Si el Tío Sam
tuviera remordimientos sonámbulos como Lady Macbeth, no habría agua
suficiente en los océanos que bañan Estados Unidos para lavar toda
la sangre de sus manos. La vida de este joven país es un cuento
lleno de ruido y furia. En la macabra carrera por el dominio del
mundo, Estados Unidos ha logrado, en apenas doscientos años, ocupar
un lugar destacado en esta historia universal de la infamia que es
la Historia de la Humanidad. Como un adolescente soberbio, América,
como tan rimbombantemente gusta en llamarse a sí mismo, ha ido
imponiéndose a golpes, machacando a todo el que se le ponía por
delante con sus poderosos bíceps de acero para legarnos, con la
generosidad del vencedor, su particular American Way of Life.
Estados Unidos de
América es hoy por hoy el país más fuerte. El que manda. Y su
presidente, ese que anda por limpios despachos sobre mullidas
alfombras bajo las que se esconden millones de calaveras anónimas,
es de facto el emperador del mundo. Ni Napoleón en sus más osados
sueños de orate enano podría haber imaginado tanto poder en un sólo
hombre.
El mundo es un
hervidero de locura. La Humanidad, lejos de aprender de la Historia,
no para de tropezar en la misma piedra de estulticia una y otra vez.
La guerra, ese contumaz jinete del Apocalipsis que lleva siglos
haciendo su particular selección natural, se ha instalado
cómodamente en una habitación de esa Casa Blanca desde la que
convulsiona, como un terremoto armado, cualquier lugar del planeta.
Washington, hipocentro guerrero donde se decide el porvenir de
millones de seres ajenos a los cónclaves del Imperio, al que todos
deben obediencia y sumisión, dirige los destinos
del mundo a golpe
de misil. Como un Ares de la nueva tecnología, EE UU vive para la
guerra. Es tal su dependencia, que este yonqui del plomo invierte
todos sus recursos en satisfacer esa adicción fatal. El activista
político y doctor en sociología Joel Andreas analiza la terrible
adicción de su país en el imprescindible libro que ha publicado en
España la editorial vasca Astiberri.
Junto a Michael
Moore y sus aleccionadoras obras
Bowling for Columbine y
Fahrenheit 9/11, Joel Andreas, quien en la actualidad da clases
en la John Hopkins University de Baltimore, es uno de esos escasos y
valiosos tábanos norteamericanos que picotean valientemente la
pétrea cara de un Tío Sam parapetado tras su propia arrogancia. Tras
The Incredible Rocky, una biografía no autorizada de la
familia Rockefeller que realizó siendo estudiante y Made with
Pure Rocky Mountain Scab Labor, para apoyar una huelga de los
trabajadores de la fábrica de cerveza Coors, Addicted to War
es su tercer libro ilustrado.
Con una
contundente portada para la edición española del sevillano Santiago
Sequeiros que recuerda el fantástico final de la deliciosa sátira
antibélica de Stanley Kubrick Teléfono rojo volamos hacia Moscú,
Joel Andreas nos introduce en esta historia crítica de Estados
Unidos. Adictos a la guerra es un relato minucioso y
rigurosamente documentado sobre la extraordinaria afición de los
Estados Unidos a recurrir a la guerra. El autor, que ya seguía a sus
padres en las manifestaciones contra la guerra del Vietnam cuando
aún iba al colegio, hace una completa revisión de la historia
militarista de su país y nos ilustra sobre los extraordinarios
beneficios económicos que empresas de defensa, petroleras o
financieras obtienen a expensas de los ciudadanos.
