La historia de
España es una historia llena de acción y colmada de reacción. Cada
intento de cambio ha llevado siempre, inexorablemente, una reacción en
contra; como si una parte importante de los españoles tuviera vocación
de lastre que frenara el libre vuelo de progreso del enorme globo que
es este país. Esquilache, Olavide, Azaña... Frente a cambios radicales
para el avance, correctores de intolerables situaciones de secular
atraso, siempre se han colocado grupos de presión, parapetados en sus
privilegios y supersticiones, cuando no en la simple estulticia.
También, cómo no, la esperanzadora llegada de los socialistas al poder
en 1982 trajo consigo una reacción en contra por parte de los
nostálgicos de la derecha “de toda la vida” que, como voraces
insectos, revolotearon alrededor de la rosa socialista buscando, desde
el primer momento, la ocasión de clavar su envenenado aguijón en todo
el centro del capullo: el libro La transición en bragas, de
Elgar, es un ejemplo fiel de esa tendencia.
Elgar
es, junto con Mingote, uno de los humoristas gráficos más veteranos
que están aún en activo. Nació en El Araich en 1926 con el nombre de
Manuel García Duarte y en 1944, como un “Tarik” cualquiera del dibujo,
hace su particular conquista de la península instalándose en Málaga a
vivir del humor. Actualmente publica una viñeta diaria en el periódico
malagueño Sur.
En 1984, cuando
Felipe González sólo llevaba dos años en el poder y la transición aún
no había finalizado, Elgar publicó este libro que refleja, a través de
sus más de cuatrocientas viñetas y algunos centenares de aforismos, la
opinión, recelosa ante un gobierno de izquierdas, de esa derecha que
había sido derrotada en las urnas.
(«¡Qué
sería de toda esta generación de izquierdas si no la hubiéramos parido
las derechas!») (p.23).
(Un hombre le dice a otro: «Confianza por confianza. También yo
pertenezco a la acción católica en la clandestinidad») (p.28).
(«Parece que lo van a cambiar todo. La crisis se llamará crack, el
paro, receso laboral y el aborto, interrupción del embarazo») (p.37).
(«Urge un gobierno de coalición. Pienso que todos tenemos el mismo
derecho a cargarnos el país») (p.40).
Para dejar claro el
carácter reaccionario del libro, como mascarón de proa tiene un
prólogo del buen escritor (tristemente fallecido a finales de 2003), y
mejor y orgulloso representante de la derecha, Fernando Vizcaíno
Casas. En él, hace un encendido reconocimiento público al mérito de
Elgar por mostrar su filiación ideológica «en los tiempos que
corremos, cuando lo que se lleva no es, precisamente, enfrentarse a
las corrientes en boga y en el poder»: exagerado argumento que
demuestra fielmente la demonización inmediata con la que recibieron,
los añoradores de épocas no demasiado lejanas (en las que sí que era
meritorio –y peligroso– ir a contracorriente), al partido socialista y
sus políticas de izquierda. Porque, frente a las merecidísimas
críticas que con los años provocarían Felipe González y su partido,
emporcado de corrupción, la crítica de Elgar va contra las políticas
de izquierda con las que los socialistas encararon su primer gobierno.
Sobre el aborto, hay
tres viñetas tremendas que no dejan lugar a dudas acerca de la opinión
que la derecha, esa que según el fallecido prologuista hacía un
ejercicio de valentía mostrándose en aquellos democráticos tiempos,
tiene sobre algunos de los temas sociales más dolorosos para quienes
lo sufren.
(Una
mujer se dispone a comer su propia pierna: «¡Vamos, como que una no va
a poder ahora disponer libremente de su cuerpo!»).
(Una mujer habla por teléfono: «No faltes. Tere celebra su tercer
aborto»).
(Otra: «Hoy me siento felizmente realizada. Primeramente he abortado,
después me he fumado un porro, y por último me he ciscado en la Otan.
¡Una gozada!») (p.44).
Es
Elgar un dibujante de estilo sencillo, de esos de los que se dice,
cuando caen simpáticos, que trabajan con economía de medios. Sus monos
son simples (e invariables a través del tiempo: poco evolucionados),
rígidos e inexpresivos, de modo que se hace inevitable, para la
comprensión del chiste, la lectura de los enormes bocadillos cargados
de texto con que suele hacer su trabajo (son excepciones los típicos y
socorridos chistes con un pequeño texto en el periódico que el
personaje de la viñeta lee). La uniformidad de sus personajes, su
rigidez, los despoja de cualquier valor dentro de la viñeta, quedando
el dibujo, en la mayoría de ellos, como mero adorno o ilustración del
texto. Esta es, sin duda, la causa de que ciertos chistes de Elgar
sean, en cuanto a su verdadera intención, ambiguos: no es lo mismo que
un tipo normal, el dibujo estándar de Elgar, diga algo contra la
democracia, a que lo haga el típico “facha” de Forges, por ejemplo.
