suizo no son mera casualidad, ya que de él había tomado la idea de elaborar un álbum visual aplicado a la producción de diferentes fisiognomías, como desgrana Delaporte: «Una sucesión de imágenes, que cuentan una historia, supone una serie de semejanzas formales entre sus fotos y los dibujos del caricaturista: riqueza de detalles fisionómicos, precisión de los indicadores de las emociones, elocuencia de un relato en imágenes comprendido por la gran mayoría» (Delaporte, 2016: 192). ¿De dónde proviene, no obstante, este interés inicial del fundador de la neurología por la incipiente “literatura en estampas” e, incluso, su conocimiento del, por entonces todavía, remoto opúsculo de Töpffer?
Detengámonos, por un momento, en los procedimientos y hallazgos que dieron lugar a sus primeros trabajos de neurología. El mecanismo de la fisiognomía que explora Duchenne se compone de un doble aparato entonces rabiosamente moderno, un dispositivo complejo en el que se conjugan dos nuevas técnicas: la electricidad y la fotografía. El neurólogo francés se propuso, por una parte, estimular eléctricamente los músculos del rostro de hombres y mujeres vivos para hacer surgir así de su movimiento reflejo una determinada expresión, una gimnasia del alma que se sitúa, como reseña Sobieszek: «a medio camino entre las tentativas de reanimación de cadáveres por Giovanni Aldini y la introducción de la terapia por electroshocks para los enfermos psiquiátricos de Ugo Cerletti en 1838» (Sobieszek, 1999: 76). Esta producción eléctrica del gesto facial sería completada por la fotografía como máquina de captura, registro y diseminación de sus descubrimientos, junto a la imprenta (fig. 10).
Fig. 10: Adrien Tournachon, El neurólogo Duchenne de Boulogne electrificando la cara de un paciente (c. 1856). |
Para este segundo cometido, Duchenne contaría con la asistencia de dos hermanos cuya carrera fotográfica daba sus primeros pasos: Adrien Alban Tournachon y Gaspard-Félix “Nadar” Tournachon. El segundo de ellos —antes de convertirse en una celebridad por sus retratos de personalidades— había desarrollado, entre los años 1848 y 1852, una carrera como historietista, fundando su propia revista La Revue Comique a l’Usage des Gens Sérieux, donde editó su obra más conocida: Vie publique et privé de Monsieur Réac, una de las primeras series de cómic publicada en prensa periódica. No resulta una hipótesis descabellada, por tanto, que Félix Nadar orientase a Duchenne hacia la “literatura en estampas” y, en particular, hacia el Ensayo de Fisiognomía de Töpffer. En 1855, un año después de la taxonomía facial del neurólogo, y quizás a partir de ella, Nadar realizaría con el mimo Deburau su celebérrima serie de Têtes d'expression de Pierrot (fig. 11) (Bigg, 2011: 173) que, a su vez, inspiraría, tres décadas más tarde, las historietas de Adolphe Léon Willette para la revista del cabaret Le Chat noir.
Fig. 11: Félix Nadar, Paul Legrand como Pierrot (c.1855). |
A Stéphanie Dupouy corresponde el —hasta ahora— primer y único artículo que explora las relaciones entre la fisiognomía de Töpffer y la de Duchenne. Según la filósofa francesa, frente al discurso tradicional sobre la naturaleza de los signos fisiognómicos, tanto Töpffer como Duchenne introducen como novedad el rol especial del espectador en su interpretación:
A pesar de sus diferentes orígenes, los problemas de Töpffer y Duchenne son notablemente convergentes. En ambos, la "prueba a través de imágenes" se basa en el cambio experimental y arbitrario de los signos ópticos (en un caso signos gráficos, en otro, musculares). Ambos llegan a formular leyes generales por inducción. Y ambos dejan claro a través de manipulaciones gráficas o eléctricas que existe una extraña desproporción de los signos puntuales, apenas perceptibles y diminutos, frente al efecto irresistible, poderoso y más amplio en la percepción de los rostros. Es el espectador quien transforma un signo local y accidental en una expresión significativa que cubre todo el rostro y revela la individualidad de la persona. Esta habilidad inexplicable del espectador, sorprendentemente en ambos autores, se atribuye a la intención de la Providencia (Dupouy, 2005: 50).
Con todo, las semejanzas entre Töpffer y Duchenne terminan ahí. Como también señala Dupouy, mientras el primero denostaba los mecanismos técnicos como el fisionotrazo, los dioramas o el daguerrotipo, al segundo le fascinaba todo tipo de fantasmagorías ópticas, desde la linterna mágica hasta los números de magia del escapista Houdini (Dupouy, 2005: 41). A pesar de su incontestable convergencia de léxico y fondo religioso —aquello que Darwin perdonaba a Duchenne como «una manera de hablar» (Delaporte, 2016: 114)— el método de estimulación eléctrica del neurólogo, por muy ingenioso que fuese, resultaría para el dibujante suizo una bárbara aberración, más allá del parecido razonable en algunos de sus ejercicios (fig. 12).