En el prólogo,
Joel hace una declaración de intenciones que justifica la
realización de este libro y resume lo que pretende dar a conocer con
él:
«Escribí la
primera edición de Adictos a la guerra después de la
guerra de EE UU contra Iraq en 1991. Los grandes medios habían
quedado reducidos al papel de animadores al combate, y al pueblo
de este país le habían
ocultado en gran
medida las horribles realidades de la guerra. Mi objetivo era
presentar información difícil de conseguir en los medios
generales y explicar la extraordinaria predilección de América
por la guerra. (…) La segunda edición se publicó a principios de
2002, después de la invasión estadounidense de Afganistán. La
administración Bush se dispuso entonces a prepararse para una
nueva guerra contra Iraq. Un fino barniz retórico sobre la lucha
contra el terrorismo y la proliferación de armas de destrucción
masiva apenas conseguía ocultar sus objetivos implícitos:
imponer un nuevo régimen cliente de EE UU en Oriente Medio, y
asegurar el control sobre un país que tiene las segundas mayores
reservas conocidas de petróleo. (…) Este libro recoge la crónica
de dos siglos de guerras de EE UU en el extranjero, empezando
con las guerras indias (…) Espero que este libro incite a la
reflexión y el debate sobre el militarismo, y que anime a la
acción positiva para cambiar el rumbo que hemos tomado».
Con un dibujo
sencillo, ingenuo y minimalista que sirve de efectiva ilustración
propia de libro de texto infantil,
Joel
Andreas repasa la historia de EE UU desde su independencia en 1776
hasta nuestros días.
La narración corre a cargo de una enojada contribuyente
estadounidense y su pequeño hijo
a quien ésta
intenta explicar las barbaridades que provoca su país en el exterior
mientras se desatienden las necesidades básicas de los ciudadanos.
Los argumentos son tan simples y archisabidos que, lejos de provocar
sorpresa, causan una gran indignación al constatar el descaro y la
impunidad con que actúan los dirigentes de la mayor potencia militar
del mundo:
«Una gran
cantidad del dinero que se queda hacienda se destina a mantener
el ejército. Los gastos militares suponen más de la mitad de los
gastos discrecionales anuales del Gobierno Federal»; «Estados
Unidos posee las fuerzas armadas más grandes y poderosas de toda
la historia. Los barcos de guerra americanos dominan los mares,
sus misiles y bombarderos pueden atacar objetivos en todos los
continentes, y centenares de miles de soldados están destinados
en el extranjero. Cada pocos años, EE UU envía tropas, barcos de
guerra y aviones de combate a luchar en países lejanos. Muchos
países van a la guerra, pero EE UU es único tanto en el tamaño
como en la potencia de sus fuerzas armadas y su propensión a
hacer uso de ellas»; «El coste de ser una superpotencia militar
y librar guerras en todo el mundo es alto. Como todos los años
se desvían miles de millones de dólares hacia el Pentágono, el
gobierno escatima en las necesidades básicas de la gente. Los
recortes en programas sociales han causado muchos más prejuicios
a este país de los que jamás haya causado un país extranjero».
También incluye
Joel Andreas un elemento muy acertado que ayuda a la narración: un
inquietante esqueleto que asoma su terrible calavera por cualquier
esquina de alguna viñeta para apostillar, como un macabro
corifeo de tragedia griega, la narración de los despropósitos
norteamericanos.
La obra lleva
un orden cronológico. Comenzando por “Destino manifiesto”, primer
capítulo en el que Joel nos cuenta cómo tras la Declaración de
Independencia los líderes de las nuevas colonias independientes
creían que estaban predestinados a gobernar toda Norteamérica: «Este
“destino manifiesto” pronto condujo a guerras genocidas contra los
pueblos nativos americanos. El ejército de EE UU les arrebató
implacablemente sus tierras, expulsándolos hacia el Oeste y
exterminando a los que se resistían». Los indios fueron las primeras
víctimas de ese voraz Pantagruel recién nacido. Después, el cine,
esa industria al servicio de la patria, se encargaría de reescribir
la historia para que creyéramos que los blancos, heroicos “centauros
del desierto” armados hasta los dientes, eran los buenos y los
pobres indígenas desterrados, los malos.