Determinados discursos varían de propietarios según esté dibujado el
personaje: cuando el humorista quiere criticar alguna postura pone un
discurso absolutamente cínico, por sincero, en boca de un personaje
claramente identificable con ese discurso, quedando clara la intención
crítica. Sin embargo, si el dibujante no hace ese esfuerzo de
comunicación con el lector de su chiste, indefectiblemente habrá de
concluir éste que la opinión es del autor: si su intención era otra,
el chiste será fallido por adolecer de inexpresión en el dibujo.
(Dos
mujeres normales, casi idénticas entre ellas y con todas las demás que
dibuja Elgar, hablan: «La niña le ha salido putinga y el niño pirómano
forestal», dice una; la otra contesta: «Ya decía mi pobre Paco que las
democracias nunca vienen solas») (p.24).
(Un hombre idéntico a todos los de Elgar, dice a otro: «Lo peor de la
democracia son los primeros años. Después se te pasa, como todo en la
vida») (p.25).
(Un hombre dice a otro: «Yo, te digo la verdad. Prefiero pagar
terribles impuestos de un ayuntamiento democrático, que aquellos
ridículos impuestitos de los ayuntamientos de la dictadura». El otro
contesta: «Tú es que eres masoquista, tío») (p.101).
Con todo, los
mejores dibujos de Elgar son algunos (escasos) donde el trazo menos
rígido, más circular, logra un resultado que recuerda a algunos de los
“monos” simples de Chúmy Chúmez.
En cuanto a los
textos, tiene muchos muy graciosos en los que sabe interpretar, al
margen de su ideología (como los humoristas gráficos de la izquierda,
como todos), la realidad política y social con fina ironía.
(Dice un
hombre a otro: «La reconciliación a nivel nacional es un hecho
incuestionable». El otro contesta: «Lo que no empece para que la
convivencia a nivel de comunidad de vecinos siga siendo una utopía»)
(p.26).
(«Nada, que no acabo de encontrar una ideología que me permita ganar
ochocientas mil pesetas mensuales») (p.90).
(«No sea usted ingenuo. Sé de muy buena tinta que antes o después van
a establecer el impuesto de circulación de la sangre») (p.47).
(«Conforme. La tierra para quien la trabaja. Pero la patata para el
intermediario») (p.158).
(«Lo malo es que cuando alcancemos el nivel europeo, éste habrá
alcanzado el nivel americano») (p.176).
(Un toro ensartado por dos banderillas y la espada, dice: «Lo que no
entiendo es por qué a esto le llaman la fiesta de los toros») (p.190).
(Dos niñas juegan con sus muñecas y una dice a la otra: «Pues la mía,
es lo último en muñecas. No llora, no mama, no mea, no te da el coñazo
a cada momento...») (p.228).
(Dos tipos se cruzan y uno dice: «¡Felicidades!». El otro contesta:
«¡Demagogo!») (p.229).
No es difícil
encontrar buenas y divertidas viñetas de Elgar en este enorme libro
recopilatorio (no se dice en qué medio o medios fueron publicadas,
aunque algunas de ellas, por su marcada ideología, se podría intuir
dónde tuvieron cabida entre las numerosas publicaciones en las que
colaboró: La Tarde y Chaveas, de Málaga; Odiel y
Huelva Información, de Huelva; Hoy, de Badajoz;
Arriba y ABC, de Madrid, y en las revistas La Codorniz,
Hermano Lobo, Diez Minutos, Noche y Día, Lecturas, etcétera). Sin
embargo, hoy por hoy, y al margen del enorme mérito que tiene seguir
publicando a los casi ochenta años, es Elgar uno de esos humoristas
gráficos que, a diferencia del genial y siempre diferente Antonio
Mingote, se mantienen estancados en su propia fórmula primigenia que
hace difícil distinguir un chiste de hoy del de hace tres días, o un
mes, o diez años, dando así un carácter monótono a la página que
ocupan dentro del periódico en el que le publican.
Tal vez,
observando que no es sólo una característica de dibujantes mayores,
pues no son pocos los jóvenes que cultivan esta fácil y mediocre
técnica de dibujar siempre lo mismo, sea ésta una buena manera de
mantenerse en activo durante mucho tiempo: corren malos
tiempos no para la lírica sino para la inteligente valentía y son
muchos los medios, sobre todo locales, que, estabulados en la
confortabilidad de lo políticamente correcto, de las sustanciosas
subvenciones oficiales, y salpicados por la basura mediática que nos
asola, tienden a escoger este tipo de viñetas humorísticas que no
llaman demasiado la atención, que no molestan a nadie y que ocupan un
lugar en el periódico para refrescar la página. Viñetas que nadie
busca, que no pasaría nada porque un día no se publicasen o, lo que es
peor, que nadie nota si alguna vez, por descuido de algún redactor, se
publica repetida la del día anterior. |