Fig. 12: Contraste entre la amalgama necia de “Juan que ríe” y “Juan que llora” de Töpffer con un rostro electrificado por Duchenne. |
A nuestro entender, la obra científica de Duchenne supone una ruptura, un punto de no retorno, respecto de la tradición fisiognómica para inaugurar el nuevo campo de la neurología. En este sentido, el erudito análisis retrospectivo de sus fuentes artísticas y científicas elaborado minuciosamente por François Delaporte, resulta mucho menos revelador que la visión prospectiva que el gigante filosófico Michel Foucault nos proporciona sobre el “surgimiento del cuerpo neurológico” en su seminario del 6 de febrero de 1974 del Collège de France, posteriormente recopilado en el volumen El poder psiquiátrico. Allí, el pensador francés ofrece claves muy valiosas para comprender la ruptura de Duchenne, por ejemplo, en relación a las tesis sobre los movimientos del “alma bella” según Schiller:
En segundo lugar, la posibilidad de exponer los fenómenos analizados de acuerdo con un eje: de acuerdo con un eje —y aquí está, creo, lo importante— que es el de lo voluntario y lo automático. Esto es, a partir de ese análisis de los comportamientos, de las respuestas a las diferentes estimulaciones, se puede ver cuál es la diferencia funcional, la diferencia de puesta en acción neurológica y muscular entre un comportamiento que es simplemente reflejo [y] un comportamiento automático, [y], por último, un comportamiento voluntario que puede ser espontáneo o bien efectuarse en virtud de una orden procedente del exterior. En la movilización corporal, toda esta jerarquía de lo voluntario y lo involuntario, de lo automático y de lo espontáneo, de lo que se requiere con una orden o de lo que se encadena espontáneamente en un comportamiento que va a permitir —y este es el aspecto esencial— el análisis en términos clínicos, en términos de asignación corporal, de la actitud intencional del individuo (Foucault, 2007: 346).
Si bien, a pesar de su retórica, con Duchenne (y Broca) abandonamos el reino de la fisiognomía espiritual para sumergirnos en la ciencia contemporánea, desde luego, lo que no se desmanteló, antes al contrario, fue la dramaturgia de las pasiones, ahora revestida de un ropaje respetable, como prueba algún rótulo de sus fotografías, por muestra: «Venid, venid, espíritus infernales, del cráneo al talón, llenadme toda de la más atroz crueldad». El neurólogo se incorporaría en 1862 al Hospital de la Salpêtrière, de la mano de su aventajado alumno Jean-Martin Charcot —a su vez maestro de Sigmund Freud— quien desarrollaría allí sus experimentos teatrales y fotográficos sobre la histeria. La estética del simulacro superficial de Duchenne prepararía así el escenario para el surgimiento de la burla y defensa histérica ante la autoridad médica, descrita magistralmente por Foucault.
Hoy, en la nueva realidad del capitalismo de vigilancia —pronosticada con clarividencia por el filósofo francés— la fisiognomía está más viva que nunca, aunque de un modo que Töpffer jamás se hubiese imaginado: el control pastoral-lombrosiano a través de las tecnologías de reconocimiento facial por inteligencias artificiales. Esta reapropiación primitiva de la esfera privada sentimental es un terreno a la vez de lucha política y comercio económico como demuestra, pongamos por caso, el proyecto de CV Dazzle de Adam Harvey, camuflaje frente al reconocimiento facial aparentemente inefectivo pero recuperado de inmediato para el vestuario de moda13. Involuntariamente proveemos nuestros rostros no ya a los otros sino a un verdadero “gran otro” que está cobrando objetividad allende la paranoia. Un futuro inmediato que, para bien o para mal, nos espera en algún lugar todavía indeterminado entre el test de Turing y las réplicas humanas hiperrealistas con su siniestro valle inquietante (fig. 13).
Fig. 13: Masahiro Morei, Gráfico del “valle inquietante” (1970). |
BIBLIOGRAFÍA
NOTAS
1 Estos fueron: David Pascal, Claude Moliterni, Richard Marschall, Maurice Horn, Vasco Granja, Denis Gifford, Luís Gasca, Álvaro De Moya, Claudio Bertiere, Rinaldo Traini y Javier Coma.
2 Estos fueron: Patricia Vansummeren, Nop Maas, Paul Gravett, Thierry Groensteen, Hans Ries, Antonio Martin y David Kunzle.
3 El mejor resumen de la querella Ut pictura poesis continúa siendo el texto seminal de R. W. Lee (Lee, 1940) Para una perspectiva crítica de Lessing desde los Estudios visuales contrastar con W. J. T. Mitchell (Mitchell, 1986: 95- 115).