La siniestra
historia de los Estados Unidos que nos cuenta Andreas es fácil de
seguir. Como si de un tétrico cuento de Pulgarcito se tratara, el
camino de este pequeño grupo de trece colonias en la costa atlántica
que hace dos siglos era este país está sembrado, como para marcarnos
la senda hasta el Imperio, de sangre. Así, siguiendo tan cruento
rastro, nos encontramos con personajes que, como diría Macbeth, son
idiotas que nos cuentan este cuento lleno de ruido y furia. Uno de
estos “idiotas”, es Theodore Roosevelt, quien, en 1897, siendo
subsecretario naval de la poderosa armada estadounidense, dijo:
«Daría la bienvenida a casi cualquier guerra, pues creo que este
país necesita una». Y, como dice el pequeño narrador de la historia
en la viñeta siguiente, no tuvieron que esperar mucho: un año
después EE UU declaró la guerra a España como estrategia para
quedarse con Cuba, Filipinas, Puerto Rico y Guam. Continúa este
primer capítulo contando episodios como la entrada en la I Guerra
Mundial con clarísimas intenciones de mantener su situación de
predominio comercial y la intervención en la II Guerra Mundial con
idénticos motivos: «En octubre de 1940, mientras las tropas alemanas
y japonesas marchaban sobre Europa y Asia, un grupo de destacados
funcionarios del gobierno, empresarios y banqueros, fue citado por
el Departamento de Estado y el Consejo de Relaciones Exteriores de
EE UU para discutir la estrategia americana. Les preocupaba mantener
la “esfera de influencia” anglo-americana que incluía el Imperio
Británico, el Lejano Oriente, y el hemisferio occidental. Llegaron a
la conclusión de que el país tenía que prepararse para la guerra y
elaboraron una política integrada para conseguir la supremacía
militar y económica para Estados Unidos». Esta horrible guerra
terminó con la gran demostración de fuerza que supuso el lanzamiento
de dos bombas atómicas por parte de este coloso del uranio. La
segunda gran guerra dejó a EE UU en una posición de superioridad
política, económica y militar.
El segundo
capítulo, “La Guerra Fría”, es una terrible secuencia de
intervenciones militares en países extranjeros. Mientras competía
con otro país lleno de descerebrados belicosos con ínfulas de
dominadores del planeta, la URSS, Estados Unidos intervino más de
doscientas veces fuera de su territorio. Esta “Guerra Fría” entre
las dos potencias en estupidez, se tradujo en guerra absolutamente
caliente en diversos puntos del mundo: Corea, 1950; República
Dominicana, 1965; Vietnam, 1964 (donde este prepotente país sufrió
su primera gran derrota y que, una vez más, como pasara con la
aniquilación de los indios, el cine, el patriótico cine americano,
se ha encargado de tergiversar su historia con la ayuda de los
“rambos” del celuloide que, no sólo nos quieren convencer de que
ganaron la guerra sino que, además, nos quieren hacer creer que los
vietnamitas, esos a los que rociaron con toneladas de NAPALM, eran
unos malos malísimos que querían acabar con los humanitarios chicos
del Tío Sam); Líbano, 1982; Granada, 1983; Libia, 1986. Además de
las guerras en las que se implicaron directamente, ha habido otras
en las que EE UU ha estado involucrado entre bastidores como la
sempiterna guerra entre Israel y Palestina, en la que proporcionan
millones de dólares al año a Israel, incluido el armamento más
avanzado. También nos relata el libro el empeño de EE UU en
organizar y adiestrar ejércitos guerrilleros en todo el mundo para
derribar gobiernos que no son del gusto de Washington (precisamente,
uno de esos ejércitos que Estados Unidos financió para luchar contra
la Unión Soviética en Afganistán, fue la guerrilla mujahidin,
capitaneada por un buen colaborador de la CIA, Osama Bin Laden).
