Muchos son los forasteros que han retratado con su mirada limpia y
virgen la muy noble y fascinante ciudad de Sevilla, que atravesaron
esta ciudad secreta que siempre se ha ocultado para no ser desvelada
al mismo tiempo que exponía con descaro sus encantos ante cuantos la
visitaban, como los viajeros Richard Ford, Eugenio Noël, Pierre Louÿs,
el barón Davillier y hasta lord Byron. Juan Carlos Alonso, humorista
gráfico nacido en Asturias, es tal vez el último de esa audaz estirpe
de viajeros románticos que quedaron enamorados de Sevilla. Tanto, que
más de cuarenta años después aún sigue aquí.
Juan Carlos Alonso (Juan Carlos), fue el humorista de ABC de
Sevilla desde 1962 hasta 1976. Pequeño pero fructífero período en el
que este arquitecto, matemático y decorador dejó, a lo largo y ancho
de miles de viñetas preñadas de fina ironía y elegante humor, su
impronta de amable asturiano, como un intelectual don Pelayo
reconquistador del humor inteligente. Fruto de esa fértil colaboración
con el periódico de Sevilla fue este delicioso libro editado en 1970 y
que recoge doscientos cinco chistes junto a unos divertidísimos textos
que acreditan a Juan Carlos como un humorista completo, es decir,
dominador del humor también en su vertiente literaria.
Un paseíto, como él mismo lo denomina en la entrañable dedicatoria,
por esta Sevilla de Juan Carlos «complicada pero maravillosa», es un
lúcido y desvelador paseo por una ciudad llena de tópicos molestos
como moscas que Juan Carlos ahuyenta con el suave movimiento de su
irónica pluma, emulando, en su condición de sevillano de adopción, a
los otros hijos cantores del alma de Sevilla: con una prosa lúcida y
crítica como Manuel Chaves Nogales en "La Ciudad"; enfermo de amor por
Sevilla como José María Izquierdo en "Divagando por la ciudad de la
gracia"; con reflexiones hermosas como Joaquín Romero Murube en
"Sevilla en los labios" y "Los cielos que perdimos" (no es de extrañar
pues, que sea una genial frase de este escritor la que elija Juan
Carlos para abrir el libro: «Sevilla es una ciudad que nunca dio
importancia a nada, no sabemos, y no lo sabremos nunca, si por suicida
torpeza o por exceso de sabiduría»); o como Rafael Laffón en "Sevilla
del buen recuerdo" elogiando la memoria de una ciudad definitivamente
perdida; y como no, digno heredero humorístico, coge el relevo de
Andrés Martínez de León, dibujante sevillano de los años treinta y
creador del inolvidable Oselito, y del periodista satírico más
importante del siglo XX, José García Rufino "Don Cecilio de Triana",
abuelo de Carmen Sevilla. A este periodista precisamente, se refiere
en el prólogo el director de ABC entonces y descubridor de Juan
Carlos Alonso, Joaquín Carlos López Lozano, para contarnos que desde
aquella época, finales del siglo XIX y principios del siglo XX, no
había tal grado de humor en la prensa sevillana: «...hasta que nos
llegó Juan Carlos desde sus Asturias bellas». En este prólogo hace
López Lozano una preciosa definición de Juan Carlos: «Juan Carlos es
un niño grande, que se enternece con las cosas pequeñas y que
caricaturiza las cosas grandes».
El humor que impregna este libro recopilatorio ya descatalogado pero
que en su día fue el más vendido en la feria del libro (la primera
edición fue de 5.000 ejemplares y aún hoy pueden encontrarse
ejemplares en algunas librerías de viejo), queda patente desde el
principio con una paráfrasis del habitual aviso oficial: «Cualquier
parecido de los personajes o situaciones de este libro con la realidad
es intencionado».
Tras el prólogo de su director / descubridor hay otro del propio autor
en el que tras declararse «espectador neutral de la tragedia humana»
nos aclara su amor a Sevilla («...amo a Sevilla con voluntad propia,
sin el compromiso demográfico de haber nacido aquí»),y donde distingue
con valiente sinceridad entre la Sevilla tópica y la que el ama («Amo
a otra Sevilla, más sencilla, más callada y más sensible. La que
purifica sus pecados folklóricos y filosofías conformistas en los
alambiques de las Ciencias y las Artes. La que alimenta su desarrollo
con los filetes de las vacas sagradas del caciquismo y el compadreo.
La que, para purgarse, baja su mirada narcisista de la Giralda para
ponerla en unos tejados ruinosos y unas calles destrozadas, llenas de
caliente e inquieta humanidad»), para terminar con una gastronómica
declaración de intenciones ("He procurado guisar un condumio útil, que
al final les deje el regusto de la ironía, en lugar del conocido
saborcillo de la lisonja").
Son estos dibujos, de un agradable y cálido trazo cercano a su
compañero de ABC Mingote, una clara refutación del pensamiento
de Heráclito de Éfeso. «Todo fluye, nada permanece» quizás pudiera
tener sentido en su tiempo, pero, si el oscuro levantara la
cabeza y viera los chistes de hace treinta años de Juan Carlos,
inexorable notario de aquella actualidad sevillana, y mirara a la
Sevilla actual, se daría cuenta de que en Sevilla «existe un conflicto
permanente que causa que los seres estén en continuo cambio»... para
que todo siga igual. Juan Carlos demuestra que Sevilla es más
partidaria de Lampedusa que de Heráclito. En una clarividente viñeta,
nos enseña la Sevilla del año 2000 donde sólo se ven coches
amontonados alrededor de la Giralda. Y como el problema del tráfico,
también la especulación urbanística tiene un chiste de Juan Carlos
plenamente actual: en una viñeta titulada "El cuento de la señora
lechera", Juan Carlos dibuja una señorona rancia que sonríe en su
palacio mientras dice «Derribaré el palacio; entonces tendré un solar,
y luego...».Tampoco la omnipresente Semana Santa de Sevilla ha
cambiado mucho: «Según las estadísticas yo debería ser cofrade», dice
taciturno un pensativo sevillano. Una de las mejores viñetas del libro
retrata un original "Monumento al costalero" donde es la estatua del
costalero quien lleva a cuestas el pedestal. Hoy en día se está
barajando la posibilidad de hacer, de verdad, un monumento al
costalero en Sevilla.