4 Esta se desarrolló entre sendos libros de Thierry Groensteen (Groensteen, 2014: 86-90) y Thierry Smolderen (Smolderen, 2014: 35-52). Posteriormente, el 30 de noviembre de 2014, ambos mantuvieron un debate sobre Lessing y Töpffer en el SoBD (Salon des Ouvrages de Bande Dessinée) de París, que se encuentra disponible en línea en este enlace.
5 La idea subyacente al “lenguaje de la acción” ya había sido planteada igualmente por Giambattista Vico en su Ciencia Nueva (1725): «Esa primera habla, que fue la de los poetas teólogos, no fue un habla según la naturaleza de las cosas […], sino que fue un habla fantástica por sustancias animadas, la mayoría imaginadas divinas» (Vico, 1995: 196).
6 1- Galería de personajes a partir de líneas generales. 2- Figura que traza el minueto, compuesta por líneas serpentinas. 3- La contradanza: «líneas que trazan un grupo específico de personas en la contradanza o danza de figuras, componen un juego delicioso, especialmente cuando es posible contemplar de un solo vistazo la figura completa, como cuando miramos desde la galería al salón de baile. […] Milton al describir el baile de los ángeles en torno al monte sagrado, representa en palabras esta idea: Danza mística, intricado laberinto / excéntrico y entrelazado / aunque tanto más regular / cuanto más irregular parece». 4- «Los bailes que representan caracteres […] como los de la gente vulgar, tales como jardineros, marineros, etc., son en general muy divertidos en escena. [...] Este tipo de bailes, concebidos para expresar, especialmente por parte de las mujeres, una elegante picardía - lo que constituye en realidad el verdadero espíritu del baile - […] parecen haber alcanzado el nivel de los grandes ballets. Pues el baile serio es una contradicción en los términos» (Hogarth, 1997: 138-139, 147-149).
7 Antes que a Töpffer, esta interpretación puede aplicarse a otros fisiógnomos, como Charles Le Brun, influidos por el Traité sur les passions de Descartes que, frente a la tradición filosófica escolástica, sugería una nueva aproximación a las emociones basada en el estudio de la anatomía y el funcionamiento del cuerpo humano.
8 Las cabezas vegetales y animales de Arcimboldo, influidas por la fisiognomía de Giovanni della Porta, representan el reverso de Töpffer en el dominio de la caricatura. La claridad y expresividad del rostro, prescritas por este para la Historieta, contrastan con la opacidad y amaneramiento del pintor renacentista. De su lienzo no brota un ser humano sino un monstruo conectado al ciclo de corrupción y regeneración infinita de la cadena trófica, tal como nuestra contemporánea Cosa del pantano.
9 Una interpretación semejante a la de Töpffer ha sido elaborada por W. J. T. Mitchell: «La diferencia entre el juicio animal y el humano es la diferencia entre las uvas y la cortina: en un caso, el señuelo es lo pintado, la ilusión de las uvas presentadas por la pintura; en otro, el señuelo es precisamente lo que no está pintado, lo que permanece invisible en la ilusión, para siempre ocultado detrás de la cortina». (Mitchell, 1994: 336).
10 Los Alpes eran un ejemplo recurrente de lo sublime ya desde el Conde de Shaftesbury y Joseph Addison.
11 Keucheyan refuerza esta idea: «La estética de lo sublime, cuya forma moderna es fijada por Edmund Burke y por Kant, participa de la tendencia a sacralizar la naturaleza. No es casualidad que Burke fuese el primer y más inteligente opositor de la Revolución Francesa. [...] Escapando por un tiempo de la alienación del mundo moderno, el burgués y/o el aristócrata (según el país) encuentran en ella una forma de autenticidad. [...] Pero esta búsqueda de autenticidad se convierte gradualmente, por entonces, en una "experiencia de clase". [...] Son susceptibles de tener esta experiencia, aquellos que tienen acceso a esta última, quienes, en otras palabras, tienen el tiempo y los medios. Quedan excluidos aquellos que deben vender continuamente su fuerza de trabajo para sobrevivir» (Keucheyan, 2014: 66-67).
12 En Mr. Crépin, Töppfer también presenta esta misma estrategia discursiva y figurativa, notablemente en la viñeta de la visita al Instituto Farcet, donde un profesor ejerce de titiritero ante su distraída audiencia infantil, escena que se desdobla sobre la tarima con el matrimonio Crépin, Farcet y el profesor en el papel de marionetas manipuladas por el propio Töpffer y, a partir de ahí, se deriva un tercer grado que desencadena potencialmente el delirio paranoico: ¿quién mueve nuestros hilos? Alguien ríe mientras nos observa (Harguindey, 2013: 244-253).
13 Los trabajos de este artista ingeniero pueden consultarse en su página web https://ahprojects.com/ y, específicamente CV Dazzle, en: https://cvdazzle.com/