El tercer
capítulo, “El Nuevo Orden Mundial”, nos cuenta cómo después de la
caída del “Bloque del Este” Estados Unidos se esforzó en demostrar
su poder militar al mundo y así consagrarse como la única
superpotencia. Comenzó invadiendo Panamá en 1989 para asegurarse el
control sobre el canal y las abundantes bases militares que tenían
allí. Aquello fue llamado cínicamente “Operación Causa Justa”. Un
año después, en 1991, invadió Iraq para amarrar el dominio de los
inmensamente ricos campos petrolíferos del Golfo Pérsico. Saddam
Hussein, otro antiguo colaborador de la CIA, cometió el error de
invadir Kuwait, país amigo del Imperio. Tras esa primera Guerra del
Golfo, EE UU impuso un régimen de sanciones económicas a Iraq tan
severo que devastó su maltrecha economía repercutiendo de manera
catastrófica en el pueblo iraquí. En 1999 intervino en Kosovo. Joel
Andreas lo resume así:
«Los bombardeos
de la OTAN convirtieron una operación de insurgencia anti-yugoslava
a pequeña escala en una limpieza étnica masiva. Cuando empezaron
los bombardeos, los soldados y milicias serbios expulsaron a
miles de albaneses del país y mataron a miles más. Cuando los
albaneses volvieron bajo protección de la OTAN, los residentes
serbios y gitanos fueron expulsados y asesinados. En última
instancia, la guerra sirvió a los objetivos políticos de EE UU,
al mismo tiempo que provocaba muerte y sufrimiento a todos los
bandos y enconaba aún más los antagonismos étnicos».
El cuarto
capítulo, “La guerra contra el terrorismo”, comienza un desdichado
11 de septiembre de 2001 en Nueva York. El horrible ataque contra
las torres gemelas sirvió como pistoletazo de salida para una
carrera de muerte que aún no ha terminado.
Dice Noam Chomsky
que desde un punto de vista legal hay sólidas evidencias para
procesar por crímenes de guerra a todos los presidentes de EE UU
desde la I Guerra Mundial. Sin duda, el presidente actual, George W.
Bush, es digno sucesor de los que le antecedieron en el cargo. Esta
cruzada contra el terrorismo con la mojigata retórica del bien
contra el mal, le ha servido para aumentar el gasto militar de
Estados Unidos de una manera desaforada. Tras el terrible atentado
contra el World Trade Center, lo primero que hizo este majadero
malcriado fue bombardear Afganistán matando a centenares de civiles;
después, Iraq. La guerra aún continúa.
“Los beneficiados
por la guerra” ocupan el quinto capítulo de este interesantísimo
libro con dibujos. Joel Andreas lo deja claro: «En las primeras
líneas del frente pro-guerra se puede encontrar un surtido de
banqueros, ejecutivos de grandes empresas, políticos y generales. Si
se les pregunta por qué tienen tantas ganas de ir a la guerra, darán
razones nobles y generosas. Pero lo que de verdad les motiva a ir a
la guerra son objetivos algo menos elevados». Quizás sea éste uno de
los capítulos más comprometidos y valientes. Joel, da la lista de
empresas que están detrás de este triste pero jugoso negocio de la
guerra: General Dynamics, Lockheed Martin, Textron, United
Technology, Northrop Grumman, Boeing, etcétera. También da nombres:
Dick Cheney, Vicepresidente y pez gordo de la compañía de servicios
petrolíferos más grande del mundo y gran contratista militar
Halliburton; Richard Perle, «como director de la Junta de Política
de Defensa del Pentágono, fue el principal arquitecto tanto de la
guerra contra Iraq como de los esfuerzos de Donald Rumsfeld por
“revolucionar” la tecnología militar. En 2001, Perle se unió a Henry
Kissinger y otras figuras de Washington para formar una compañía
llamada Trireme Partners. Trireme reúne capital de riesgo de
individuos ricos y lo invierte en compañías armamentísticas,
apostando por aquellas que espera que consigan lucrativos contratos
gubernamentales». Este individuo, además, ha sido consejero del
gobierno israelí. Las acusaciones de Andreas son tremendas. Da
verdadero escalofrío pensar que esto se sepa y que no pase nada, que
estos individuos sigan llevando a cabo su devastadora política
exterior y que el mundo entero lo observe impasible:
«Cheney, Perle y
sus amigos entran y salen por una puerta giratoria que comunica
los empleos en el Pentágono, la Casa Blanca, el Congreso y los
contratistas militares corporativos. Mucho dinero cambia de
manos en Washington cuando los fabricantes de armas hacen
generosas contribuciones a los políticos y los políticos
conceden hermosos contratos del Pentágono a los fabricantes de
armas. Esto conduce a toda clase de acuerdos turbios y a la
sobrevaloración de los productos, (…) Después del final de la
Guerra Fría, muchos en Washington estaban planteándose el
desmedido presupuesto militar (…) En un intento de equilibrar el
presupuesto federal, los políticos empezaron a recortar las uñas
del Pentágono. Después del 11 de septiembre, todo eso cambió.