En un texto nos cuenta Juan Carlos: «La Giralda es imprescindible en
la composición de carteles. Ahorra la palabra Sevilla. Es
la modelo más solicitada por los pintores. La pintan al
amanecer y en el crepúsculo. Como fondo de la Semana Santa y telón de
la feria. Bañada en el río y enmarcada en calles típicas. Yo creo que
la pintan hasta tumbada. Cuando veo un cuadro abstracto sevillano, le
doy vueltas inquisitoriales y analizo sus veladuras. Al encontrar la
Giralda siento el inefable gozo interior de resolver un enigma: ¡Aquí
está!». Pues bien, como para confirmar esa agonía creativa de la
creación cartelística que Juan Carlos satirizaba, el concurso de
carteles de las fiestas de primavera de este año 2003 ha quedado
desierto y se ha utilizado el de Gustavo Bacarisas de 1917.
También ofrece esta antología una buena muestra de
humor blanco o social que trasciende el ámbito local para convertirse
en humor universal. En un rebaño de ovejas todas llevan la inscripción
"Pura lana virgen" menos una que, con una coqueta bajada de párpados,
sonríe mientras luce en su lomo la sugestiva inscripción "Pura
lana". Dos solitarios labradores se gritan desde lejos: «¡Qué si
hacemos un convenio colectivo!». Un grupo de ancianos con el trágico
trasfondo de la emigración joven en un pueblo que envejece, sonríe
mientras el más lanzado de los abuelos dice: «Ya que se han ido todos
los jóvenes del pueblo, podemos contar picardías». Un labrador le
grita, poniendo las cosas en su sitio, a un platillo volante que está
sobre él: «¿Terrícola yo? Eso, el amo».
Pero sin duda la estrella de este “Sevilla es “in” diferente” de Juan
Carlos Alonso, es una viñeta que gracias a su genialidad atrajo la
atención del poderoso Le Monde llegando, incluso, a ser
publicada en él, en la que sobre una mesa y junto a una lujosa hucha
se ve un cartel que reza así: «Hucha petitoria. Labrada en plata con
pedrería incrustada sobre paño bordado con hilos de oro».
Andanada de inteligencia que da de lleno en la línea de flotación del
enorme buque de hipocresía social que, con obsceno descaro, capitanean
aburridas aristócratas bajo la falsa bandera de una falsa caridad. Qué
lástima que una viñeta humorística no pueda hundir un barco... Y qué
lástima que Juan Carlos Alonso, genial dibujante de humor, lleve
tantos años alejado de este arte que sólo gente como él ennoblece.
Sevilla es una hermosa ciudad que aún guarda celosamente algunos
misterios. Uno de ellos está siendo estudiado en estos días por
científicos de Granada: los restos de Colón enterrados en la catedral
de Sevilla. Pero desgraciadamente, otro misterio de esta bella ciudad
no lo desvelaremos nunca: cómo es posible que justo cuando comienza a
iluminarnos la brillante luz de la Democracia en España, tras la
muerte del dictador Franco, cuando un nuevo mundo se abre para todo un
pueblo ávido de libertad..., cómo es posible que un periódico,
principal canalizador de esa libertad, decida prescindir de uno de los
elementos más importantes para ejercitarla como es el humorismo
gráfico que tan brillantemente representó Juan Carlos Alonso,
enterrándolo en la oscura y fría catedral del olvido. Quizá el
culpable, el único culpable de esta tremenda injusticia sea el amor,
el ciego amor a la más hermosa y traidora ciudad sobre la tierra en la
que demasiados mediocres, rancios titiriteros, manejan los hilos del
empobrecido teatro mediático.
Para el magnífico dibujante Juan carlos Alonso, el más culto y
profundo humorista que haya habido en mucho tiempo en Sevilla, valen,
como si en él hubiera estado pensando Luis Cernuda, las palabras que
dedicó
éste
en su obra “Ocnos” a José María Izquierdo:
«Su
amor por la poesía, por la música, ¿cómo podía conllevar aquellas
gentes que le rodeaban? Con menos talento y cultura, con inferiores
cualidades espirituales, otros le han oscurecido ante el público
español. ¿Por qué se obstinó alicortado en su rincón provinciano,
pendón de bandería regional para unos cuantos compadres que no podían
comprenderle?
Hoy,
distantes aquellos días y aquella tierra, creo que de todo fue causa
un error de amor: el amor a la ciudad de espléndido pasado, cuyo
espíritu acaso quiso él resucitar, dando para ello lo mejor que tenía,
sacrificando su nombre y su obra.
Bécquer y Machado la dejaron tras de sí. José María Izquierdo nunca la
abandonó. Después de todo, ¡quién sabe! Durante sus horas de
recogimiento silencioso, escuchando la música o en sus atardeceres
junto al río, mientras se perdía así entre el ruido de los otros bajo
el cielo nativo, tal vez gozó gloria mejor y más pura que ninguna». |