Bush y el congreso empezaron a hinchar el hinchadísimo
presupuesto del Pentágono sin restricciones».
Tras este
esclarecedor capítulo, llega el sexto: “El alto precio del
militarismo”, donde el autor explica con cifras la gran
desproporción entre los gastos militares y las inversiones en el
país. Mientras los gastos para la guerra suben, se recortan
brutalmente los de sanidad, vivienda, infraestructuras y un largo
etcétera de asuntos sociales básicos que hacen de Estados Unidos un
paradójico país rico con problemas de país pobre. Un aspecto
importante de este capítulo es el que cuenta cómo son reclutados los
soldados americanos entre la población más débil económicamente:
«Los directores de instituto cierran las puertas y contratan a
guardias armados, supuestamente para proteger a los críos de los
traficantes de drogas, los proxenetas y otros personajes peligrosos.
Pero sacan la alfombra roja para los más peligrosos de todos, los
reclutadores militares».
El séptimo
capítulo, “El militarismo y los medios”, nos abre los ojos
contándonos cómo todos los grandes medios de comunicación están al
servicio infame de la guerra: «Las cadenas de televisión son
propiedad de algunas de las mayores corporaciones del mundo. La NBC
es propiedad de GE [General Electric], CBS es de Viacom, ABC de
Disney, FOX de la News Corporation de Rupert Murdoch, y CNN de Time
Warner. Los miembros de las juntas directivas de estas corporaciones
también pertenecen a las juntas de fabricantes de armas y de otras
compañías con intereses en todo el mundo, como Boeing, Coca-Cola,
Texaco, Chevron, EDS, Lucent, Daimler-Chrysler, Citigroup, Xerox,
Philip Morris, Worldcom, JP Morgan Chase, Rockwell Automation y
Honeywell». Nos enteramos
en
este capítulo de cómo fue General Electric la que encumbró a un
actor de poco éxito en 1954 llamado Ronald Reagan, al convertirlo en
su portavoz corporativo, proporcionándole además el mensaje político
de GE para América.
Mark Twain, padre
de Tom Sayer, es el encargado de abrir el capítulo octavo, “Resistir
al militarismo”. Joel Andreas nos ofrece las palabras que el
escritor dijo en 1900 como Vicepresidente de la Liga Anti-Imperialista:
«He comprendido que no pretendemos liberar, sino someter a las
Filipinas. Y por tanto me he hecho anti-imperialista. Me opongo a
que el águila hunda sus garras en ningún otro país. Siento una
fuerte aversión a mandar a nuestros muchachos a luchar con un
mosquete deshonrado bajo una bandera contaminada». Si Mark Twain
levantara la cabeza… En cualquier caso, este capítulo sirve para
mantener viva la esperanza en que un mundo mejor es posible. A pesar
de todo, son muchas las personas que en todo el mundo apoyan la paz.
Aquí enumera Joel las manifestaciones contra la guerra que desde
Corea recorrieron Estados Unidos y el mundo. Al final hace un
llamamiento a la reflexión y al activismo pacifista en el último
capítulo, “¡No te quedes cruzado de brazos!”, donde incluye una
lista de grupos que llevan a cabo actividades de educación
antimilitarista y que organizan actividades antibélicas en EE UU.
Para terminar, remata el libro con la bibliografía correspondiente a
las declaraciones, frases y demás datos concretos que ha ido dando a
lo largo del libro.
Este recomendable
libro, muy apropiado por su dibujo amable y simple y por su texto
claro y conciso hasta para niños, viene avalado por grandes
personalidades de Estados Unidos que apuestan decididamente por la
paz: Susan Sarandon, actriz: «Adictos a la guerra no es sólo un
ingenioso y divertido retrato de nuestra economía basada en la
guerra, sino una reflexión verdaderamente profunda que no se
encuentra en los medios generales. Es algo que nuestros hijos
deberían saber antes de que tengan que elegir si quieren o no
convertirse en carne de cañón para la gran maquinaria militar»; Kris
Kristofferson, cantante: «Ahora que entramos marcando el paso en el
nuevo milenio, Adictos a la guerra nos da la oportunidad de vernos a
nosotros mismos como nos ven los demás»; Woody Harrelson, actor:
«Este es el tebeo más importante jamás escrito. Ser un verdadero
patriota (en el sentido americano revolucionario) es comprender la
crueldad de la política exterior de EE UU. Lee este libro y pásalo a
tantas personas como puedas»; Martín Sheen, actor: «Adictos a la
guerra es lectura obligatoria para todos los americanos a quienes
interese comprender la verdadera naturaleza de la política exterior
de EE UU y cómo nos afecta en casa»; S. Brian Wilson, veterano del
Vietnam, activista contra la guerra: «EE UU, con el 4,5% de la
población mundial, saquea arrogantemente recursos y culturas ajenas
para mantener su estilo de vida americano. Adictos a la guerra
ilustra por qué EE UU depende necesariamente de la guerra para
alimentar sus vergonzosos hábitos de consumo»; coronel James
Burkholder, retirado del ejército de EE UU: «Como veterano de tres
guerras, desde la II Guerra Mundial hasta el Vietnam, con 33 años de
servicio en el ejército, considero que este libro es la más fiel
descripción de la política de nuestro gobierno que he visto nunca»;
Fernando Suárez del Solar, padre de un combatiente muerto en Iraq en
2003: «Adictos a la guerra debería ser lectura obligatoria en las
escuelas americanas porque cuenta la verdadera historia de la
cultura bélica de esta nación. Debido a este libro, muchos jóvenes
estudiantes se lo pensarán dos veces antes de alistarse en el
ejército. Qué diferentes podrían haber sido las cosas si mi hijo
hubiera tenido ocasión de leerlo. Sin embargo, muchos miles de
jóvenes americanos todavía están a tiempo».
En contra de lo
que la traducción que han hecho de la frase del actor Woody
Harrelson dice, este valioso documento no es un tebeo sino un libro
ilustrado, un libro con dibujos. Tampoco es una sátira o al menos no
está clara la intención satírica. Si se utilizan dibujos y se hace
con esa estilo infantil sin duda es por el carácter didáctico del
libro. Ya en el prólogo, el editor americano Frank Dorrel, pide a
los lectores que se planteen llevar una copia a un profesor para que
lo utilice en clase: «La educación es clave».
A pesar de su
apariencia no es un libro de humor. Es un documento periodístico de
primer orden que intenta relatar una serie de hechos que prueban la
indecencia de EE UU en su política exterior con seriedad, con rigor.
Para esto, en algunas páginas, entre los sencillos dibujos, incluye
Joel Andreas fotografías de los desastres de la guerra que dejan muy
clara, por si pudiera quedar alguna duda, la intención del autor.
Después de leer
esta obra no se puede pensar igual. Si alguien a estas alturas aún
continúa creyendo los falaces argumentos que Bush y toda su cohorte
de mafiosos de la política dan para ir a la guerra, la lectura de
este ameno y didáctico libro ilustrado puede servir para que abra
los ojos a la realidad. Qué lástima que George W. Bush, el hombre
más poderoso de la tierra, no sepa leer. Si se obrara el milagro, si
por algún extraño motivo ese zopenco llegara a poseer ese don de
momento tan lejano a sus capacidades intelectuales de la lectura; de
la lucidez para comprender un documento escrito; para entender esta
seria reflexión sobre las atrocidades que comete en nombre de su
único Dios: el dólar, tal vez habría una esperanza de que
recapacitara. Sin embargo, a pesar de la imposibilidad de que eso
ocurra, de que este contumaz guerrero sea capaz de entender un texto
escrito aunque lleve dibujos de fácil asimilación, nos queda la
esperanza de que otros muchos ciudadanos norteamericanos lo hagan.
Si esto es así, si este libro se lee en las casas y en los colegios,
tal vez haya una posibilidad de que las generaciones futuras
rechacen tanta violencia gratuita y se preocupen de arreglar los
problemas de su país y dejen al mundo en paz. Mientras, seguiremos
rezando. |